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sábado, 27 de septiembre de 2008

Les resultaba duro este lenguaje

Eclesiastés, 11, 9 – 12, 8
Sal. 89
Lc. 9, 44-45

Ya Jesús había hecho un primer anuncio. Recordamos lo que escuchábamos ayer de que era el primer anuncio de la pasión, muerte y resurrección que nos recogía el evangelio de san Lucas. ‘El Hijo el Hombre tiene que padecer mucho, ser desechado por los ancianos, sumos sacerdotes y letrados, ser ejecutado y resucitar al tercer día’.
Los discípulos que habían subido con Jesús al Tabor ahora bajaban entusiasmados aunque no podían decir nada a nadie hasta después de la resurrección de Jesús. Cosa que no terminaban de entender, eso de la resurrección de los muertos.
Y al llegar a la llanura se habían encontrado con aquel padre que traía a un hijo dominado por el mal, un epiléptico seguramente, y al que Jesús había curado. Surgió una admiración general entre las gentes por los milagros que Jesús hacía.
Ahora les habla de nuevo de entrega hasta la muerte insistiéndoles Jesús para que lo entiendan. ‘Entre la admiración general por lo que hacía, Jesús dijo a sus discípulos: Meteos bien esto en la cabeza: al Hijo del Hombre lo van a entregar en manos de los hombres’.
Pero a los discípulos les costaba entender. Será algo que se repite muchas veces cada vez que Jesús habla de pasión y de muerte. Recordemos a Pedro cómo trataba de quitarle esa idea de la cabeza a Jesús diciéndoles que eso no le podía pasar, que él no lo permitiría. ‘Ellos no entendían este lenguaje; les resultaba tan oscuro, que no cogían el sentido’.
Cómo cuesta quitar de la cabeza una idea cuando se nos metido fijamente. Tenemos una idea, pensamos que las cosas tienen que ser así, y cambiar el planteamiento nos resulta bien difícil. Les pasaba a ellos, como sigue pasando hoy, sucede a nuestro alrededor y en muchas cosas nos puede suceder a nosotros.
Una entrega de esa manera, hasta el final, que puede llevar incluso a la muerte, si fuera preciso, es cosa que no se entiende hoy. Relativizamos tanto las cosas que nos parece que no pueden haber principios inmutables, compromisos que puedan implicarnos tanto que nos hagan gastar la vida totalmente hasta llegar incluso a la muerte. La palabra dada o el compromiso radical mucha gente no lo entiende. Nos comprometemos, sí, mientras me sea posible o no me cause demasiados problemas. Cambiamos de idea como se cambia de camisa uno todos los días.
Cuántas veces escuchamos, es que la Iglesia tiene que cambiar, tiene que ponerse al día, en eso del matrimonio indisoluble, ese sentido de la vida inviolable, eso del aborto o de la eutanasia, porque claro surgen otros problemas, y así no se cuántas cosas. El que una persona pueda entregar su vida a un compromiso total y radical de su vida hasta la muerte, es algo que cuesta entender. No se entiende un sacerdocio para toda una vida, no se entiende cómo un joven en un momento determinado deje sus cosas, su futuro que parece inmejorable en tantas perspectivas que tiene, para consagrarse en la vida religiosa o en el sacerdocio. Y así tantas cosas.
Seguimos sin entender el sentido del dolor y de la muerte. Es un interrogante que se produce en nosotros cuando nos llega la enfermedad en nosotros mismos o en los que están cercanos a nosotros, que nos hace daño, y es preferible no pensar en ello. Lo del avestruz que esconde la cabeza bajo el ala, para no ver a los que lo están persiguiendo. Escondemos la cabeza bajo el ala, no queremos pensar para no enterarnos o para que no nos hagan daño esas cosas por dentro.
Es necesario saberle dar un sentido al dolor y a la muerte, para que no se convierta para nosotros simplemente en una desgracia. Contemplarlo como una ofrenda o como una purificación de nuestra vida; verlo como un camino de santificación.
¿Quiere Dios el dolor y la muerte? Es una pregunta que nos hacemos. No te doy otra respuesta sino que mires a Cristo. Dios que sufre con nuestro dolor y que muere con nuestra muerte. Se hizo en todo semejante a nosotros, asumió totalmente nuestra condición humana pasando también por nuestro sufrimiento y por nuestra muerte. Pero lo contemplamos como el Señor, ante cuyo nombre hemos de doblar nuestra rodilla, ante el que toda lengua ha de proclamar, Jesús es el Señor, para gloria de Dios Padre.

viernes, 26 de septiembre de 2008

Una mirada de fe para descubrir el Misterio de Cristo, el Mesías de Dios

Eclesiastés, 3, 1-11
Sal. 143
Lc. 9, 18-22

Si ayer hablábamos del desconcierto de Herodes y de las gentes sobre la identidad de Jesús, es el mismo Jesús el que les pregunta a los discípulos sobre lo que piensa la gente y lo que piensan ellos de su identidad.
‘Una vez que estaba Jesús orando solo, en presencia de sus discípulos les preguntó: ¿Quién dice la gente que soy yo?... y vosotros, ¿quién decís que soy yo?’ La respuesta de los discípulos acerca de lo que pensaba la gente es semejante a lo que ayer nos reflejaba el evangelio. La respuesta de Pedro, según nos lo narra san Lucas, es más concisa de lo que nos contaba san Mateo, aunque vienen a decir lo mismo. ‘El Mesías de Dios’.
Hay una mirada distinta de la gente y de aquellos discípulos que estaban más cerca de Jesús. ¿Con qué mirada hemos de acercanos a Jesús? ¿Cómo podremos realmente conocerle?
Una mirada exclusivamente humana nos lo puede hacer ver desde un hombre maravilloso, pero solo un hombre, a alguien que está dotado de poderes especiales, puesto que cura enfermos, limpia leprosos o resucita a los muertos. Una mirada de fe más profunda puede llegar a vislumbrar detrás de todas esas obras la acción de Dios.
La respuesta de Pedro exige una mirada más honda, una mirada de fe. En el relato de san Mateo se nos dirá en palabras de Jesús que eso no lo ha aprendido Pedro por si mismo, de carne y sangre, sino que le ha sido revelado por el Padre del cielo. Aquí no se hace referencia a ello y, aunque se acepta por parte de Jesús, sin embargo no quiere que la noticia se divulgue. Tenía diversas connotaciones la idea que tenían los judíos de lo que había de ser el Mesías. Podría tener una carga política y de liberación solamente de poderes humanos, con toda la carga de violencia que esa lucha traería detrás. Jesús quiere que le descubran en su auténtica realidad, en su auténtica identidad.
Es la hora del anuncio de su auténtico ser de Mesías. Por eso es la hora del anuncio de la pasión y de la muerte, así como también de la resurrección. Es el primer anuncio de la pasión que nos trae el relato del evangelio de san Lucas. Es una evocación y una referencia a lo que habían anunciado los profetas y de manera especial el profeta Isaías en el cántico del siervo sufriente de Yavé.
‘Y añadió: el Hijo del Hombre tiene que padecer mucho, ser desechado por los ancianos, sumos sacerdotes y letrados ser ejecutado y resucitar al tercer día’.
Cristo es el Mesías, pero el Mesías redentor. Cristo es el ungido de Dios, así se había presentado en la Sinagoga de Nazaret, pero ese Ungido del Señor, lleno del Espíritu del Señor había de pasar por el camino de la pasión y de la Cruz. Es el que se anonadó haciendo como uno de tantos, sufriendo la muerte de los malhechores porque cargaba con nuestras culpas para darnos la salvación. Mesías, sí, el Señor ante cuyo nombre había que doblar toda rodilla en el cielo, en el tierra y en el abismo. Pero es el Mesías que ‘sufriendo aprendió a obedecer’.
Todo esto lo podemos descubrir con los ojos de la fe. Porque tras esa pasión y esa muerte siempre tenemos que vislumbrar los resplandores de la resurrección. Lucas en los versículos siguientes nos va a traer el relato de la transfiguración, aunque en esta lectura continuada no lo escucharemos.
Que se despierte nuestra fe para conocer todo el misterio de Jesús. Que crezcamos en esa fe y ese seguimiento de Jesús. Que lleguemos a descubrir la maravilla de ese camino de amor que Jesús está realizando para que nosotros intentemos seguirlo, hacer el mismo recorrido.

jueves, 25 de septiembre de 2008

Tenía ganas de ver a Jesús

Eclesiastés, 1, 2-11
Sal. 89
Lc. 9, 7-9

El virrey Herodes tenía ganas de ver a Jesús...’ Así nos dice el Evangelista.
Había oído hablar de Jesús y estaba desconcertado. Eran distintas las opiniones que la gente tenía sobre Jesús ‘y no sabía a qué atenerse, porque unos decían que Juan había resucitado, otros que había aparecido Elías – el que había arrebatado al cielo en un carro de fuego – y otros que había vuelto a la vida uno de los antiguos profetas’.
Quizá tenía mala conciencia –‘a Herodes lo mandé decapitar yo’, se decía – y ahora aparecían los remordimientos. Desconcierto para Herodes y desconcierto para todos. ‘¿Quién es éste de quien oigo semejantes cosas?’
Unos interrogantes que bien podían ser una llamada del Señor. Una búsqueda sincera. Una fe que descubrir. Un camino que puede conducir hasta Jesús si se recorre con buena voluntad y sinceridad.
Si nos fijamos en el evangelio, sobre todo en el principio del Evangelio de Juan donde se nos habla de la vocación de los primeros discípulos, Felipe, Natanael, Simón, Juan y Andrés eran personas inquietas que andaban también un camino de búsqueda. Si Andrés y Juan estaban junto al Bautista siendo sus discípulos es porque en ellos estaba también el ansia y la esperanza de la pronta venida del Mesías. Será así como el Bautista les señale a Jesús detrás de quien se irán porque quieren conocerle. ‘¿Dónde vives?’, es algo más que preguntar por una casa o una habitación. Era un deseo de conocer. Era un camino de búsqueda el que ellos realizaban. Y así podemos pensar de aquellos primeros discípulos.
En la vida todos tenemos inquietudes, interrogantes y preguntas. Hay cosas que nos suceden que nos desconciertan y nos hacen preguntarnos muchos ¿por qué?. ¿Por qué me tenía que suceder eso a mí? ¿Por qué ese accidente? ¿Por qué esa enfermedad? ¿Por qué esa muerte de ese niño inocente? ¿Por qué...?
A veces en nuestras dudas e interrogantes perdemos la ilusión y la esperanza y todo nos parece un vacío y un sin sentido, como nos habla hoy el libro del Eclesiastés.
Nos encontramos con gente confundida que se va tras la primera respuesta que se les ofrece. Católicos de siempre, bautizados en nuestra fe, que hicieron su primera comunión y han vivido una cierta religiosidad en su vida, de la noche a la mañana vemos que abandonan, que se ‘apuntan’ a otro grupo cristiano, que dicen que han encontrado una verdadera espiritualidad en esas corrientes que van y vienen de un lado para otro, o que lo abandonan todo viviendo en la increencia, el agnosticismo o un ateismo práctico y radical.
Gentes que te dicen que asistieron a no sé qué reunión y allí no se decía nada malo, que se decían cosas buenas, que todo les parecía bien. Gentes que hacen una mezcolanza como si todo fuera igual de bueno y al final no saben distinguir entre una cosa y otra.
¿Por qué todo esto? Muchas veces una falta de formación en la fe que han vivido toda su vida, ahora les confunde y les parece que lo que los otros le dicen está bien y no ven la diferencia.
Recuerdo una anécdota de un buen hombre, ya mayor, al que un día le invitaban a asistir a unas reuniones de religiones distintas a nuestra religión católica. El buen hombre, con la socarronería propia de los hombres mayores de nuestra tierra, le respondió al que le invitaba. Tengo ya muchos años y aun no he terminado de conocer y comprender bien lo que ha sido la religión de toda mi vida, ¿cómo me vas a invitar a mí para que a mis años conozca otra nueva religión si no conozco la mía de siempre?La respuesta nos puede parecer muy simple, pero sí tiene que hacernos preguntar si nosotros conocemos de verdad lo que es nuestra fe católica. Por eso no abandones tu fe sino trata de conocerla más y mejor, de profundizar en ella. Sigamos este camino que nos ha trazado Jesús y vivamos su verdad y su vida. ‘Yo soy el camino, y la verdad, y la vida, nadie va al Padre sino por mí’. Encontremos las razones profundas de nuestra fe y de nuestra esperanza, para encontrar la respuesta que Cristo quiere darnos a esos interrogantes profundos que tiene toda persona.

miércoles, 24 de septiembre de 2008

Algunas semillas de Sabiduría divina

Proverbios, 30, 5-9
Sal. 118
Lc. 9, 1-6

‘La Palabra de Dios es acendrada, El es escudo para los que se refugian en El’. Es el primero de los proverbios que nos ofrece la primera lectura de este día del libro del Antiguo Testamento del mismo nombre, perteneciente a los libros sapienciales o de la Sabiduría. Vamos a fijarnos en los dos proverbios propuestos con un breve comentario. Semillas de sabiduría, podemos decir que son para nosotros.
La Palabra del Señor es pura y limpia, pero también llena de fortaleza. ‘Lámpara Señor, es tu Palabra para mis pasos’, dijimos y repetimos en el salmo responsorial. Es escudo, nos decía proverbio, porque el Señor es nuestra fortaleza. El viene siempre en nuestra ayuda y en verdad nos apoyamos en El.
‘Aleja de mí la falsedad y la mentira; no me des riqueza ni pobreza, concédeme mi ración de pan; no sea que me sacie y reniegue de ti... no sea que necesitando, robe y blasfeme de mi Dios’. Rectitud y sinceridad en la vida, alejando toda maldad y toda mentira. Pero nos dice más: ‘no me des riqueza ni pobreza’, sino que no me falte el pan de cada día. Es lo que pedimos al Señor en la oración que Jesús nos enseñó. Algunas veces le pedimos al Señor suerte y que podamos obtener riquezas y grandezas. Pero el Señor nos enseñó, no a pedir mucho, sino el pan de cada día.
Pero nos da una motivación. Cuando me sienta saciado, lleno de bienes y de riquezas, ¿no tendré el peligro que mi espíritu se sienta saciado, o mejor dicho, tendríamos que decir, cegado, y nos olvidemos de Dios? Ya sabemos que cuando llenamos nuestro corazón de cosas y de apegos, no le dejamos lugar a Dios en nuestra vida.
También finalmente le pedimos a Dios que nos libre de la pobreza extrema, para que en mi desesperación nunca me sienta abandonado de Dios ni reniegue de El.
Del Evangelio queremos subrayar también algo. Nos confía el Señor una misión, es el envío de los discípulos a anunciar el Reino, pero nos está enseñando la confianza en la providencia divina y en el actuar de Dios todopoderoso que está por encima de nuestras pobres acciones. En la obra de Dios no vamos confiando solamente o exclusivamente en nuestras fuerzas o en nuestro saber, sino confiando por encima de todo en la fuerza del Espíritu del Señor que está con nosotros. Como hemos dicho en más de una ocasión, dejemos actuar al Espíritu del Señor en nuestra vida.
‘Los envió a proclamar el Reino de Dios y a curar a los enfermos’, nos dice el Evangelista. Es la misma misión de Jesús, la misma obra de Jesús que nosotros hemos de continuar. Pero hemos de fijarnos en lo que dice a continuación. ‘No llevéis nada para el camino; ni bastón ni alforja, ni pan ni dinero; tampoco llevéis túnica de repuesto. Quedaos en la casa donde entréis, hasta que os vayáis de aquel sitio...’
¿Qué nos quiere decir el Señor? Lo dicho. Nuestros apoyos no son apoyos humanos. Nuestra fuerza está en el Señor. Ya nos enseñaba en otro lugar a confiar en la Providencia de Dios que cuida de los lirios del campo o de los pájaros del cielo y de la misma manera y con mayor razón va a cuidar de sus hijos. Ahora con más razón. Si la obra que vamos a realizar es la obra de Dios, el anuncio del Reino y las señales de la salvación, no puede aparecer como obra nuestra sino siempre como obra de Dios. Por eso no nos vamos a apoyar en medios humanos, aunque tengamos que utilizarnos, sino por encima de todo en la gracia y el poder del Señor.
Una semilla de sabiduría también para nuestro actuar como cristianos, que nos enseña a poner toda nuestra confianza en el Señor.

martes, 23 de septiembre de 2008

Los que son la auténtica familia de Jesús

Proverbios, 21, 1-6.10-13
Sal. 118
Lc. 8, 19-21

‘Vinieron a ver a Jesús su madre y sus hermanos, pero con el gentío no lograban llegar hasta El...’
Este hecho del evangelio da pie a Jesús para indicarnos cuál es su auténtica familia y a nosotros a reflexionar también cómo somos nosotros la familia de Jesús. No es necesario entretenerse en la expresión que emplea el evangelio de ‘los hermanos’, porque todos sabemos muy bien que esta expresión en el lenguaje judío y semita quiere expresar algo más que los hermanos de carne y sangre, los nacidos de un mismo padre y madre, para significar en ello todo lo que son los familiares.
‘¿Quiénes son mi madre y mis hermanos?’, se pregunta Jesús tal como nos lo expresa el relato de otro evangelista. ‘Mi madre y mis hermanos son estos: los que escuchan la Palabra de Dios y la ponen en práctica’.
No es una negación del valor de los lazos familiares. Lo que Jesús quiere expresarnos es la ampliación a un nuevo concepto de familia. Con Jesús entramos a formar parte de una nueva familia. Con Jesús se establece entre todos los que creemos en El y a El queremos unirnos una nueva relación, nacida de un amor nuevo y de una vida nueva que nace en nosotros. Somos una nueva familia por nuestra unión con El, por la fe que tenemos en Jesús.
Una nueva relación, una nueva familia no simplemente como fruto de un simple rito. Es algo más. Se era del pueblo judío por raza, o porque mediante un rito, la circuncisión se entraba a formar parte de ese pueblo. Podríamos pensar nosotros, tomándonoslo a la letra, que nosotros comenzamos a ser de esa nueva familia solamente como fruto de un rito, del Bautismo.
Es cierto que es necesario el Bautismo. Pero el Bautismo no lo reducimos a un rito, aunque en su celebración tenga una expresión ritual. El Bautismo es algo más hondo porque es algo que tiene que nacer de la fe; tiene que nacer de un Sí que damos con nuestra vida a Jesús y a su vida; un Sí que implica toda una vida.
Es el Sí que le damos a Dios escuchando su Palabra, pero también llevándola a la vida. Le escuchamos y le seguimos. Le escuchamos y nos ponemos en camino de una nueva vida. Le escuchamos y haciendo vida en nosotros esa Palabra, que plantamos en nuestro corazón, nacemos para Dios; mejor, Dios nos regala su vida, nos hace hijos suyos. Le damos nuestro Sí y entonces comenzamos a formar parte de esa nueva familia de Jesús.
Esta expresión que estamos comentando, de escuchar la Palabra y ponerla en práctica, será algo que más adelante en este mismo evangelio de san Lucas volveremos a escuchar. Una mujer anónima del pueblo al escuchar y ver las obras de Jesús exclama: ‘Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te amamantaron’. Pero recordamos también la respuesta de Jesús. ‘Dichosos los que escuchan la Palabra de Dios y la ponen en práctica’.
Que seamos dichosos también nosotros, como María a quien siempre es la primera que hemos aplicado estas palabras de Jesús, María la que conservaba todas las cosas en su corazón, porque también nosotros guardemos en nuestro corazón la Palabra de Dios escuchada; porque nosotros también la pongamos en práctica; porque nosotros escuchando y poniendo la Palabra de Dios en práctica comencemos a ser la familia de Jesús; dichosos nosotros si también después de escuchar la Palabra llevamos una vida digna del Evangelio de Jesús que hemos recibido.

lunes, 22 de septiembre de 2008

Pon en alto tu luz para que todos tengan luz

Proverbios, 3, 27-35
Sal. 14
Lc. 8, 16-18

Nadie enciende un candil y lo tapa con una vasija o lo mete debajo de la cama; lo pone en el candelero para que los que entran tengan luz’.
Confieso que al leer estas palabras de Jesús me vino a la mente mi infancia; en la casa en la que nací no tenía luz eléctrica y la casa estaba en medio de una finca donde mi padre trabajaba como peón de la agricultura. Para alumbrarnos se tenían lámparas de petróleo que había que colocar estratégicamente en la cocina por la noche que era donde nos reuníamos para que así pudiéramos tener alguna iluminación. Recuerdo que cuando alguien llegaba y desde los patios llamaba para que le abriéramos o supiéramos de su presencia, mi padre acudía con aquella lámpara o un farol para que el que llegaba pudiera atravesar los patios sin tropiezos y llegar hasta la casa.
Creo que la imagen que nos propone Jesús es muy rica en enseñanza. No para que hablemos de nuestras lámparas o candiles, sino para que caigamos en la cuenta de que es necesario tener encendida siempre esa luz que ilumine nuestra vida. Y esa Luz para nosotros no es otro que Cristo. Ya nos lo dice en el Evangelio ‘yo soy la luz del mundo y el que me sigue no anda en tinieblas’.
Que no nos falte nunca esa luz para que realmente sepamos por donde hemos de caminar en la vida. Pero que o ocultemos esa luz. Sabemos que desgraciadamente muchas veces queremos prescindir de esa Luz, no queremos dejarnos iluminar, o tratamos de ocultarla y así terminamos realizando las obras de las tinieblas. ¡Qué resbaladiza se nos vuelve la pendiente y con la ausencia de esa Luz que muchas veces queremos ocultar cómo caemos tan fácilmente en la tentación y en el pecado! No podemos dejar de iluminarnos con esa Luz que es Cristo. Si nos dejamos iluminar por la luz de Cristo no iremos tropezando en las piedras y los obstáculos del camino.
Pero ya sabemos también lo que nos dice Jesús en referencia a esa Luz que nosotros tenemos que llevar a los demás. ‘Sois la luz del mundo... soy la sal de la tierra...’ nos repite en el Evangelio. Y hoy hemos escuchado en la antífona del Aleluya esa invitación de Jesús. ‘Alumbre así vuestra luz a los hombres para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre’.
Tenemos que ser luz para los demás, iluminar a los otros con la luz de Cristo. ‘...que vean vuestras buenas obras’, nos dice Jesús. Pero no para buscar nuestra gloria, sino la gloria del Señor. No vamos pregonando nuestras obras buscando la obsequiosidad de los demás. Ya nos dice también que no sepa tu mano izquierda lo que hace la derecha. Pero sí es necesario iluminar a los otros con la luz de Cristo. Que vean entonces nuestras buenas obras, y así den gloria, no a nosotros, sino a nuestro Padre del cielo.
En la primera lectura estos días vamos a leer diferentes textos de los libros sapienciales del Antiguo Testamento. Hoy hemos escuchado un fragmento de libro de Los Proverbios. Hermoso texto que nos da pautas para ver cómo tenemos que hacer que brille nuestra luz.
¿Cuáles son esos pasos iluminados que yo tengo que dar? ‘No niegues un favor a quien lo necesita... si tienes, no digas a tu prójimo, mañana te lo daré.. no trames daños contra tu prójimo... no pleitees con nadie... no envidies al violento, ni sigas su camino...’ Llenar nuestra vida de obras buenas, de obras de amor. Desterrar de nosotros el egoísmo, la violencia, la insolidaridad, el orgullo y la envidia. Porque ‘el Señor se confía a los honrados... bendice la morada del justo... concede su favor a los humildes... y el juto habitará en el monte santo del Señor’, en la presencia del Señor.
Así tenemos que iluminar para ayudar a los otros a que vayan también por buenos caminos y no tropiecen. Así tenemos que iluminar repartiendo siempre amor. Y todo siempre, para la gloria del Señor.

domingo, 21 de septiembre de 2008

Todos somos invitados a la viña del Señor

Isaías, 55, 6-9; Sal. 144; Fil. 1, 20.24-27; Mt 20, 1-16
En horas y tiempos diferentes todos somos invitados a la viña del Señor. Creo que es un esencial mensaje que nos puede dar el evangelio de este domingo. ‘El reino de los cielos se parece a un propietario que al amanecer... a media mañana... mediodía... al media tarde... al caer la tarde... salió a contratar jornaleros para su viña’. Así nos decía la parábola del Evangelio.
Dios nos llama y nos invita. Escuchamos su especial llamada en distintos momentos de la vida. Es cierto que podemos pensar en esa primera llamada que fue ya nuestro Bautismo. Pero a través de nuestra vida hemos ido escuchando en distintos momentos esa llamada del Señor que nos invitaba a algo más que simplemente dejar correr rutinariamente nuestra vida, o ser cristiano porque siempre ha sido así. Y lo importante es la respuesta que nosotros le demos.
Nos llama a vivir y trabajar en la viña del Señor. ¿Qué significa ese ir a trabajar en la viña del Señor? Normalmente podemos pensar en ese compromiso que en el seno de la Iglesia podamos adquirir para vivir como apóstoles en medio de nuestro mundo. No lo descartamos, sino que además es algo que seriamente hemos de plantearnos.
Pero yo quisiera pensar ahora más que en lo que podamos hacer, en lo que hemos de ser. Es una gracia y un regalo que el Señor nos invite a vivir su vida. Ha querido hacernos partícipes de su vida desde nuestro Bautismo cuando nos ha llamado y nos ha hecho hijos de Dios. Como decimos es una gracia del Señor que no terminamos de considerar la suficiente. A san Pablo le hemos escuchado hoy decir ‘para mí la vida es Cristo’.
¡Qué hermoso que nosotros pudiéramos decir lo mismo desde lo más hondo de nosotros mismos! Que así yo sienta lo que es ser cristiano, estar bautizado. Cristo me ha hecho partícipe de su vida divina y entonces para mi vivir es Cristo, la vida es Cristo; porque así yo me identifique con El; porque así yo me sienta unido a El; porque yo así quiera plasmar en mi todo lo que es la vida de Cristo. Por eso terminaba diciéndonos hoy el apóstol: ‘Lo importante es que llevéis una vida digna del Evangelio de Cristo’.
Entrar en la viña del Señor nos exige buscar al Señor y dejarnos encontrar por El. ‘Buscad al Señor mientras se le encuentra, invocadlo mientras esté cerca’, nos decía el profeta Isaías. El Señor está cerca, viene a nuestro encuentro. Nos invita a estar con El, a vivir su vida. Pero vivir su vida no es hacerlo a mi manera. Vivir su vida es saber descubrir siempre lo que el Señor quiere de mí. ‘Mis planes no son vuestros planes, seguía diciéndonos el profeta, vuestros caminos no son mis caminos... mis caminos son más altos que los vuestros, mis planes, que los vuestros...’
El camino de santidad que hemos de vivir arranca de saber descubrir qué es lo que el Señor quiere para mí, quiere de mi vida. Es esa llamada que a todos nos hace, estemos donde estemos. Y habiendo descubierto ese plan de Dios para mi vida, tratar de ser fiel realizando en todo momento su voluntad allí donde estamos o donde el Señor quiere que estemos, llevando una vida digna del Evangelio de Cristo, como nos decía el apóstol.
Algunas veces queremos medir nuestra vivencia cristiana o nuestra pertenencia a la Iglesia con parámetros demasiado humanos. Miramos a la Iglesia demasiado a lo humano y queremos ver en ella – lo malo sería que también lo hiciéramos – también esas luchas, carreras, afanes de poder o de influencias y hasta zancadillas que demasiado vemos a nuestro alrededor en nuestra sociedad civil. Es cierto que la Iglesia está formada y compuesta por miembros que somos totalmente humanos y podemos tener también esas tentaciones. Pero tenemos que ver y descubrir que la misión de la Iglesia y la labor que los cristianos tenemos que vivir y realizar tiene otras medidas y otras características.
Ya nos prevenía Jesús en el evangelio, cuando los discípulos andaban también en sus luchas por los primeros puestos, que no podía ser entre nosotros como sucede con los poderosos de este mundo. ‘No será así entre vosotros...’ Y nos hablaba del espíritu de servicio y de sabernos hacer los últimos para poder entender bien lo del Reino de los cielos. Hoy nos lo está repitiendo también en el final de la parábola. ‘Los últimos serán los primeros y los primeros los últimos’.
¿Quiénes pueden entrar en esa viña del Señor? El no escoge, invita a todos. No tiene en cuenta a los más cumplidores, ni a los más perfectos, ni a los que son de los de siempre, ni a los más conocidos o más amigos. El Señor nos llama a todos, porque para todos es su salvación y a todos quiere regalarnos su vida divina. No lo llegan a entender los que se consideraban más puros en la época de Jesús, los fariseos y los escribas, y ya sabemos cómo lo criticaban porque se mezclaba con todos y con todos comía. El llama a seguirle a unos y otros. Y también el ladrón arrepentido que llegó en la última hora de su vida alcanza su Reino y su paraíso. Para todos tiene reservado el denario de la vida eterna.
Es también lo que tenemos que ser y que vivir dentro de la Iglesia. Cuántas conclusiones se podrían sacar. La Iglesia tiene que ser acogedora y misericordiosa como lo fue el Señor. Nosotros tenemos que ser acogedores con todos y misericordiosos con todos como lo es el Señor.
Como decíamos al principio, en horas y tiempos diferentes todos somos invitados a la viña del Señor, démosle nuestra respuesta, dándole gracias por esa llamada e invitación del Señor y mostremos la santidad de nuestra vida en esa pertenencia a la viña del Señor, llevando una vida digna del Evangelio de Cristo, como nos decía el apóstol.