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sábado, 1 de agosto de 2009

Porque es jubileo lo consideraréis sagrado

Lev. 25, 1.8-17
Sal. 66
Mt. 14, 1-12


Desde hace unas semanas hemos venido escuchando la lectura de los diversos libros del Pentateuco: el Génesis en primer lugar, hasta ahora hemos venido escuchando relatos del Éxodo con la salida de Egipto, el paso del mar Rojo, la Alianza del Sinaí, y en los dos últimos días hechos escuchado el Levítico.
En la lectura del Levítico se nos describen las fiestas que han de celebrar los Israelitas, la Pascua, la de las ofrendas a los cincuenta días que es Pentecostés, la de las Tiendas, la de la Expiación… En el texto que se nos presenta hoy se nos habla del jubileo. ‘Haz el cómputo de siete semanas de años… cuarenta y nueve años… a toque de trompeta por todo el país… santificaréis el año cincuenta y promulgaréis manumisión en el país para todos sus moradores…’ Es el año del perdón y de la amnistía. ‘Porque es jubileo: lo consideraréis sagrado…’
Este jubileo lo veían los profetas en un sentido mesiánico. Por manifestarlo sólo con un texto, recordemos el texto de Isaías que Jesús proclamó en la Sinagoga de Nazaret a la hora de su presentación pública. Además de que llegaba el momento en que el evangelio sería anunciado a los pobres y los ciegos recobrarían la vista, los oprimidos serían la libertad y se proclamaría el año de gracia del Señor. En el tiempo del Mesías vendría el jubileo total porque llegaría la amnistía y el perdón para todos, llegaba el año de gracia del Señor.
Pero veamos brevemente las connotaciones que este jubileo tiene en nuestra práctica cristiana. Todos sabemos y recordamos cómo la Iglesia proclama en momentos determinados para toda la Iglesia o para unas determinadas Iglesias locales un Año Santo, un Año jubilar lleno de gracia del Señor para todos. El Papa con su autoridad los convoca y concede unas gracias especiales, que lo que pretenden es que los pecadores nos convirtamos a Cristo. Año santo lleno de gracia que es una invitación a la conversión para seguir más fielmente el camino de Jesús, arrancándonos de nuestra vida de pecadores.
Conocemos los Años Santos que cada veinticinco años se proclaman para la Iglesia universal teniendo como centro y como eje Roma, la Sede de Pedro. Reciente tenemos el jubileo del año 2000, año santo especial en el dos mil aniversario del nacimiento de Cristo.
Pero de la misma manera sabemos cómo en determinadas Iglesia o lugares también hay una sucesión de años santos a través del tiempo por diversas circunstancias y conmemoraciones. Así el año Jacobeo que todos conocemos, cuando el veinticinco de julio, día del apóstol Santiago coincide con domingo como sucederá el próximo año. Todos acuden para entrar por la puerta santa, la puerta del perdón como un signo de ese abrazo de amor, de acogida de Dios Padre cuando volvemos a El convertidos de corazón. Así también en otros muchos lugares. En nuestra propia tierra tinerfeña estamos celebrando un año jubilar en la Iglesia de san Vicente mártir, que el Papa ha concedido por todo este año con motivo de un cuarto centenario de la liberación de una epidemia por la intercesión de este glorioso mártir que allí se venera.
¿Quién es el que nos da esa amnistía y ese perdón? Cristo Jesús con su muerte en la cruz y su resurrección que nos ha redimido. En Cristo tenemos ese año, ese día de gracia de Dios que nos da su perdón y que nos da su gracia para sigamos por caminos de fidelidad.

viernes, 31 de julio de 2009

Para la mayor gloria de Dios

1Cor. 10, 31-11,1
Sal. 33
Lc. 10, 1-9


El creyente no es sólo el que afirma la existencia de Dios. Por supuesto hay que partir de esa afirmación, Dios existe; pero esa afirmación tiene que llevarnos a algo más, implicarnos más en la vida con ella. Puedo afirmar la existencia de algo, pero sentirlo ajeno a mí. Está la realidad de las cosas que están ahí frente a mí, pero que a mi no me implican en nada, porque me da igual su existencia o no.
Por eso digo que el verdadero creyente no es sólo el que afirma la existencia de Dios, sino que además le reconoce como su único Dios, su único Señor. Cuando lo reconozco así es que ya entro en una relación con Dios, porque es mi Dios y mi Señor. Conozco y reconozco su presencia en mi vida y yo me veo implica en la existencia de ese Dios que es mi único Señor.
Entro en una relación con Dios que es ese reconocimiento, pero que es entrar en un trato, en un diálogo con ese Dios, que además sé que me ama y quiere hacerse presente en mi vida. Ese diálogo con Dios al que llamamos oración. Oración que será escucharle pero también hablarle. Relación con Dios que me llevará desde esa escucha a cumplir lo que es su voluntad para mi vida, cumplir los mandamientos. Descubrir que es lo que Dios quiere para mi y realizarlo en mi vida, porque es mi único Dios, porque es mi único Señor.
Relación y reconocimiento que me hará descubrir su amor y las obras maravillosas que El realiza en mi vida. Ello me llevará a la alabanza, a la acción de Dios, a la búsqueda de la gloria de Dios. Y eso, con toda mi vida, en todo momento, con todo lo que hago, siempre para la gloria del Señor.
‘Bendigo al Señor en todo momento, su alabanza está siempre en mi boca, mi alma se gloría en el Señor… proclamad conmigo la grandeza del Señor, ensalcemos juntos su nombre…’, que decimos con el salmo. En todo momento, siempre, en toda ocasión, bendecir a Dios, alabar a Dios, cantar la gloria del Señor. Y lo queremos hacer no sólo nosotros, sino que invitamos a los demás a unirse a esta alabanza, a esta bendición del nombre del Señor.
Es lo que hoy hemos escuchado resumido en una pequeña frase en la palabra de Dios, la primera carta de san Pablo a los Corintios. ‘Cuando comáis, o bebáis o hagáis cualquier cosa, hacedlo todo para gloria de Dios’. Y en ese mismo sentido en la carta a los Filipenses nos dice: ‘Al nombre de Jesús toda rodilla se doble, - en el cielo, en la tierra, en el abismo – y toda lengua proclame: Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre’.
Por Cristo queremos dar gloria a Dios y queremos hacerlo en todo momento, que toda nuestra vida sea siempre para la gloria de Dios. San Ignacio de Loyola a quien hoy estamos celebrando resumía en una frase, como un lema que nos proponía, toda esta gloria que hemos de dar a Dios siempre. ‘Ad maiorem Dei Gloriam… todo para la mayor gloria de Dios’.
Es lo que hemos de hacer en toda nuestra vida. Es lo que queremos hacer cada vez que celebramos la Eucaristía recogiendo todo lo que es nuestra vida, unidos a Cristo. En el momento culminante de la Eucaristía decimos. ‘Por Cristo, con El y en El, a ti, Dios Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos’. ¡Qué momento más importante! Estamos poniendo toda nuestra vida con Cristo, por Cristo y en Cristo para dar gloria a Dios. ¡Qué importante es el ‘Amén’ que decimos en ese momento! ¡Qué solemnidad y qué grandeza! Nuestro Amén para la gloria de Dios, nuestra vida toda para la gloria de Dios.

jueves, 30 de julio de 2009

Ábrenos el corazón para que aceptemos las palabras de Jesús

Ex. 40, 16-21.34-38
Sal. 83
Mt. 13, 47-53


‘Ábrenos el corazón para que aceptemos las palabras de Jesús’. Hermosa súplica que hemos de repetir muchas veces y que se nos ha ofrecido hoy en la liturgia como antífona al aleluya antes del Evangelio. Que se nos abra el corazón; que no seamos tierra endurecida; que el Señor labre la tierra de nuestra vida y la riegue y abone con su gracia para que así recibamos y aceptemos la semilla de su Palabra, como hemos escuchado en las parábolas de Jesús en estos días.
Concluimos hoy, aunque nos queden unos versículos que escucharemos mañana, este capítulo 13 del evangelio de Mateo donde el evangelista nos recopila, en ese estilo tan propio de Mateo, unas cuantas parábolas de Jesús. Cuando comenzábamos a escuchar las parábolas eran los apóstoles los que le decían a Jesús: ‘¿Por qué les hablas en parábolas?’ Ahora ha sido Jesús el que pregunta a los discípulos al terminar su relato: ‘¿Entendéis bien todo esto?’ y concluye Jesús diciéndonos: ‘Ya veis, un letrado que entiende del Reino de los cielos es como un padre de familia que va sacando del arca lo nuevo y lo antiguo’, lo que conviene en cada momento.
Pero si estas dos preguntas enmarcan la proclamación de las parábolas, mientras hemos visto al mismo Jesús explicar su sentido. Nos explicaría la parábola del sembrador, como ya lo hemos meditado, o explicaría el sentido de la parábola del trigo y la cizaña, de la buena y de la mala semilla sembrada en el mismo campo. En el mismo campo de la vida nos encontraremos buenos y malos y juntos tenemos que estar. Pero el cuidado será no dejarnos influir por el mal, sino que siempre seamos capaces de dar buenos frutos.
En ese mismo sentido de la parábola nos ha hablado hoy de la red repleta de peces; ‘la red que echan en el mar y recoge toda clase de peces, cuando está llena, la arrastran a la orilla, se sientan y reúnen los buenos en cestos y a los malos los tiran’. Pero nos ha hablado también de la pequeña semilla de la mostaza que se hace arbusto grande, o de la levadura que hace fermentar la masa; nos ha hablado de la perla preciosa o del tesoro escondido en el campo que ‘el que lo encuentra vende todo lo que tiene para comprar aquel campo’.
Parábolas que nos dan el sentido del Reino de los cielos y que cuando lo entendemos como dirá Jesús seremos como ‘aquel padre de familia que va sacando del arca lo nuevo y lo antiguo’, lo que conviene en cada momento. Ahí está todo ese mensaje de la Palabra de Dios que Jesús nos ha ofrecido en forma de parábolas. En cada momento, en cada situación de la vida, hemos de saber dejarnos iluminar por la Palabra de Dios, vamos sacando del arca de la Palabra de Dios aquello que nos da luz en esa situación concreta que vivamos. ¡Cómo tenemos que saber guardar en el arca de nuestro corazón toda esa gracia y esa riqueza que nos ofrece como luz la Palabra de Dios para que nos ilumine en toda ocasión!
Vivimos rodeados de mal, pero no hemos de dejarnos impregnar por ese mal; es más tenemos que ser buena levadura que con nuestra fe, con nuestras buenas obras, con nuestro buen hacer hagamos fermentar la masa de nuestro mundo para bien. Que sepamos encontrar ese tesoro escondido, esa perla preciosa que Cristo para que El sea en verdad el centro, la luz y la fuerza de nuestra vida.

miércoles, 29 de julio de 2009

¿Resplandece nuestro rostro después de nuestro encuentro con el Señor en la oración?

Ex. 34, 29-35
Sal. 98
Mt. 13, 36-43


‘Cuando Moisés bajo del monte Sinaí con las dos tablas de la Alianza en la mano, no sabía que tenía radiante la piel de la cara, de haber hablado con el Señor…’
Tal era el resplandor que tenía que ponerse un velo por la cara, porque los israelitas se sentían impactados y hasta temían acercarse a él.
había hablado con el Señor y su rostro se transfiguró. Estaba tan llena de Dios que su rostro resplandecía. Hermosa imagen que nos trae el recuerdo de lo que contemplaremos en el Nuevo Testamento. Nos recuerda la transfiguración de Jesús en el Tabor, sobre la que hemos reflexionado muchas veces, pero que también dentro de pocos días volveremos a encontrarnos en la fiesta de la Transfiguración del Señor. Allá en lo alto de la montaña se manifiesta la gloria del Señor. Jesús que deja transparentar en su cuerpo mortal el resplandor de la Divinidad. Es Jesús, verdadero hombre y verdadero Dios.
Moisés resplandece en su rostro porque ha hablado con el Señor. ¿No es nuestra oración un acercarnos también a Dios para hablar con El? ¿No tendríamos nosotros que salir resplandecientes en nuestro rostro o nuestra vida después de nuestra oración, verdadero encuentro con el Señor?
Nuestra oración no es simplemente la repetición de unos rezos, de unos textos oracionales ya previamente preestablecidos que nosotros decimos una y otra vez. Si se quedan en eso pobre sería nuestra oración y pobre sería nuestra fe. Pero seamos conscientes, démonos cuenta que es una tentación que tenemos y ahí está el peligro de convertir nuestra oración en la repetición de unos rezos sin caer en la cuenta de que lo que tenemos que estar viviendo es un encuentro vivo con el Señor.
Es algo que tenemos que cuidar mucho. Serán muchas las cosas que nos distraigan. Otras veces las prisas y los agobios con que vivimos. Las imaginaciones nos suelen jugar malas pasadas que nos impiden concentrarnos debidamente. El hecho está en que no volvemos de nuestra oración con el rostro resplandeciente por haber estado hablando con el Señor; no volvemos con nuestro corazón y nuestra fe caldeada lo suficiente por haber estado en el horno del amor de Dios.
Ese resplandor de nuestro rostro no será una cosa física que se vea con los ojos de la cara, pero sí ha de notarse con los ojos del corazón. Será una actitud nueva, una forma de vivir completamente distinta, un amor más fluido, una alegría en nuestro vivir. De muchas maneras tendría que notarse ese resplandor de Dios en nuestra vida.
Cuidemos siempre el inicio de nuestra oración. Podemos llamarnos un ejercicio de concentración de la mente, o será mejor un acto profundo de fe en la presencia del Señor ante quien nos hallamos. Pero ese buen comienzo de nuestra oración será un factor bastante importante para que nos encontremos hondamente con el Señor y salgamos llenos de El y resplandecientes de El.

martes, 28 de julio de 2009

Jesucristo, Tienda del Encuentro de Dios con nosotros

Ex. 33, 7-14; 34, 5-9.28
Sal. 102
Mt, 13, 36-43

Moisés levantó la tienda de Dios… y la llamó Tienda del Encuentro’. Un lugar en medio del campamento que les hablaba continuamente de la presencia de Dios en medio del pueblo. Un día se habían creado un ídolo porque querían un dios que caminase delante de ellos. Olvidaban esa presencia permanente de Dios. La presencia de Dios que camina con su pueblo y nunca le abandona.
‘Cuando el pueblo veía la columna de nube a la puerta de la tienda, se levantaban todos y se prosternaban cada uno a la entrada de la tienda…’ nos detalla la fe del pueblo en la presencia de Dios en medio de ellos. ‘Señor Dios, compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad…’ se escucha la aclamación de la gloria del Señor. ‘Moisés al momento se inclinó y se echó por tierra. Y le dijo: Si he obtenido tu favor, que mi Señor vaya con nosotros, aunque es un pueblo de dura cerviz; perdona nuestras culpas y pecados y tómanos como heredad tuya’.
Es maravillosa la experiencia de Dios de Moisés y su pueblo, que se nos manifiesta en la lectura del libro del Éxodo. Pero es imagen y tipo de lo que puede ser la experiencia de Dios, de su presencia, su amor y su misericordia que en Jesús nosotros podemos tener.
‘El Verbo se hizo carne y plantó su tienda entre nosotros’, escuchamos en el principio del evangelio de san Juan. Jesús es nuestra Tienda del Encuentro, es el Mediador entre Dios y los hombres. En su Cuerpo, en su Carne, en su Sangre, en su persona y en su vida nosotros podemos acercarnos a Dios como nadie lo había podido hacer en todo el Antiguo Testamento.
Jesús es el Emmanuel, el Dios con nosotros. Teniendo a Jesús, encontrándonos con Jesús, viviendo a Jesús, tenemos a Dios, nos encontramos con Dios, vivimos a Dios en los sacramentos, en todos y cada uno de los sacramentos, pero de manera especial en el Sacramento de la Eucaristía nosotros podemos así vivir a Dios. ¿Hay unión más íntima y profunda que la que podemos vivir en la comunión eucarística, cuando comulgamos a Cristo en la Eucaristía?
Y esa Tienda del Encuentro la tenemos permanentemente a nuestro lado en la presencia real y verdadera, sacramental y permanente de Cristo Eucaristía en el Tabernáculo, en nuestros Sagrarios. Aquí tenemos permanentemente a Cristo Eucaristía. No es un símbolo sino presencia real de Cristo. Aquí tenemos a Dios que nos espera, que nos escucha, que nos habla al corazón. Cristo Eucaristía, presencia permanente, alimento y viático para nuestro caminar, luz que resplandece para iluminar nuestras tinieblas, fuerza y vida que nos arranca de nuestra oscuridad y nuestra muerte.
Sepamos postrarnos ante esa presencia inmensa de Dios y adoremos a Cristo Eucaristía. Acudamos a nuestros Sagrarios, Cristo allí nos espera para caminar junto a nosotros.

lunes, 27 de julio de 2009

El becerro de oro, tentación de idolatría e infidelidad

El becerro de oro, tentación de idolatría e infidelidad
Ex. 32, 15-24.30-34
Sal.105
Mt. 13, 31-35

Duro y difícil se les hacía a los israelitas el camino de la tierra prometida, porque duro y difícil es el camino del desierto; atravesar tierras inhóspitas sin agua ni suministros, en medio de calor del desierto, aunque fueran con la esperanza de la tierra prometida, podía resultar en momentos desalentador.
Pero la dificultad muchas veces podía surgir desde su mismo interior, de las tentaciones que podían sufrir que les hacía mirar atrás, a la tierra que habían dejado, aunque fuera de esclavitud; tentaciones de soledad al sentirse como abandonados en medio de aquella inmensidad.
Habían hecho ya la Alianza con el Señor, prometiendo que El sería su Dios y ellos serían su pueblo. Moisés había vuelto a la montaña donde recibiría la ley del Señor y el tiempo se prolongaba. Ahora cuando Moisés baja del Sinaí con las tablas de la ley se encuentra con un pueblo que ha vuelto a la idolatría.
‘Sabes que este pueblo es un pueblo perverso, le dice Aarón a Moisés ante su ira. Me dijeron: haznos un dios que vaya delante de nosotros , pues a ese Moisés que nos sacó de Egipto no sabemos lo que le ha pasado…’ Fundieron todos sus objetos de oro y se hicieron un becerro de oro al que adorar.
No nos extrañe esta tentación a la idolatría. Los israelitas eran un pueblo que creía en un único Dios en medio de otros pueblos que tenían numerosos dioses además con representaciones en figuras humanas o de animales, como era el mismo pueblo de Egipto de donde habían salido. Es la tentación de la idolatría y de la infidelidad en la que han caído.
‘En Horeb se hicieron un becerro… se olvidaron de Dios, su Salvador, que había hecho prodigios en Egipto, maravillas en el país de Cam, portentos en el mar Rojo’. Pronto olvidaron todas las maravillas que había obrado el Dios de sus padres para sacarlos de Egipto, hacerlos atravesar a pie enjuto el mar Rojo y ahora les conduciría por el desierto a la tierra de promisión. Olvidaron a Dios y olvidaron su Alianza, cayendo en la infidelidad.
Es tentación que nosotros sufrimos también. Cuántas veces hemos sustituido al único Dios que nos salva por esos ídolos de las cosas materiales a las que apegamos nuestro corazón. Cuántas veces después de haber prometido fidelidad al Señor una y otra vez protestando por nuestro amor, caemos en la infidelidad de olvidarnos de Dios, vivir como si Dios no existiera, dejándonos arrastrar por el pecado.
‘Habéis cometido un pecado gravísimo haciéndoos dioses de oro’, les echa en cara Moisés. Pero Moisés es aquel a quien Dios ha confiado la misión de llevar ese pueblo a la tierra prometida. Siente como algo suyo todo lo que le puede pasar a su pueblo. Es el mediador que se va a acercar a Dios para pedir perdón por su pueblo. ‘Ahora subiré al Señor a expiar vuestro pecado’. Y le vemos porfiando con Dios para que perdone el pecado de su pueblo y si no que se olvide de él para conducirlo por el desierto.
Esa imagen intercesora de Moisés es un anticipo del que va a ser nuestro Único Mediador, Cristo Jesús, que intercede por nosotros, que se ofrece por nosotros, que derrama su sangre para obtenernos el perdón de Dios. ‘Este el cáliz de mi sangre, sangre de la Alianza nueva y eterna, derramada por vosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados’. Y nos trae Jesús de nuevo al camino de la fe, al camino de la Alianza, al camino de la misericordia de Dios. Sentimos sobre nosotros la suave brisa reconfortadota de la misericordia de Dios siempre dispuesto a perdonarnos.

domingo, 26 de julio de 2009

Nuestros cinco panes de cebada


2Rey. 4, 42-44;

Sal. 144;

Ef. 4, 1-6;

Jn. 6, 1-15



Comienza el evangelio diciéndonos que ‘seguía mucha gente a Jesús, porque habían visto los signos que hacía con los enfermos’. Concluirá diciéndonos que ‘las gentes la gente el signo que había hecho decía: Este es el Profeta que había de venir’. Y querían hacerlo rey.
Jesús realiza un gran signo. Un signo que va a tener resonancias pascuales. Los mismos gestos que Jesús realiza, ‘tomó los panes, dijo la acción de gracias y los repartió’, los va a repetir en la Última Cena y serán los que nosotros repitamos cada vez que celebremos el Memorial de su Pascua. Por eso el evangelista apunta, ‘estaba cerca la Pascua, la fiesta de los judíos’. Era un anticipo de la pascua definitiva y eterna que nosotros celebramos para siempre cada vez que celebramos la Eucaristía.
Jesús había subido a la montaña y allí se había sentado con los discípulos. Al levantar los ojos y ver la multitud que se acercaba dice a Felipe: ‘¿Con qué compraremos panes para tanta gente, para que coman estos?’ Esta vez el evangelista no nos dice que Jesús se pusiera a enseñarles, como tantas veces nos lo repite el evangelio en ocasiones así que mucha gente se reúne a su alrededor. La lección de Jesús hoy es su actuar; su misericordia y compasión que le mueve a actuar ante una necesidad que está ante El y que nos impulsa a actuar a nosotros.
El sabía lo que había que hacer, pero implica a los discípulos, implica a la gente que está ante El con su necesidad. Es la pregunta a Felipe y es el actuar de Andrés que averigua qué es lo que hay y donde puede haber soluciones. ‘Aquí hay un muchacho que tiene cinco panes de cebada y dos peces, pero ¿qué es eso para tantos?’ Ya Felipe había dicho ‘doscientos denarios de pan no bastan para comprar para que a cada uno le toque un pedazo… ¿y dónde lo vamos a comprar en descampado?’ Pero también se ha implicado a aquel muchacho que pone a disposición los cinco panes de cebada y los dos peces.
Es el pan de los pobres; panes de cebada, no de harina de trigo. Como la ofrenda de los pobres eran aquellos veinte panes de cebada del milagro de Eliseo, en la primera lectura. ‘Vino un hombre de Bal-Salisá trayendo en la alforja el pan de las primicias –veinte panes de cebada – y grano reciente para el siervo del Señor’.
El pan de los pobres que se parte y se reparte; el pan de los pobres que cuando se comparte dará para tanto que al final hasta sobrará. ‘Esto dice el Señor. Comerás y sobrará… comieron y sobró como había dicho el Señor’, según nos dice el libro de los Reyes.
‘Recoged los pedazos que han sobrado, que nada se desperdicie. Los recogieron y llenaron doce canastas con los pedazos de los cinco panes de cebada que sobraron a los que habían comido’, nos señala detalladamente el evangelista.
Es grande la lección. El pan de los pobres compartido da para mucho. Esto nos tendría que hacer reflexionar mucho. Cuando rebosamos de amor cómo puede cambiar la visión de las cosas; cómo los problemas no son tan grandes problemas, porque la solidaridad de los que ponemos o somos capaces de poner los cinco panes de cebada de nuestra pobreza, grandes soluciones se pueden encontrar. ¡Qué distinto sería nuestro mundo si todos entráramos en ese camino de solidaridad! ¡Qué dados al derroche en los tiempos de las vacas gordas del bienestar y qué poquito somos capaces de pensar en los demás!
Ya al principio del comentario dejamos entrever la relación de este signo de Jesús con la Pascua y con la Eucaristía. En los próximos domingos vamos a escuchar lo que llamamos el discurso del ‘pan de vida’, que nos anuncia la Eucaristía. Pero también lo que hoy hemos escuchado nos está dando pautas del compromiso que para el cristiano significa celebrar la Eucaristía.
El pan multiplicado, ya fuera en el milagro de Eliseo, ya por Jesús en el Evangelio, es el pan de las ofrendas. Ofrenda de los pobres, como dijimos, fueron los 20 panes de cebada de lo que nos habla la primera lectura. Ofrenda de los pobres fueron los cinco panes de cebada y los dos peces del muchacho del evangelio.
Es la ofrenda que tenemos que saber hacer nosotros en la Eucaristía. Porque no venimos como espectadores de lo que hace Jesús, sino que El quiere contar con nosotros como contó con Felipe y Andrés, y como contó con el joven que ofreció los cinco panes de su pobreza. El quiere también implicarnos a nosotros. De ninguna manera la actitud del cristiano puede ser la actitud pasiva.
Tenemos que hacer nuestra ofrenda, poner nuestros panes de cebada si en nuestra pobreza eso es lo que tenemos. ¡Cuánto se puede hacer con poquita cosa! No olvidemos que el Señor sabe multiplicarlo. Y no es que nos contemos con poca cosa por tacañanería, porque hemos de ser generosos para poner lo que somos, lo que es nuestra vida, lo que tenemos. Es lo que hacemos en cada Eucaristía cuando llega el momento de las ofrendas. No es que simplemente de forma ritual traigamos el pan y el vino de la Eucaristía, sino que ese momento tiene que tener su hondura, su profundidad, la hondura y la profundidad que nosotros queramos darle con toda nuestra vida.
Y es que la Eucaristía nos compromete. De la ofrenda de la Eucaristía tenemos que salir con un compromiso en el compartir generoso. Por eso ritualmente es el momento es que se recoge aquello con lo que económicamente queramos contribuir para los pobres o para las necesidades de la Iglesia. Pero es mucho más que una moneda lo que tenemos que poner en ese momento de la Eucaristía. Es nuestra vida, la generosidad de nuestro corazón, nuestro compromiso de amor. Es la ofrenda de nuestro trabajo en todos los sentidos. Es la ofrenda de aquello que hacemos y vivimos dentro de la Iglesia y de la comunidad. Es la ofrenda de nuestro compromiso a nivel social o político con nuestro mundo.
No se puso Jesús a enseñar a la gente, como decíamos antes, cuando subió a la montaña, pero sus gestos, sus actitud, su generosidad, su corazón compasivo nos está invitando a muchas cosas.