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sábado, 28 de noviembre de 2009

Peregrinos vigilantes y despiertos para llegar a la patria del cielo

Dan. 7, 15-27
Sal. Dan. 3, 82-87
Lc. 21, 34-36


El camino que vamos haciendo por la vida es como una peregrinación. Recorremos un camino no exento de peligros y tentaciones, pero tenemos una meta a la que aspiramos llegar. No nos es fácil en muchas ocasiones a causa de nuestra debilidad y de los cansancios que nos producen ese caminar y esas luchas que tenemos que mantener. Pero queremos llegar a la meta y nuestra meta está en la patria del cielo. Sabemos que vamos al encuentro del Señor que viene hasta nosotros.
De esa meta, de ese camino y de la vigilancia que hemos de mantener nos está hablando de manera especial la liturgia en estos día del final del ciclo litúrgico. Pero no es para pensarlo solo en algunas ocasiones, sino que es algo que tiene que estar muy presente en el día a día de nuestra vida si queremos caminar en fidelidad al Señor.
Y es que en ese peregrinar de nuestra vida se nos pide vigilancia y atención para no perder el rumbo de nuestro camino, teniendo siempre claro cuál es nuestra meta, quién viene a nosotros y lo grande y maravilloso que es el amor que Dios nos tiene. Por eso en esa vigilancia no podemos dejarnos arrastrar por tantas cosas que nos quieren llamar la atención, tantas cosas que pueden ser tentación para nosotros que nos haga abandonar el camino.
Hay muchos lugares del evangelio donde Jesús nos habla de esa vigilancia. Una vigilancia atenta y activa. Como las doncellas que han de tener encendidas las lámparas, pero con aceite suficiente para que no se apaguen; como el amo de casa que tiene que estar vigilante porque no sabe cuando viene el ladrón; como el servidor fiel que tiene que estar atento para cuando venga su señor, abrirle apenas venga y llame.
Necesitamos vigilancia y ser fuertes frente a la tentación. ‘Tened cuidado, nos dice Jesús: no se os embote la mente con el vicio, la bebida y los agobios de la vida…’ Ahí tendríamos que poner tantas cosas que nosotros sabemos muy bien que son tentación para nuestra vida y que nos hacen daño.
Cosas que embotan nuestra mente y encierran en sí mismo de forma egoísta nuestro corazón; tantas cosas que nos ciegan y son obstáculo fuerte para poder seguir el camino libremente; cosas que nos hacen perder nuestra dignidad y grandeza y nos quitan la libertad esclavizándonos. Nos ofrecen libertad pero lo que hacen es esclavizarnos. Nos ofrecen felicidad pero nos hacen más desgraciados aunque algunas veces confundidos pensemos lo contrario.
Por eso el camino no lo hacemos solos ni son solas nuestras fuerzas. No es cosa sólo de voluntarismo por nuestra parte, sino que tenemos que saber contar y confiar en la ayuda del Señor. ‘Estad siempre despiertos, pidiendo fuerza para escapar de todo lo que está por venir, y manteneos en pie ante el Hijo del Hombre’. ¡Qué necesaria es la oración en nuestra vida! Necesitamos orar para alcanzar de Dios el don de la fe; orar para que podamos dar respuesta al amor que Dios nos tiene; orar para discernir bien el camino y seguirlo con toda fidelidad.
Que cuando venga el Señor nos encuentre así vigilantes, con las lámparas de aceite encendidas en nuestras manos, y con nuestras vestiduras de fiesta blancas y relucientes para pasar al banquete del Reino eterno de los cielos.

viernes, 27 de noviembre de 2009

Sepamos descubrir los brotes y señales del Reino de Dios

Dan. 7, 2-14
Sal. Dan. 3, 75-81
Lc. 21, 29-33


‘Cuando vean que suceden estas cosas, sabed que está cerca el Reino de Dios…’ Y les propuso una parábola: ‘Fijaos en la higuera o en cualquier árbol: cuando echan brotes, os basta verlos para saber que la primavera está cerca…’
Nos está invitando Jesús a que descubramos esos brotes, esas señales del Reino de Dios. Hoy nos ha dado señales del Reino de Dios que se realiza en plenitud en la venida del Hijo del Hombre al final de los tiempos. Pero mientras estamos de camino hemos de saber descubrir las señales del Reino de Dios que está cerca de nosotros, se realiza en nosotros; pero también hemos de saber descubrir las semillas de ese Reino, aunque no lo vivan plena y conscientemente, que podemos encontrar en las personas que están cercanas a nosotros o en este mundo en el que estamos inmersos.
Muchas veces tenemos la tendencia a lo negativo; me explico, a sólo ver sombras en nosotros, en las otras personas, o en la sociedad. Nos parece que todo está mal, que todo es negro, negativo. Tenemos la tendencia de encandilarnos con lo negativo y nos cuesta ver la luz. Necesitamos ojos llenos de luz y de color para saber apreciar tantas cosas buenas que brillan en los demás, que brillan a nuestro alrededor.
Recogiendo el sentir del evangelio, de que no podemos estar siempre fijándonos en la paja del ojo ajeno, mientras en el nuestro quizá hay una viga, me atrevo a decir que vayamos por el mundo con ojos de luz para ver siempre y primero las cosas buenas de los demás, tantas cosas que buenas que hay también en nuestro mundo.
Creo que siempre, con buena voluntad, podemos apreciar muchas cosas buenas de los otros, y lo mismo podemos decir del mundo en el que vivimos donde hay muchas ansias de paz y de justicia, donde podemos contemplar a muchos que de forma altruista, sin tener quizá una motivación religiosa, específicamente cristiana, trascendente, hacen muchas cosas buenas por los demás, se agrupan en muchas organizaciones - de esas que llamamos no gubernamentales – para trabajar por los demás, por la sociedad, por resolver problemas del tercer mundo, etc…
Creo que todos conocemos a mucha gente que es capaz incluso de sacrificarse por los demás, que tienen un corazón generoso, que se apuntan voluntarios para muchos servicios a favor de los otros, que se comprometen con los vecinos para sacar cosas adelante en beneficio de su pueblo, de su barrio, de la comunidad.
San Pablo nos enseñaba a saber tomar en cuenta todo lo bueno, lo noble, lo justo, lo verdadero y laudable para que al final todo pudiera ser para la gloria de Dios. Creo que son semillas de valores del Reino que ahí se hace presente, donde quizá nosotros los cristianos podríamos también comprometernos, implicarnos y ayudar a que todo eso tenga, digámoslo así, motivaciones del Reino de Dios, porque al final Dios esté en el centro de todo eso bueno.
Y Dios puede llegar a nosotros en esas cosas buenas que vemos en los demás. Pueden ser huellas y señales de su presencia que tenemos que saber descubrir, porque Dios actúa en todo lo bueno. Dios ahí quiere hacerse presente para nosotros y para nuestro mundo. Justo es que nosotros lo valoremos y eso veamos que el Señor está cerca, que el Reino de Dios está comenzando a hacerse presente en nuestro mundo. Que lleguemos al final a reconocer ese Señorío de Dios, de Cristo sobre todas las cosas para que sea Reino de Dios en plenitud.

jueves, 26 de noviembre de 2009

Viene el Señor con gran poder y gloria, se acerca vuestra liberación

Dan. 6, 11-27
Sal. Dan. 3, 68-74
Lc. 21, 20-28


‘Entonces verán al Hijo del Hombre venir en una nube, con gran poder y gloria’, nos ha dicho Jesús hablándonos de su venida al final de los tiempos.
Cuando pensamos en esa venida del Señor, en ese final de los tiempos, en ese encuentro pleno y definitivo con el Señor como en nuestra propia muerte son distintas las formas de reaccionar que tenemos. Podríamos pensar, por supuesto, en aquellos que no tienen fe y que entonces todo esto no les dice nada y viven la vida sin ningún sentido de trascendencia, lo cual nos resulta preocupante y tendría que ser motivo de oración por nuestra parte para pedir que el Señor les ilumine con el don de la fe.
Pero, sin dejar de pensar en esto, quiero referirme más bien a los que nos decimos que tenemos fe y sí creemos en las palabras de Jesús, pero que sin embargo para muchos son un motivo de angustia y de temor. Temen la muerte, temen ese encuentro con el Señor y y temen ese juicio de Dios. Hay una cosa que es el temor del Señor, que es también un don del Espíritu, pero el temor del que ahora hablamos es más bien un miedo que llena de angustia.
De alguna manera nos lo expresan las palabras del evangelio. ‘Habrá signos en el sol y la luna y las estrellas, y en la tierra angustia de las gentes, enloquecidas… los hombres se quedarán sin aliento por el miedo y la ansiedad…’
Para un creyente que ha experimentado el amor de Dios en su vida, ¿esa sería lo que podríamos llamar la postura normal? Pienso que quien ha descubierto y ha tratado de vivir en su vida ese amor infinito de Dios que tanto nos ama, que nos da a su Hijo, que nos perdona y que nos llena de su vida haciéndonos hijos, aunque sintamos el peso de nuestros pecados e infidelidades sin embargo tendríamos que tener una como confianza en la misericordia del Señor.
Creo que es lo que Jesús quiere realmente trasmitirnos. ‘Cuando empiece a suceder esto, levantaos, alzad la cabeza; se acerca vuestra liberación’. Sentimos, es cierto el peso de nuestros pecados y tantas infidelidades de nuestra vida, pero hemos de saber alzar nuestra cabeza porque viene a nosotros el Señor que nos salva y nos libera. ‘Se acerca vuestra liberación’, nos dice Jesús.
Sabiendo lo que será el final, creo que todo esto tendría que movernos a que en verdad le vayamos dando un sentido a nuestra vida. Es la preparación y la atención de la que nos habla continuamente el Señor. Es el saber tener encendidas las lámparas en nuestras manos como aquellas doncellas prudentes de las que nos habla Jesús en sus parábolas. Es cuidar de mantener blanca y pura aquella túnica que vestimos en nuestro bautismo como signo de nuestra dignidad de cristianos. Es el lavarnos y purificarnos cuantas veces sea necesario en la sangre del Cordero, como aquellas muchedumbres de las que nos habla el Apocalipsis, porque hayamos sabido acudir a los sacramentos que nos purifican y que nos dan vida.
La confianza en la misericordia del Señor no nos lleva a la presunción, sino a la vigilancia y al estar atentos para acoger al Señor que llega a nuestra vida y nos llena de su salvación. Viene el Señor con gran poder y gloria. Que en verdad deseemos y hagamos todo lo posible por escuchar su voz que nos invita a pasar al Reino eterno preparado por el Padre desde todos los siglos.

miércoles, 25 de noviembre de 2009

El resplandor de la fe, el coraje de la esperanza y el brillo del amor

Dan. 5, 1-6.13-14.16-17.23-28
Sal.:Dan. 3, 62-67
Lc. 21, 12-19


Hemos venido leyendo y lo haremos durante toda esta última semana del año litúrgico el capítulo 21 del evangelio de san Lucas. Un lenguaje apocalíptico, podríamos decir, el que encontramos en él.
Partiendo ayer de las ponderaciones que hacían algunos de ‘la belleza del templo, por la calidad de la piedra y los exvotos’ – una hermosa construcción adornada bellamente con las riquezas de los regalos que se hacían al templo como ofrendas o cumplimiento de votos y promesas – Jesús anuncia su destrucción; ‘llegará el día que no quede piedra sobre piedra, todo será destruido’.
Habla de tiempos futuros, con calamidades o desastres naturales, o con tiempos de miserias, de hambre y de guerras, pero terminará hablando de los últimos tiempos con imágenes realmente espectaculares como suele suceder en este lenguaje, y como mañana escucharemos.
Hoy nos ha hablado de los tiempos difíciles donde los que crean en su nombre sufrirán persecuciones y el martirio. ‘Os echarán mano, os perseguirán, entregándoos a los tribunales y a la cárcel, y os harán comparecer ante reyes y gobernadores por causa de mi nombre… todos os odiarán por causa de mi nombre’, terminará diciendo.
Tendríamos que recordar aquí la última de las bienaventuranzas. ‘Dichosos seréis cuando os injurien y os persigan y digan contra vosotros toda clase de calumnias por causa mía. Alegraos y regocijaros, porque será grande vuestra recompensa en los cielos…’
Igual que el Apocalipsis es un libro para suscitar la fortaleza y la esperanza en aquellos cristianos de los primeros tiempos, finales del siglo primero de nuestra era, que sufren persecuciones, anunciando la seguridad y la certeza de la victoria final y la plenitud del Reino de Dios, en estos anuncios que hoy escuchamos en el evangelio, que decíamos con lenguaje apocalíptico, se quiere confortar a los cristianos, porque Cristo les anuncia la presencia y la fortaleza de su Espíritu para afrontar esos tiempos y momentos difíciles.
‘Yo os daré palabras y sabiduría a las que no podrá hacer frente ni contradecir ningún adversario vuestro’. Una invitación a la fortaleza, a la esperanza y a la perseverancia en la confesión de la fe. ‘Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas’, termina diciéndoles Jesús.
Es el testimonio que vemos reflejado en los mártires de todos los tiempos que llegarán a derramar su sangre, a dar su vida por su fe, por Cristo, por el evangelio. Pero aunque no sea de una manera cruenta también hemos de contemplar a esa multitud innumerable de confesores, de testigos que en todo tiempo y en todo lugar han dado testimonio, han sabido proclamar la fe, han sabido ser testigos con su palabra y con su vida del nombre de Cristo.
También nosotros tenemos que ser confesores y testigos. No nos pedirá el Señor actos extraordinario de heroísmo hasta llegar a un martirio cruento, pero sí con el comportamiento de nuestra vida, día a día, en medio de nuestras debilidades, incluso con nuestras caídas y pecados, en los problemas que se nos presentan de la vida de cada día, en nuestros achaques, enfermedades o nuestra propia ancianidad. Esas distintas situaciones de nuestra vida como cristianos seguidores de Jesús han de tener una forma peculiar de afrontarlas.
Es ahí donde tenemos que hacer brillar nuestro nombre de cristianos, para iluminados por la fe, fortalecidos en el Espíritu, lo vivamos siempre según los valores del evangelio. Resplandecerá nuestra fe, el coraje de nuestra vida de esperanza, la paciencia en el sufrimiento, el ofrecimiento de nuestra vida con sus dolores y sus alegrías, y el especial brillo de nuestro amor.

martes, 24 de noviembre de 2009

Suscitaré un reino que no será destruido, que durará para siempre

Dan. 2, 31-45
Sal.: Dan. 3, 57-61
Lc. 21, 5-11


La Palabra de Dios que se manifiesta a través de los profetas no sólo fue una palabra de vida y de esperanza para aquellos para quienes fue directamente pronunciada, sino que sigue siendo una palabra que de parte de Dios llega a nosotros – decimos Palabra de Dios, cuando la proclamamos – para llenarnos de vida, para suscitar esperanza, para despertarnos a la fe y al amor, para invitarnos a la conversión y que llega a nosotros en nuestras circunstancias concretas, en el momento concreto que vivimos.
Por eso hemos de escucharla siempre atentamente y dejar que el Espíritu divino nos ilumine para saber descubrir y discernir bien esa palabra del Señor. Ahí tenemos que poner nuestra vida, el momento que vivimos para que en verdad nos dejemos iluminar, nos dejemos querer por el Señor.
Hemos escuchado al profeta Daniel en la interpretación que hace del sueño al rey Nacubodonosor. Le hace una descripción del sueño y le da su interpretación. Esos distintos reinos que se suceden después del esplendor del reinado del rey de Babilonia pueden hacer verdadera referencia a los distintos momentos históricos que se suceden a partir de entonces.
Pero el profeta nos está haciendo también un anuncio mesiánico, pues nos dirá que ‘durante ese reinado, el Dios del cielo suscitará un reino que no será destruido… y durará para siempre’. Nos resuenan los ecos de las palabras del ángel a María que le anuncia que el hijo que va a nacer de sus entrañas ‘será grande, se llamará Hijo del Altísimo, y el Señor Dios le dará el trono de David su padre y reinará en la casa de Jacob por los siglos, y su reino no tendrá fin’. Todavía tenemos bien reciente la fiesta del domingo, la fiesta de Cristo Rey del universo.
Podemos sentir en las palabras que hoy hemos escuchado resonar las palabras del Génesis. Dios crea al hombre y lo hace grande – ‘hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza’ – y pone en sus manos toda la obra de la creación para que la domine y la trabaje, convirtiendo al hombre en rey de la creación. ‘Creced y multiplicaos, llenad la tierra y sometedla: dominad sobre los peces del mar, las aves del cielo y todos los animales que se mueven sobre la tierra…’ Palabras semejantes a las que le dice Daniel a Nabucodonosor ‘a quien el Dios del cielo ha entregado el reino y el poder, y el dominio y la gloria, a quien ha dado poder sobre los hombres… las bestias de la tierra y las aves del cielo…’
Dios nos ha hecho grandes, pero ¿qué ha hecho el hombre de su vida, de esa maravilla que Dios ha creado? El pecado nos ha degradado y destruido, nos ha llenado de oprobio y de muerte. Pero Dios nos ha enviado un Salvador, Cristo Jesús, que establecerá el Reinado de Dios, el reino que no tendrá fin, y al que n os invita a nosotros a que entremos a formar parte. El mal será destruido, la muerte vencida; para nosotros hay esperanza y hay vida, porque hay salvación.
En el fondo este texto es una invitación a la vida, a la salvación, a la conversión al Señor. ¿No tendremos que darle gracias? ‘Criaturas todas del Señor, bendecid al Señor, ensalzadlo con himnos por los siglos’.

lunes, 23 de noviembre de 2009

En medio del mundo sin contaminarnos del mundo y generosidad de corazón

Dan. 1, 1-6.8-20
Sal.: Dan.3, 52-56
Lc. 21, 1-4


Dos breves comentarios a los textos hoy proclamados. Hoy hemos escuchado en la primera lectura al profeta Daniel, uno de los cuatro profetas mayores. Lo seguiremos escuchando durante toda esta última semana del año litúrgico. Aunque la acción de la profecía se sitúa, como hoy mismo se nos narra, en la época del destierro de Babilonia, la aparición de los textos proféticos son propiamente más tarde en los momentos difíciles de la época de los Macabeos que escuchamos la pasada semana.
Es un grito de esperanza para un pueblo que se ve oprimido o con muchas dificultades para vivir su fidelidad a la Alianza y al Señor al mismo tiempo que quiere ser iluminación, como lo es siempre el texto de las profecías, a la situación que viven para mantener esa fidelidad desde la confianza del Señor que está y actúa en medio de su pueblo, aunque sean muchas las dificultades y problemas. Bien nos viene a nosotros también.
Este capítulo primero nos presenta el marco histórico en que se desarrolló la acción del profeta Daniel. Nos presenta la elección de Daniel y los otros tres jóvenes, que veremos repetidas veces en la profecía, para servir al rey Nabucodonosor que los había llevado cautivos a Babilonia.
En el texto hoy escuchado podemos decir que hay un mensaje latente. En ese hecho de negarse a comer de los manjares del que les ofrecen y sin embargo van a servir en el mismo palacio, nos está enseñando cómo podemos y tenemos que vivir en medio del mundo sin contaminarnos con las cosas del mundo. Tenemos que ser sal que dé sabor a nuestro mundo y en medio de él tenemos que estar, pero sin perder nuestro sabor, sin perder nuestro sentido, porque es el sentido y la luz del Evangelio el que tenemos que llevar. Y es que nos fiamos del Señor, en El ponemos toda nuestra confianza y El estará siempre de nuestro lado.
Y una segunda palabra en torno al mensaje del evangelio. No hace muchos días hemos meditado sobre este mismo hecho en la narración que nos hace san Marcos. Ayer celebramos la fiesta de Cristo Rey. En nuestra reflexión hablábamos de un estilo nuevo del que tenemos que impregnar nuestra vida para ser pobres y desprendidos como señal de nuestra pertenencia al Reino de Dios. Aquí tenemos un hermoso ejemplo en esta pobre viuda que no da de lo que le sobre sino que ‘ella que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir’.
Nos recuerda la primera de las bienaventuranzas, ‘dichosos los pobres porque de ellos es el Reino de los cielos’. Nos recuerda el mandamiento del amor que Jesús nos dejó como distintivo. Porque amar es tener un corazón generoso; es la disponibilidad de nuestro corazón; es el vaciarse de uno mismo, de las reservas que siempre nosotros hacemos para nosotros mismos, para darnos totalmente a los demás. Esta viuda de la que nos habla el evangelio no se hizo reservas para si, sino que lo dio todo, sin pensar en sí misma, porque así era la generosidad de su corazón.
¿Cómo se puede tener una generosidad así? Cuando ponemos toda nuestra confianza en el Señor, en su providencia amorosa que siempre nos cuida. Que el Señor nos dé esa generosidad del corazón. Nuestro será el Reino de Dios. Es la señal de que vivimos en verdad el Reino de Dios. En El tenemos la eterna recompensa, porque Dios siempre nos ganará en generosidad.

domingo, 22 de noviembre de 2009

Jesucristo es Rey ¿cómo hemos de vivir su realeza?



SOLEMNIDAD DE JESUCRISTO REY DEL UNIVERSO

Daniel 7, 13-14;
Salmo 92;
Ap. 1, 5-8;
Juan 18, 33-37




Cuando llegamos al final del año litúrgico la Iglesia nos invita a celebrar hoy esta solemnidad de Cristo Rey. Es como una recopilación de todo el misterio de Cristo que hemos venido celebrando a través de todo el año litúrgico. La Iglesia nos invita a una contemplación global del misterio del Señor Jesucristo, Hijo de Dios y Salvador nuestro: Jesucristo, rey del universo.
Cuando proclamamos a Jesucristo rey no podemos menos que recordar muchas cosas del evangelio. Anunciaba y constituía el Reino de Dios, pero no se dejaba llamar rey por las gentes que muchas veces entusiasmadas con sus palabras y con sus milagros así querían proclamarlo; recordamos,, por ejemplo, cuando allá en el desierto después de la multiplicación milagrosa de los panes y de los peces querían hacerlo rey El escapó a solas a la montaña.
Y cuando a los discípulos más cercanos les entraban los deseos de grandezas y de ocupar primeros puestos en su reino, les decía que la grandeza no estaba por ese camino. Y se ponía a sí mismo como ejemplo porque el Hijo del hombre no ha venido a que le sirvan sino a servir.
De querer hacerse rey lo acusarán ante Pilatos cuando en él nunca se habían manifestado esas pretensiones, pero será precisamente en ese momento, cuando está maniatado ante Pilatos, humillado, insultado y ultrajado cuando reconozca que es Rey. ‘¿Eres tú el Rey de los judíos?’ será la pregunta de Pilatos. Y es clara su respuesta: ‘Mi reino no es de este mundo… tú lo dices: soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido a este mundo; para ser testigo de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz’.
Nos podría parecer que no era el momento adecuado para hacer esa proclamación pero hemos de reconocer que es la congruencia lógica de las palabras y toda la vida de Jesús. Si había dicho que para ser grande, el primero había que ser el último y el servidor de todos, ahora estaba como el último en el servicio y la entrega suprema de su vida de quien había venido a servir, a amar, a darse y a entregarse para ser rescate para todos.
¡Qué hermosa proclamación de la realeza de Cristo! La más auténtica y la más verdadera. La que se puede hacer desde el amor y desde la entrega sin límites como sólo Jesús sabe y puede hacer. Ahora sí que se estaba manifestando en su más honda realidad el Reino de Dios que Cristo había anunciado y estaba constituyendo al dar su vida por nosotros.
¿Qué es lo que El nos había anunciado del Reino de Dios? ¿Cómo nos lo había descrito? ¿dónde estaba la verdadera grandeza en ese Reino de Dios? Tendríamos que recorrer de nuevo las páginas del evangelio, ver su vida, escuchar de nuevo sus parábolas o recordar aquellas palabras hermosas y profundas de las bienaventuranzas allá en el sermón del monte. Es realmente el recorrido que hemos venido haciendo a través de todo el año litúrgico.
En sus parábolas para explicarnos cómo es el Reino de Dios nos habla de una pequeña semilla sembrada en buena tierra y bien cuidada o de un puñado de levadura para hacer fermentar la masa; para darnos sus características nos habla del valor de las cosas pequeñas como la pequeña semilla de la mostaza o de la actitud de acogida y de fiesta de un banquete al que todos estamos invitados; nos habla también de una actitud nueva en el corazón que se abre para siempre perdonar o de la responsabilidad y el cuidado que hemos de tener de aquellos talentos que ha depositado en nuestras manos y tenemos que hacer fructificar.
Para vivir ese Reino de Dios nos habla de un estilo nuevo del que tenemos que impregnar nuestra vida para ser pobres y desprendidos, para tener un corazón limpio y siempre lleno de misericordia para acoger a todos y estar dispuestos a perdonar siempre; nos habla de ese hambre y deseo de bien, de amor, de verdad y de justicia para buscar siempre lo bueno para el hombre y que le haga mantener intacta su dignidad; o nos habla de la capacidad de darnos, de luchar por lo bueno, de amar sin límites aunque no seamos comprendidos ni aceptados. Porque como nos decía hoy ‘mi reino no es de este mundo’ y quienes no entiendan las palabras de Jesús tampoco nos van a entender a nosotros. Y nosotros queremos vivir su Reino, ser de la verdad, de su verdad, para escucharle y para seguirle con todas las consecuencias. Así, nos decía, si vamos viviendo todo esto perteneceremos al Reino de Dios, veremos a Dios y alcanzaremos la más plena recompensa que es la felicidad de Dios.
Por eso cuando hoy queremos proclamar a Jesucristo, Rey del universo, y nuestro único Rey Señor, no lo haremos poniendo coronas de oro en su cabeza ni cubriéndolo con ricos mantos de bellos bordados ni oropeles.
A El tenemos que verle como Rey en el momento supremo de su entrega clavado en la cruz del sufrimiento para poderle contemplar resucitado y glorificado…
¿Cuándo lo estaremos proclamando en verdad como Rey? ¿Cuándo lo contemplaremos así glorificado?
  • cada vez que nosotros trabajemos por la dignidad de toda persona, la respetemos y valoremos,
  • cada vez que nos esforcemos por buscar la paz y la justicia para nuestro mundo,
  • cada vez que vayamos poniendo nuestro granito de arena, como pequeñitas semillitas, para lograr esa civilización del amor que envuelva de verdad las relaciones de todos los hombres y nuestro mundo,
  • cada vez que vayamos llenando nuestras entrañas y nuestro corazón de amor y de misericordia,
  • cada vez que sepamos aceptar a todo hombre o mujer como un hermano o hermana a quien tenemos que amar,
  • cada vez que vayamos tendiendo la mano al que sufre a nuestro lado haciendo nuestro su sufrimiento y ofreciéndole el consuelo de nuestro cariño, nuestra sonrisa o nuestra comprensión,
  • cada vez finalmente que vayamos poniendo de verdad a Dios como centro de nuestra vida, porque es nuestro Padre que nos ama y nuestro único Dios y Señor.

Así proclamaremos en verdad que Jesucristo es Rey, Rey del Universo y único Rey y Señor de nuestra vida. ‘Aquel que nos ama, nos decía el Apocalipsis, nos ha librado de nuestros pecados por su sangre, nos ha convertido en un reino y hecho sacerdotes de Dios, su Padre’. Es lo que hoy queremos celebrar. Es con lo que hoy nos queremos comprometer. Es lo que queremos que sea en verdad nuestra vida de seguidores de Jesús.