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sábado, 7 de mayo de 2011

El sosiego y la paz de la voz del Señor en el corazón


Hechos, 6, 1-7;

Sal. 32;

Jn. 6, 16-21

Qué sensación de sosiego y de paz sentimos cuando en medio de un peligro, de un momento difícil o de oscuridad sentimos la voz amiga que nos dice ‘soy yo’. Una mano amiga que aprieta nuestro hombro, que se tiende amistosa a la que podemos agarrarnos con seguridad nos hace sentirnos fuertes, con paz, con tranquilidad y desaparecen miedos y preocupaciones. Necesitamos esa voz o esa mano amiga muchas veces en la vida, y todos tenemos experiencias en ese sentido. Como el niño que se siente seguro cuando se coge de la mano de su padre.

Algo así pudieron sentir los discípulos en aquella noche oscura en que iban atravesando el lago, Jesús no estaba con ellos, y tenían sus dificultades para avanzar porque ‘soplaba un viento fuerte y el lago se iba encrespando’. En la tarde anterior habían sucedido cosas hermosas, pero Jesús les habían mandado embarcarse para dirigirse a Cafarnaún y habían partido porque ‘Jesús no los había alcanzado’. Dice el evangelista, y es bien significativo, que ‘era noche cerrada’.

Ahora habían visto venir algo o alguien que caminaba sobre el agua ‘y se asustaron’. Como comentan los otros evangelistas pensaban que era un fantasma. Pero allí estaba la voz de Jesús. ‘Soy yo, no temáis’. Se sentían seguros. Allí estaba Jesús. Juan es muy escueto en este relato. San Mateo y san Marcos entran en más detalles.

¿Sería o no sería Jesús? Pedro se atreve a pedir pruebas. Quiere ir también andando sobre el agua hasta Jesús. Nos sucede a veces a nosotros también. Escuchamos esa voz amiga, sentimos esa mano amistosa y aún dudamos si será cierto, si nos podemos sentir seguros.

Y no es sólo en lo material o humano de nuestras relaciones personales sino en otros aspectos más profundos de la vida en que aunque decimos que tenemos fe parece que nos entra la desconfianza. ¿Me ayudará o no me ayudará el Señor? Pedimos al Señor en nuestra necesidad o en nuestros problemas ¿El Señor me escuchará?, pensamos tantas veces y parece que la oración no está hecha con tanta confianza.

Tendríamos que quizá recordar lo que Jesús nos dice tantas veces en el evangelio de la confianza con que hemos de orar al Señor. ‘Si pedís algo en mi nombre se os concederá’, le hemos escuchado decir. Y en el nombre del Señor queremos hacer nuestra oración.

En ese mismo lago un día Jesús le había dicho a Pedro que echara las redes. Pedro en principio desconfiaba porque había estado toda la noche bregando y no había cogido nada. Pero se fió del Señor. ‘En tu nombre echaré las redes’, y la pesca había sido tan grande que se rompían las redes y hubo necesidad de llamar a los compañeros de la otra barca.

Sepamos escuchar la voz del Señor que nos dice ‘soy yo’, y tengamos confianza. Muchas negruras podemos tener en la vida con los problemas que tenemos, con nuestras limitaciones y dolores, con lo difícil que se nos hace a veces la convivencia con los demás, con los contratiempos que surjen, pero tengamos la confianza y la seguridad de que el Señor no nos deja solos. El está a nuestro lado, nos da la fuerza y la gracia que necesitamos. Abramos los ojos de la fe para verle, descubrirle, sentirle. Con todo su amor y ternura, con toda la fuerza de su gracia que nos hace sentirnos en sosiego y paz.

‘No temáis…’ Con el Señor no cabe el temor. Con El todo es seguridad y paz por borrascosos que sean los mares de la vida. Pero nos sucede muchas veces que nuestros ojos se nos nublan, los problemas o los sufrimientos nos envuelven y enredan de tal manera que ya no somos capaces de oír su voz. No perdamos nunca la paz que el Señor quiere poner en nuestro corazón y podemos escucharle, y verle, agarrarnos de su mano para seguir a su paso el camino que nos señala.

viernes, 6 de mayo de 2011

Un gran signo para nosotros y para que el mundo crea

Un gran signo para nosotros y para que el mundo crea

Hechos, 5, 34-42; Sal. 26; Jn. 6, 1-15

Todos hemos escuchado más de una vez aquello de que ‘vale más una imagen que mil palabras’. Escuchando el evangelio hoy proclamado contemplamos una imagen significativa, un gran signo que realiza Jesús que nos quiere manifestar muchas cosas para despertar nuestra fe en El y para vivir en el estilo nuevo del Reino de Dios que El nos anuncia.

Es un texto en el que realmente no se nos dice directamente que Jesús se haya puesto a enseñar, sino que al contemplar la mucha gente que se había reunido ‘porque habían visto los signos que hacía con los enfermos’ y sintiendo lástima de ellos porque como dirá otro lugar del evangelio estaban exhaustos y como ovejas sin pastor se dispone a realizar el gran signo de la multiplicación de los panes y los peces. Fijémonos como el evangelista Juan para hablarnos de los milagros de Jesús siempre emplea la palabra ‘signo’.

Pero Jesús que nos trae la salvación quiere contar con el hombre, quiere contar con nosotros. El es el único salvador que va a dar su vida por nosotros derramando su sangre para el perdón de los pecados. Nos ofrece la salvación, pero el hombre ha de responder y colaborar. Ahora le dice a Felipe ‘¿con qué compraremos panes para que coman éstos?’. Y nos dice el evangelista que ‘lo decía para tantearlo pues bien sabía lo que iba a hacer’. Pero aparecerá también otro que ofrece colaboración. Lo que Jesús quiere. ‘Aquí hay un muchacho que tiene cinco panes y dos peces; pero, ¿qué es esto para tantos?’ Pedirá luego la colaboración de los discípulos para repartir los panes y los peces entre todos, como para recoger lo que haya sobrado. Jesús quiere siempre contar con nosotros.

No importa que seamos capaces de grandes cosas o lo que hagamos sea algo pequeño y humilde. No importa en este caso la cantidad de panes y peces que pudiera haber para dar de comer a tantos. Pero ahí está la disponibilidad, la generosidad de quien comparte lo que tiene aunque sea poco; el poner a disposición, al servicio, los valores, aunque nos parezcan pequeños, que cada una tiene. Dios valora siempre lo pequeño por muy humilde que parezca. Porque el que sabe ser fiel en lo pequeño será capaz de ser fiel también en lo mucho o lo importante. Nos lo dirá Jesús en el evangelio muchas veces con parábolas y con ejemplos.

Este signo que realiza Jesús tiene también resonancias eucarísticas. No sólo va a dar pie para que al día siguiente en Cafarnaún comience a hablar del pan de vida y de que su Cuerpo es verdadera comida y su Sangre verdadera bebida, sino que hasta en los mismos gestos que Jesús realiza nos rememora lo que va a hacer en la última cena y que repetimos nosotros cada vez que celebramos la Eucaristía. ‘Jesús tomó los panes, dijo la acción de gracias y lo repartió a todos…’

La gente supo leer el signo que Jesús estaba realizando reconociendo la grandeza y el poder de Jesús. ‘La gente, entonces, al ver el signo que había hecho, decía: Este sí que es el Profeta que tenía que venir al mundo’, que era en cierto modo una forma de reconocer en El al Mesías de Dios. Quieren hacerlo Rey, pero Jesús se retiró a la montaña él solo. Como tantas veces aparece en el evangelio de Juan, ‘no había llegado su hora’.

Nos está hablando Jesús también a nosotros a través de este signo, de todos los gestos y detalles que se van sucediendo en este hecho del evangelio. Tienen que provocar en nosotros ese reconociento de quién es en verdad Jesús para nosotros. Hemos de saber ver y leer todas esas señales que Jesús nos va dando. Jesús nos ofrece su vida y su salvación y los sacramentos son las grandes signos sagrados de su presencia y de su gracia. Pero Jesús nos va pidiendo una respuesta, una colaboración por nuestra parte. No podemos vivir una fe pasiva; no podemos tener una actitud pasiva en la vida.

Hemos de saber ir dando respuesta a esas señales que Dios pone junto a nosotros. Hemos de saber poner los cinco panes y dos peces de nuestros valores, de lo que somos o podemos hacer. Hemos de sentir como los discípulos el interrogante y la inquietud dentro de nuestro corazón viendo a esa multitud a quien también hay que alimentar con algo más que pan que sacie nuestra hambre material. ‘No sólo de pan vive el hombre…’ hemos repetido en la aclamación del aleluya al Evangelio. Iremos, tenemos que ir, a repartir ese pan pan material de muchas maneras a tantos que pasan necesidad a nuestro lado, pero hemos de saber llevar el otro pan que sólo desde Jesús podemos encontrar y que desde Jesús tenemos que repartir.

Qué gran signo para nosotros es la multiplicación de los panes y los peces que escuchamos en el evangelio con todos los gestos y detalles que suceden a su alrededor.

jueves, 5 de mayo de 2011

El que cree en el Hijo posee la vida eterna


Hechos, 5, 27-33;

Sal. 33;

Jn. 3, 31-36

‘El que cree en el Hijo posee la vida eterna; el que no crea al Hijo, no verá la vida…’ Viene a ser la conclusión del largo encuentro de Jesús con Nicodemo, el que había ido de noche a ver a Jesús. Le habló de nacer de nuevo para ver el Reino de Dios; le habló del amor inmenso del Padre que nos envía a su Hijo para que tengamos vida eterna, como ayer reflexionábamos. Hoy nos dice que quien no cree en el Hijo no verá la vida; para poseer la vida eterna es necesario creer en Jesús.

Tendríamos que decir que todo lo que nos narran los evangelios es para despertar nuestra fe en Jesús como nuestro Señor y nuestro Salvador. Es la Buena Noticia de la Salvación, y esa Buena Noticia no son cosas ni meramente hechos sino una persona, Cristo Jesús. Claro que en Jesús veremos hasta donde llega el amor de Dios, contemplaremos su vida, lo que hace y lo que nos enseña; y todo para provocar la fe en nosotros, para que crezca esa fe y creyendo alcancemos la vida eterna.

Estamos leyendo el evangelio de Juan. Cuando lleguemos al final, realmente lo escuchamos en estos días pasados, en concreto el domingo, cuando se nos narraban las apariciones de Jesús resucitado, pues bien, al final del evangelio se nos dirá: ‘Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de los discípulos: éstos se han escrito para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre’.

Vida y vida eterna por el nombre de Jesús; vida y vida eterna si creemos en El. Por la fe le aceptamos no simplemente como una idea, o un personaje por muy importante que nos parezca; por la fe aceptamos a Jesús, el Mesías, el Hijo de Dios, el Salvador del mundo. Y si ha venido a salvarnos es para arrancarnos de la muerte, para darnos vida, y no una vida cualquiera sino vida eterna. Una fe y una vida que tiene que transparentarse en nuestra propia vida. Nos impregnamos de la fe, de la vida de Dios, no como algo añadido externamente, sino como algo que sentiremos en lo más hondo de nosotros mismos. Algo de lo vamos a dar testimonio con nuestras obras, nuestras palabras, con toda nuestra vida. Aunque nos sea difícil y nos cueste.

El testimonio que nos ofrecen los Hechos de los Apóstoles, y en concreto en esta lectura hoy proclamada, es hermoso. Los Apóstoles están incluso en la cárcel por hablar del nombre de Jesús; les prohíben hablar, los acosan y persiguen; ahora los traen de nuevo ante el tribunal del Sanedrín, porque el ángel del Señor los había liberado de la cárcel y estaban de nuevo predicando en el templo.

‘Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres’, replican cuando les dicen que les habían prohibido formalmente enseñar en nombre de Jesús. ‘El Dios de nuestros padres resucitó a Jesús… la diestra de Dios lo exaltó haciéndole jefe y salvador, para otorgarle a Israel la conversión con el perdón de los pecados. Testigos de esto somos nosotros y el Espíritu Santo que Dios da a los que le obedecen’.

Hermoso ejemplo y testimonio. Que el Espíritu del Señor esté también con nosotros para que nos dé esa valentía. Que el Espíritu del Señor inunde nuestra vida para que creyendo en Jesús nos llenemos de vida eterna.

Cómo tenemos que cuidar nuestra fe. Es el don más precioso que Dios nos ha dado. Algo sobrenatural que nos trasciende y nos un sentido nuevo a nuestra vida. Mucho tenemos que meditar sobre nuestra fe para que lleguemos a ahondar en todo el misterio de Dios; mucho tenemos que meditar para purificarla y hacerla más auténtica; mucho tenemos que meditar en todo esto para que cada día podamos conocer más y más a Jesús y así crezca también más y más nuestra fe.

Le pedimos a Dios ese don de la fe. Le damos gracias al Señor por esa fe, que un día recibimos de nuestros padres, que se ha alimentado en la vida de la Iglesia y en ella, en comunión plena con la Iglesia, queremos vivirla.

miércoles, 4 de mayo de 2011

Para que el mundo se salve por El

Para que el mundo se salve por El

Hechos, 5, 17-26; Sal. Sal. 33; Jn. 3, 16-21

Es cierto que en ocasiones nos vemos abrumados por el peso de nuestros pecados cuando somos conscientes de que hemos hecho mal; hemos de sentir, es verdad, arrepentimiento, y como decimos en la preparación para el sacramento dolor de corazón, ese arrepentimiento que nos hace dolernos por nuestro pecado ante lo que es el amor de Dios.

Pero el sentirnos abrumados nunca nos puede llevar a la desesperanza y al abatimiento, porque, como hemos escuchado tantas veces en el evangelio ‘Dios no quiere la muerte del pecador sino que se convierta y viva’, o como nos dice hoy ‘Dios no envió a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por El’.

La fe que tenemos en el Señor y lo que El ha querido revelarnos de su corazón a pesar de nuestro pecado nos hace sentirnos en esperanza porque grande es el amor que el Señor nos tiene que siempre está dispuesto a ofrecernos su perdón. Para eso nos ha enviado a Jesús. Mucho lo hemos oído y reflexionado y no importa que lo repitamos muchas veces para que se mueva nuestro corazón a la conversión y al amor. Y Jesús viene como nuestra salvación. Jesús viene para darnos vida, para llenarnos de la luz de Dios.

‘Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en El, sino que tengan vida eterna’. Si tal es el amor que Dios nos tiene, no podrá querer nunca la condenación si arrepentidos volvemos a El.

Pero qué débiles somos y con cuánta facilidad nos confundimos y olvidamos el verdadero camino del amor del Señor. Dios nos ofrece la luz y nosotros preferimos las tinieblas. Dios quiere que andemos en la luz, en las obras de la luz, pero preferimos las obras del mal. Como nos dice hoy el evangelio ‘ésta es la causa de la condenación: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas’. Somos nosotros los que nos buscamos la condenación cuando nos llenamos de tinieblas y de pecado. El Señor quiere siempre ofrecernos su luz y su salvación. Como hemos repetido muchas veces ‘el Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré?’ Por eso siempre queremos bendecir y alabar al Señor: ‘Bendigo al Señor en todo momento, su alabanza está siempre en mi boca… proclamad conmigo la grandeza del Señor’.

Parecería que padecemos de daltonismo, que es una afección de la visión que nos hace confundir los colores, sobre todo entre el rojo y el verde. Padecemos un daltonismo espiritual, casi podríamos decir, porque nos confundimos de tal manera que nos puedan parecer luminosas y buenas las obras del mal. Nos ciega la tentación, nos ciega el pecado. Creo que somos conscientes todos de cuántas veces nos sucede cosas así. Nos prometemos ser buenos, resistir a la tentación, mantenernos en una fidelida de amor al Señor, y nos vemos envueltos por el pecado y caemos.

Pero, como decíamos, tenemos que considerar una y otra vez lo que es el amor del Señor y cómo no busca nuestra condenación sino nuestra salvación. ‘Tanto amó Dios al mundo…’ tanto nos ama Dios. La gran prueba la tenemos en Jesús enviado por el Padre para nuestra salvación. Y si recorremos las páginas del envangelio iremos contemplando lo que Jesús nos dice, pero cómo se manifiesta El con los pecadores siempre dispuesto al amor y al perdón.

A Dios acudimos con espíritu humilde y arrepentido. A Dios queremos acudir con un corazón, aunque lleno de debilidades y flaquezas, pero en el que queremos poner mucho amor. A Dios acudimos con la confianza de los hijos que se saben amados del padre. Porque Dios nos ama, porque es nuestro Padre, un padre lleno de ternura y misericordia; porque es el Dios compasivo y misericordioso como tantas veces hemos repetido; porque nos regala su vida, porque nos inunda con su amor.

Acudamos humildes y llenos de amor a Dios.

martes, 3 de mayo de 2011

Seamos mediación para que el mundo pueda conocer a Jesús


Seamos mediación para que el mundo pueda conocer a Jesús

1Cor. 15, 1-8; Sal. 18; Jn. 14, 6-14

‘Hace tanto tiempo que estoy con vosotros, ¿y aún no me conoces, Felipe?’ Es la réplica o recriminación de Jesús cuando Felipe le pide ‘Señor, muéstranos al Padre y nos basta’, en la última cena.

Felipe era de los que estaban con Jesús desde el principio. Jesús mismo lo había llamado después que Juan y Andrés se fueran con Jesús tras haberlo señalado el Bautismo como el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo; luego Andrés había llevado a su hermano Simón hasta Jesús y a continuación nos dice el evangelio que Jesús encontrándose con Felipe en su camino a Galilea le invita seguirle y éste se va con Jesús. Ya inmediatamente le lleva la noticia a Natanael diciéndole que ‘hemos encontrado a aquel de quien hablan las Escrituras, Moisés y los profetas’ y lo convence para llevarlo a Jesús.

Volveremos a encontrarlo en el Evangelio cuando unos gentiles se le acercan para decirle que quisieran ver a Jesús; se lo comunica a Andrés y los dos se los llevan a Jesús. Aparece en los listados de los doce escogidos por Jesús para nombrarlos apóstoles.

Santiago, a quien hoy celebramos también, como entendemos todos no es el Zebedeo hermano de Juan, sino Santiago el de Alfeo, como se dice en las listas de los apóstoles y que también conocemos habitualmente como Santiago el Menor. ¿Pariente de Jesús? ¿primer obispo de la Iglesia de Jerusalén? Quizá el Santiago del que dice Pablo que también a él se le apareció el Señor resucitado, como hemos escuchado en la carta a los Corintios. También tenemos en el canón de los libros del Nuevo Testamento una carta atrbuida también a Santiago Apóstol, que tendría que ser éste.

Poco más sabemos de ambos. Bástenos saber que perteneció al grupo de los Doce Apóstoles escogidos por el Señor y enviados con misión especial a hacer el anuncio del evangelio por el mundo entero.

Es hoy una fiesta de los Apóstoles con la importancia que tiene esta celebración para la Iglesia por lo que significan para nosotros. Testigos de Jesús nos trasmitieron la fe Cristo como nuestro Salvador, por lo que decimos que nuestra fe está fundamentada en los apóstoles y la Iglesia es apostólico entre sus esenciales características.

¿Qué podríamos considerar como lección para nosotros que nos estimule en el camino de nuestra vida cristiana? Fijémonos, por ejemplo, en esos detalles que hemos subrayado de Felipe. Podíamos destacar en esa pregunta que le hace a Jesús en la última cena sus ansias de conocer más y más a Dios. ‘Muéstranos al Padre y nos basta’. Que surjan esas ansias en nuestro corazón de querer conocer más y más todo el misterio de Jesús que es meternos de lleno en el misterio de Dios.

Pero también podríamos destacar la mediación que fue Felipe para que otros conocieran a Jesús. En él hubo disponibilidad total cuando Jesús le llama, pero pronto se está conviritiendo en medio para que otros conozcan a Jesús. Hablará de Jesús a Natanael y aquellos gentiles por su medio pueden llegar también hasta Jesús.

‘Queremos conocer a Jesús’. Quizá también los que nos rodean conscientes y deseosos o con un deseo que no se atreven a manifestar también podrían de una forma o de otra estar diciéndonos lo mismo. Tenemos que llevar hasta Jesús a nuestros hermanos los hombres que nos rodean. Tenemos que anunciarles a Jesús.

O tenemos también que hablarle a Jesús de esos hombres, de ese mundo que está a nuestro alrededor. Una forma hermosa de vivir ese espíritu misionero también es la oración que podemos hacer por nuestro mundo. En nuestra oración, con esa inquietud que tenemos en el corazón por lo que vemos a nuestro lado, hablémosle a Jesús, hablémosle a Dios de ese mundo que nos rodea; oremos, en una palabra, por ellos.

lunes, 2 de mayo de 2011

Un nuevo nacimiento en el agua y el Espíritu

Hechos, 4, 23-31;

Sal. 2;

Jn. 3, 1-8

La transformación que se produce en el hombre que se ha encontrado con Cristo y llenándose de su gracia quiere vivir su misma vida es como un nuevo nacer, un nuevo nacimiento. Cuando decimos que creemos en Jesús y queremos llamarnos cristianos no se trata simplemente de acomodar o ajustarnos en algunas cosas a lo que nos enseña Jesús. Es algo mucho más hondo. Es un comenzar a vivir una nueva vida.

Esta expresión de renacer o un nuevo nacimiento es algo que decimos con toda propiedad cuando hablamos de convertir nuestra vida a Cristo, aceptarle por la fe y querer comenzar a vivir su vida. Es lo que decimos que significa el Bautismo en nuestra vida. No un mero rito como si fuera simplemente una inscripción que hacemos en una sociedad, sino una conversión para comenzar a vivir una nueva vida.

Es de lo que nos habla hoy el evangelio. ‘Un fariseo llamado Nicodemo, magistrado judío, fue a ver a Jesús de noche…’ nos dice el evangelio. Era un hombre principal, magistrado no sólo por su posible pertenencia al Sanedrín, como en otro lugar del evangelio aparece, sino en el sentido también de que era maestro en Israel, maestro de la Ley. Más adelante Jesús lo llamará así, maestro de Israel.

Seguía a Jesús no abiertamente sino como a ocultas. Va de noche a ver a Jesús. A la hora de la condena de Jesús dará la cara y dirá que en Israel no se puede juzgar a nadie sin que se le escuche, y a la muerte de Jesús le veremos junto a José de Aritmatea encargándose del cuerpo de Jesús para darle sepultura.

Va a ver a Jesús porque hay inquietud en su corazón. Le interrogan por dentro las cosas que ve en Jesús. ‘Nadie puede hacer las cosas que tú haces si Dios no está con él, por eso sabemos que has venido de parte de Dios’, le dice a Jesús para iniciar la conversación que traía tantas inquietudes en el corazón.

Es cuando Jesús habla de ese nacer de nuevo, de la radicalidad que tiene que significar seguirle. ‘Te lo aseguro el que no nazca de nuevo no puede ver el Reino de Dios’. Jesús ha comenzado a hablar del reino de Dios y lo primero que ha pedido a la gente es la conversión, tal como nos lo expresan los evangelios sinópticos. Ahora en el evangelio de Juan se nos habla de nacer de nuevo. Es una nueva vida. Sin ese cambio, sin esa transformación no se puede ver el Reino de Dios, no se puede entender el Reino de Dios. Hay que ver las cosas de distinta manera, es algo nuevo lo que Jesús nos está ofreciendo.

No entiende Nicodemo las palabras de Jesús y hace una interpretación literal de lo que Jesús está diciendo. ‘¿Cómo puede nacer un hombre siendo viejo? ¿acaso puede por segunda vez entrar en el vientre de su madre y nacer?’ Es Nicodemo el primero que tiene que cambiar para entender las palabras de Jesús. Como buen fariseo se aferra a la letra de la ley o de lo que se dice y asi es difícil entender el verdadero sentido de lo que Dios nos quiere decir o pedir. Es algo que en su ritualismo e interpretaciones literales hacen de forma habitual los fariseos. Hay que dejar que entre el Espíritu en el corazón del hombre para poder entender el misterio de Dios, la Palabra que Dios nos dice.

‘Te lo aseguro, el que no nazca de agua y Espíritu, no puede entrar en el Reino de Dios… no te extrañes de que te haya dicho . Lo que nace del Espíritu es espíritu… así es todo el que ha nacido del Espíritu’. No es, pues, un nacimiento que hagamos por nosotros mismos. Es algo que en verdad viene de Dios, se realiza por la fuerza del Espíritu de Dios. No lo hacemos nosotros. Tenemos que dejar actuar al Espíritu de Dios en nosotros. Y podremos, entonces, entenderlo; y podremos realizarlo; y podremos ser entonces ese hombre nuevo.

Nos habla del agua y del Espíritu y nos está hablando del Bautismo, de un nuevo bautismo, que no es sólo un baño purificador o penitencial como el Bautismo de Juan allá en el Jordán. Utilizaremos, es cierto, el signo del agua porque es baño, pero el que actúa de verdad en el corazón del hombre es el Espíritu Santo, que realizará esa transformación, ese nuevo nacimiento a una nueva vida con todas sus consecuencias. Y eso lo podremos entender por la fe. Eso podrá realizarse en nosotros desde la fe.

Cuánto tendríamos que reflexionar sobre todo lo que significa el bautismo en nuestra vida. Cuánto tenemos que valorar ese Bautismo que un día recibimos para que en verdad lleguemos a vivir esa nueva vida que ha nacido en nosotros.

domingo, 1 de mayo de 2011

En su gran misericordia la pascua no llena de paz, alegría y perdón


Hechos, 2, 42-47;

Sal. 117;

1Pd. 1, 3-9;

Jn. 20, 19-31

‘Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que en su gran misericordia, por la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, nos ha hecho nacer de nuevo para una esperanza viva, para una herencia incorruptible, pura, imperecedera, que os está reservada en el cielo…’

Así tenemos que comenzar bendiciendo a Dios con las palabras del apóstol. ‘Bendito sea Dios… nos ha hecho nacer de nuevo… por la resurrección de Jesucristo…’ Seguimos hoy con toda solemnidad celebrando la resurrección de Jesús. Estamos en la octava de la Pascua. Y tenemos que considerar bien cuánto significa eso para nuestra vida; cuánta es la gracia que por la misericordia de Dios alcanzamos. Un nacer de nuevo, una vida nueva, un bautismo que nos salva y que hemos querido renovar, revivir con toda intensidad en esta Pascua.

Hemos escuchado en el evangelio el relato de lo sucedido en la tarde de aquel primer día cuando Cristo resucitado se manifiesta a los discípulos, reunidos, encerrados en el cenáculo. También lo sucedido en el mismo lugar ocho días después cuando Cristo vuelve a manifestarse ahora ya con los once reunidos, porque también estaba Tomás. Lo escuchamos en la Palabra que se nos ha proclamado, lo revivimos con nuestra fe, lo sentimos vivo en nosotros mismos, en nuestra vida, porque de la misma manera Cristo resucitado llega a nosotros, se hace presente también en medio nuestro.

‘Paz a vosotros’, es el saludo pascual de Jesús en una y otra ocasión. ‘Mi paz os dejo, mi paz os doy, no como la da el mundo’, habíamos escuchado decir a Jesús en otra ocasión. Paz de Jesús para nuestros miedos y cobardías: estaban ‘con las puertas cerradas por miedo a los judíos’, comenta el evangelista. Paz que disipa dudas y nos da seguridad. Paz que nos llena de fortaleza y valor. Paz que nos hace sentirnos nuevos desde dentro de nosotros mismos. Paz de quienes nos sentimos amados, salvados, perdonados. Paz de vida, de amor, de perdón, de gracia. Es un regalo del Señor que tenemos que saber acoger.

¿Cómo no van a sentir la alegría de que Jesús resucitado esté allí en medio de ellos? ‘Los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor’. Era verdad lo que los ángeles habían dicho a los mujeres en el sepulcro. Era verdad lo que venían contando las mujeres, o aquellos discípulos que habían marchado a la finca de Emaús y decían que Jesús había estado con ellos. Tenía su sentido lo del sepulcro vacío. ‘Se llenaron de inmensa alegría al ver al Señor’. Es la alegría que nosotros sentimos también y con la que venimos celebrando hondamente la pascua y la resurrección. También en la fe nosotros sentimos a Cristo resucitado en medio de nosotros.

Allí está Jesús resucitado, quien había dado su vida, quien se había entregado por amor, quien había derramado su sangre para el perdón de los pecados. Con Jesús, como decíamos, llega la gracia y el perdón, llega la salvación. Para nosotros y para el mundo entero. Por eso confía a los discípulos la misión de la reconciliación y del perdón.

Enviados por Jesús como el había sido enviado por el Padre para anunciar el perdón y la gracia, para pronunciar la Palabra de gracia que nos trae el perdón porque no solo va a ser anuncio, sino va a ser de ahora en adelante sacramento porque en esa Palabra pronunciada por los apóstoles y sus sucesores tenemos la seguridad el perdón que Cristo nos ha obtenido con su entrega y su muerte, que Dios nos ha dado. Es el hermoso regalo de Pascua de Jesús a sus discípulos. ‘Recibid el Espíritu Santo, a quienes les perdonéis los pecados les quedan perdonados… como el Padre me ha enviado, así os envío yo…’

Se despierta de nuevo la fe. Renace la fe con la alegría de sentir a Cristo en medio nuestro. Se disipan las dudas. Porque como Tomás también tantas veces estamos queriendo buscar pruebas que podamos palpar con nuestra manos. Cuando el grupo de los discípulos le cuenta a Tomas que han visto al Señor están sus reticencias y dudas. ‘Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto mi dedo en el agujero de los clavos, si no meto mi mano en su costado, no lo creo’. Es la prueba que exige Tomás.

¿Una fe sólo basada en pruebas razonables y palpables a lo humano? Fe es confiar y fiarse. Fe es abrir el corazón al misterio y al amor. Fe es abrir los ojos del alma para dejarse conducir por Dios. En fin de cuentas, es algo sobrenatural, es un don de Dios que por supuesto El quiere regalarnos y nosotros humildemente hemos de saber aceptar. Fe es fiarnos del amor de Dios que tantas pruebas nos da cuando nos entrega a Jesús.

Cuando a los ocho días, estando ya Tomás con el grupo, aparece Jesús resucitado de nuevo, ya Tomás no necesitará pruebas. ‘Señor mío y Dios mío’, es su emocionado exclamación y su confesión de fe ahora llena de humildad. Vayamos con humildad a Dios, pongámonos con humildad ante Dios cuando quiere llegar a nuestra vida. Ya sabemos que el se manifiesta y se revela de manera especial a los sencillos y a los humildes.

‘¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto’, exclamará Jesús. Dichosos nosotros que no necesitamos ojos de la cara ni palpar con nuestras manos sino que desde la fe sabemos aceptar a Jesús, reconocer a Jesús presente en medio nuestro. Como nos decía Pedro, ‘no habéis visto a Jesucristo y lo amáis; no lo veis y creéis en El; y os alegráis con un gozo inefable y transfigurado, alcanzando así la meta de vuestra fe: vuestra propia salvación’.

Qué hermoso es lo que estamos viviendo en estos días. Cómo nos sentimos transfigurados en la Pascua del Señor. Cómo sentimos que se derrama sobre nosotros la misericordia del Señor. Por algo este domingo el Papa Juan Pablo II, a quien hoy precisamente la Iglesia declara Beato, quiso que se llamara y así lo celebráramos como el domingo de la misericordia. ‘En su gran misericordia, por la resurrección de Jesucristo de entre los muertos’, recordamos que nos decía el apóstol. Y hemos pedido en la oración al ‘Dios de la misericordia infinita que reanime la fe de su pueblo en la celebración de estas fiestas de pascua’.

Pedimos sí, que ‘se acrecienten en nosotros los dones de su gracia para que comprendamos mejor la inestimable riqueza del bautismo que nos ha purificado, del espíritu que nos ha hecho renacer y de la sangre que nos ha redimido’. Cuánta gracia por la misericordia del Señor recibimos. Cuánto regalo de amor Jesús nos hace. Qué riqueza y qué grandeza se nos ha conferido cuando en el Bautismo se nos ha hecho hijos de Dios. No lo podemos olvidar. Hemos de tenerlo siempre muy presente en nuestra vida. Eso nos ayudará a vivir más santamente, a responder mejor a la gracia y al amor del Señor. ‘Demos gracias al Señor que es bueno y que es eterna su misericordia’, como cantamos en el salmo.

Que sintamos esa paz que Cristo resucitado nos da y nos gocemos en verdad con el perdón que nos regala al tiempo que seamos ministros de reconciliación y de perdón para con nuestros hermanos. Es el regalo de amor que un cristiano enamorado de Cristo ha de saber ir haciendo allá por donde va para poner paz, para reavivar el amor, para que los corazones se llenen siempre de la verdadera alegría. Ojalá llegáramos a vivir el amor y la comunión que vivían las primeras comunidades de jerusalén como nos expresa el texto de los Hechos. Podría ser una comprometida respuesta a la Palabra de Dios escuchada en esta Pascua.

Que la intercesión del Beato Juan Pablo nos alcance de Dios esa gracia de santidad para nuestra vida.