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sábado, 8 de octubre de 2011

Una bienaventuranza para los que escuchan la Palabra


Joel, 3, 12-21;

Sal. 96

Lc. 11, 27-28

El entusiasmo por Jesús entre las gentes sencillas es algo que se repite en el evangelio. Son muchas las expresiones de este entusiasmo ante sus palabras, ante sus milagros, ante todo lo que va surgiendo en los corazones de los pequeños, de los sencillos, de los humildes cuando se van encontrando con Jesús. Es a ellos a quienes se manifiestan los misterios del Reino de Dios. Son los que tienen un corazón humilde y sencillo los que pueden ir descubriendo el misterio de Dios que se manifiesta en Jesús. Recordemos cómo Jesús da gracias al Padre porque revela estas cosas no a los sabios y entendidos sino a los sencillos y a los pequeños.

Se admiraban de la autoridad de su palabra, del poder de Dios se manifestaba en sus acciones y milagros. ‘Nadie ha hablado con igual autoridad’, decían. ‘Un profeta ha aparecido entre nosotros’, exclamaban viendo el actuar de Jesús. ‘Dios ha visitado a su pueblo’, proclamaban otros corroborando así con esa fe sencilla lo que habían anunciado los profetas e incluso el anciano Zacarías había proclamado también ya desde el nacimiento de Juan. Podríamos recordar muchas páginas del evangelio.

Hoy es una mujer sencilla del pueblo, anónima porque su voz surge como un grito en medio de la multitud, la que admirándose de la autoridad y poder de Jesús se fija sin embargo en la dicha de la madre. ¡Dichosa madre que tiene un hijo así! Será una mujer, una madre quizá, la que piense en la madre, en la dicha de la madre de tal hijo. Se suele decir que detrás de un gran hombre tiene que haber siempre una gran mujer, una gran madre. Era el caso de Jesús y de María.

Es natural esa explosión de júbilo del corazón de aquella mujer. ‘¡Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te criaron!’ Una expresión llena de encanto, de ternura, de poesía. Es la forma de hablar de los orientales y de los semitas que utilizan muchas imágenes en su lenguaje.

Pero ya escuchamos y hemos comentado muchas veces la réplica de Jesús, que de ninguna manera pretende rebajar la posición de la madre. Es más, es una alabanza, una bienaventuranza también para María. ¿Quién ha sido capaz de acoger como lo hizo María en su corazón la Palabra de Dios en la vida? Por eso decimos que estas palabras son una bienaventuranza también para María.

María la que sabía leer con su corazón todo lo que el Señor le revelaba y daba a conocer. Guardaba en su corazón todo cuanto sucedía porque en esas cosas, aunque algunas veces no las comprendiera, ella sentía que Dios le hablaba. Se pondrá a considerar el significado de las palabras del saludo del ángel que no acababa de entender, pero también iba guardando y rumiando en su corazón todas aquellos acontecimientos soprendentes que rodearon el nacimiento y la infancia de Jesús.

‘¡Dichosos los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen!’ Una nueva bienaventuranza de Jesús a añadir a las proclamadas en el sermón del monte. Ha sido una constante de Jesús el decirnos cómo tenemos que escuchar y acoger la Palabra de Dios. Como un edificio plantado sobre los cimientos de la roca firme son los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen. Que no basta decir ¡Señor, Señor!, nos dirá en otra ocasión. Que no es sólo con palabras bonitas cómo vamos a expresar una fe que implica un seguimiento radical de Jesús, sino que tiene que ser con toda la vida.

Queremos nosotros también alabar y bendecir al Señor por tantas maravillas de amor con las que se nos manifiesta. Queremos alabar y bendecir al Señor, sí, porque nos ha dado a María y en ella tenemos el mejor ejemplo de cómo plantar en nuestro corazón la Palabra de Dios. Queremos alabar y bendecir al Señor que nos da cada día la posibilidad de escuchar su Palabra y a nosotros también nos llamará dichosos y felices porque queremos escucharla con corazón humilde y sencillo, y queremos ser esa tierra buena que haga posible que la semilla de fruto al ciento por uno. Dichosos nosotros, si somos capaces de plantar la Palabra en nuestro corazón y nuestra vida.

viernes, 7 de octubre de 2011

Con el Rosario de María se mantenga firme y madure la fe del pueblo sencillo



La fiesta de la Virgen del Rosario que celebramos en este día, 7 de octubre, tuvo su origen en el mandato del Papa San Pío V instituyendo esta fiesta como recuerdo y gratitud a la Virgen por la victoria de Lepanto. El pueblo cristiano en Europa se veía amenazado con el avance del Islam y esta victoria de los ejércitos cristianos frente al invasor se atribuyó a la intercesión de la Virgen, pues todo el pueblo cristiano la invocaba con el rezo del santo Rosario. En principio comenzó a llamarse nuestra Señora de las Victorias, para instituirse pronto como fiesta de nuestra Señor del Rosario.

Una fiesta y una devoción muy arraigada en el pueblo cristiano, pues numerosas son las Iglesias levantadas en honor de la Virgen en esta advocación del Rosario en todos nuestros pueblos y raro sería el templo que no tuviera un altar en honor de la Virgen del Rosario; y además entre las costumbres populares que se mantienen en muchos pueblos en estas fiestas de la Virgen del Rosario está la representación de la librea, como se le llama en muchos lugares, que no es otra cosa que la representación de la batalla de Lepanto, repetidas en numerosos lugares.

Como un dato cercanos a nosotros están los magníficos murales de la Parroquia de Santo Domingo en nuestra ciudad de La Laguna con dicha representación; y en pueblos cercanos a nosotros como en Valle de Guerra, pero también en otros muchos lugares, se hacen dichas representaciones de teatro popular y religioso en la mencionada librea.

Pero esta devoción a la Virgen del Rosario no son solo estas fiestas y representaciones, sino es la oración más extendida en honor de la Virgen que es el rezo del santo Rosario. Es la piedad y la devoción del pueblo sencillo que repite una y otra vez como un hermoso ramillete de piropos el rezo del avemaría a la Virgen. Fue santo Domingo de Guzmán el gran propagador del rezo del rosario ya desde el siglo XIII; cuando el pueblo quizá se fue alejando en cierto modo de la liturgia celebrada en una lengua que ya no entendía e incapaz de rezar con los salmos bíblicos como hermosa oración de la Iglesia, fue esta devoción sencilla la que mantuvo y sigue manteniendo la fe de nuestras gentes en su devoción y amor a María, la Madre de Dios y nuestra madre.

Hermosa oración del rosario si la hacemos con todo sentido y devoción, porque no es sólo la repetición que se puede volver cansina de las avemarías una y otra vez, sino que es la meditación de todo el misterio de Cristo que hacemos a los pies de la Virgen y siempre dejándonos conducir por ella que nos llevará hasta Jesús. Los misterios del Rosario que recordamos en cada una de las decenas no son otra cosa que los misterios de la vida de Cristo que María nos ayuda a meditar, a rumiar en nuestro corazón, como ella misma hacía cuando iba contemplando todo el misterio de Dios que en ella y ante ella se estaba realizando.

‘Haced lo que el os diga’, nos sigue repitiendo María, como a aquellos sirvientes de las Bodas de Caná. En ese rumiar el misterio de Cristo a la sombra de María es lo que ella nos va repitiendo allá en nuestro corazón. Ponemos a María junto a nosotros en nuestra devoción porque ella es la Madre; una madre siempre nos enseñará lo bueno porque ella quiere siempre lo mejor para su hijo; una madre siempre nos ayudará a levantar nuestro espíritu y nuestro corazón para que soñemos con cosas grandes.

María, madre de Jesús y madre nuestra, como la contemplamos en el cenáculo allí está pidiendo que se derrame el Espíritu sobre los Apóstoles, sobre la Iglesia. Ella sabía muy bien lo que era llenarse del Espíritu de Dios, porque desde la Encarnación de Dios en sus entrañas así se sentía ella inundada del Espíritu divino y era el que siempre la conducía por los caminos de la fe y del amor. Es lo que hoy nos está enseñando también María.

Como dicen unos versos populares incluso convertidos en himno litúrgico que cantamos en honor de María en la liturgia de las horas, ‘rezar el santo rosario / no sólo es hacer memoria / del gozo, el dolor, la gloria / de Nazaret al Calvario. / Es el fiel itinerario / de una realidad vivida, / y quedará entretejida, / siguiendo al Cristo gozoso, / crucificado y glorioso, / en el rosario, la vida’.

Que quede, sí, entretejida nuestra vida en el misterio de Cristo. Dejémonos enseñar por María y con María oremos para así cada día crezcamos más y más en nuestra fe y nuestro amor, crezcamos más y más en santidad.

jueves, 6 de octubre de 2011

Nuestro Padre nos dará el Espíritu Santo si se lo pedimos


Mal. 3, 13-18; 4, 2;

Sal. 1;

Lc. 11, 5-13

Dichoso el hombre que ha puesto su confianza en el Señor’, repetimos en el salmo. ¿En quién mejor podemos poner nuestra confianza?

Confiamos porque nos sentimos seguros; confiamos porque nos sentimos apreciados y amados; confiamos y nos dejamos guiar; confiamos y no tememos; confiamos y nos sentimos en paz. La confianza en la vida, también como un valor humano necesario en nuestras relaciones entre unos y otros, nos hace crecer y madurar y hará que nos sintamos más libres y hasta seamos capaces de desarrollar mejor todas nuestras capacidades. La confianza verdadera no nos hace dependientes ni inseguros sino todo lo contrario. Porque si una de las cosas que nos da confianza es el sentirnos apreciados y valorados, aprenderemos también a valorarnos a nosotros mismos, a ser más nosotros mismos y a desarrollar mejor todo nuestro ser.

Esto que decimos como un valor humano lo podemos vivir profundamente en nuestra relación con el Señor, con Dios. Decimos que ponemos nuestra confianza en el Señor, pero es que es el Señor el que pone también su confianza en nosotros cuando nos ama. Somos lo más hermoso que ha salido de sus manos creadores, pues como nos dice la Biblia hemos sido creados a su imagen y semejanza. Y Dios sigue confiando en nosotros a pesar de que no siempre seamos fieles, y sigue amándonos a pesar de nuestro pecado. Es esa la maravilla del amor de Dios, que nos ama y nos entrega su Hijo no porque nosotros seamos buenos, sino incluso siendo nosotros pecadores.

Con esa confianza de amor acudimos a El en nuestra oración. Es lo que nos enseña hoy en el evangelio. A orar con la confianza de los hijos. A orar porque nos sentimos amados y porque también nosotros queremos amarle. Y oramos y le pedimos desde nuestra pobreza y necesidad, y oramos y le buscamos porque El lo es todo para nosotros; y oramos y lo llamamos porque siempre queremos sentirle a nuestro lado. Que orar no es sólo pedir, sino buscarle, sentir su presencia que llena e inunda nuestra vida.

Tenemos que aprender a darle profundidad, hondura a nuestra oración. Tenemos que aprender a gustar la presencia del Señor en nosotros cuando oramos. Si la oración es ese encuentro amoroso del hijo con su Padre nunca tendríamos que cansarnos de nuestra oración ni tendría que ser aburrido para nosotros ese momento en que nos encontramos con El. Es más, tendría que ser algo que estuviéramos deseando siempre, como el sediento que busca con ahinco la fuente de aguas frescas y vivas. Sin embargo, reconocemos, que muchas veces nos cuesta la oración, porque quizá no estamos en lo que estamos.

A eso nos invita hoy Jesús; a esa confianza, a ese encuentro de amor y de vida. Y nos dice que si entre nosotros los hombres, que no somos tan buenos, sin embargo escuchamos al que nos pide algo y lo atendemos, aunque solo fuera por la importunidad e insistencia del que pide, cuánto más no hará Dios que es Padre bondadoso y lleno de amor con nosotros. Dios nos escucha no porque lo dejemos en paz, sino porque es el Padre bueno que siempre está pendiente de sus hijos para darle lo mejor.

‘Así os digo a vosotros: pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá; porque quien pide recibe, quien busca, halla, y al que llama se le abre…’ Pero fijémonos en lo que nos dice, ‘si vosotros que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espiritu Santo a los que se lo piden?’

Pero, ¿le pediremos nosotros que nos dé su Espíritu Santo? Sí, pedir el Espíritu divino que sea nuestra fortaleza en nuestras luchas, que sea nuestra luz en las oscuridades de los caminos de la vida, que nos dé la luz de su sabiduría en todo momento para saber hacer el bien, discernir lo bueno que tenemos que hacer. No es que Dios nos resuelva milagrosamente los problemas que tenemos, sino que nos dé su luz para que sepamos discernir lo bueno, y escoger el mejor camino o la mejor solución. Y es el Espíritu divino que nos hará conocer más a Dios; el Espíritu que clama en nuestro interior para que llamemos Padre a Dios.

miércoles, 5 de octubre de 2011

Tuyos son, Señor, la grandeza y el poder

Témporas de acción de gracias y petición

Dt. 8, 7-18;

Sal.: 1Cro. 29, 10-12;

2Cor. 5, 17-21;

Mt. 7, 7-11

‘Tuyos son, Señor, la grandeza y el poder’, hemos repetido en el salmo. Bien nos viene repetirlo, no olvidarlo. Porque vivimos absortos en la vida de cada día con sus luces o con sus sombras que podemos olvidar lo principal.

Podemos vivir momentos de prosperidad, de felicidad, en los que disfrutamos de cosas buenas y nos podemos olvidar en quien es el origen de todo. Nos aturdimos quizá por los problemas, las dificultades de la vida, los sufrimientos que nos van apareciendo y nos podemos encerrar de tal manera en nuestro dolor que nos hagamos rebeldes, duros de corazón, insensibles y no seamos capaces de acudir a quien es toda nuestra fuerza y nuestra luz.

Hoy la liturgia de la Iglesia nos quiere hacer vivir una feria muy especial. La llamamos témporas de acción de gracias y de petición. No celebramos ni la fiesta ni la memoria de ningún santo sino que la liturgia nos hace mirar a quien es el centro de nuestra vida, el origen y la fuerza de nuestra existencia, y la fortaleza para nuestro caminar y sentido último de toda nuestra vida y de todo lo que hacemos.

Los textos que nos propone la liturgia en sus oraciones y en la Palabra de Dios proclamada nos ayudan a encontrarle su sentido y a que lo vivamos intensamente. Podría incluso celebrarse en tres jornadas distintas pero unimos todos sus aspectos en una sola celebración al hilo de la Palabra de Dios proclamada.

Hermoso el texto del Deuteronomio a la manera de discurso de Moisés con recomendaciones para aquel pueblo que había peregrinado durante cuarenta años por el desierto desde su salida de Egipto pero que ahora van a establecerse en la tierra que el Señor les había prometido. Tierra que mana leche y miel, es la expresión que se emplea para describirlo. No es que sea un paraíso, pero para quienes habían vivido la pobreza de Egipto en su esclavitud y de un desierto duro e inhóspito en su recorrido, el que ahora puedan establecerse, tener sus casas y sus tierras, obtener el fruto de sus cosechas era algo maravilloso.

Pero ahí está la advertencia de Moisés. Cuidado no te olvides del Señor tu Dios, el que te sacó de Egipto, el que te ha hecho recorrer el desierto y ahora te ha dado esta tierra. ‘Acuérdate del Señor, tu Dios: que es él quien te da la fuerza para crearte estas riquezas, y así mantiene la promesa que hizo a tus padres, como lo hace hoy’. No te olvides, reconoce la grandeza del Señor. Es el recuerdo agradecido. Es la proclamación de fe acompañada de la acción de gracias.

Es lo que nosotros hemos de saber hacer también. No te olvides del Señor, tu Dios. El es tu fuerza en tus luchas y en tus trabajos. Qué fácilmente olvidamos al Señor en los momentos buenos. Todavía en los momentos difíciles podemos acudir a El angustiados pidiendo su ayuda. Pero qué pronto como aquellos nueve leprosos nos vamos corriendo a disfrutar de la felicidad de lo que Dios nos ha dado y no somos capaces de volver para dar gracias. Solo uno fue capaz de volver hasta Jesús. Es el primer aspecto que tenemos en cuenta en nuestra celebración. ‘Y, todo lo que de palabra o de obra realicéis, sea todo en nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de él’.

Pero es también día de petición. Y en esa petición van incluidas muchas cosas. Acudimos a Dios desde lo más hondo de nuestra vida, desde nuestro sentirnos pecadores primero que nada buscando el perdón y la reconciliación. Y es que cuando vemos las maravillas con las que el Señor nos regala continuamente, si hay sinceridad en nuestro corazón nos damos cuenta de nuestra miseria y nuestro pecado.

Empezando por el pecado de no reconocerle, de olvidarle, de no saber darle gracias. Pero es también el pecado de nuestro orgullo que nos endiosa porque cuando vemos en nuestras manos el fruto de nuestros trabajos ya nos creemos poco menos que dioses, porque pensamos que sólo con nuestras fuerzas lo hemos logrado. Es cierto que está nuestra inteligencia, nuestras capacidades y cualidades y está también nuestro esfuerzo. Pero, ¿quién nos ha dado todo eso? ¿lo tenemos sólo por nosotros mismos? Es el segundo aspecto de la celebración de hoy, que es tiempo de gracia y de reconciliación, de pedir humildemente perdón por nuestros pecados.

Y el otro aspecto de la petición ha de ser esa oración en la que han de tener cabida en nuestro corazón todos los hombres con todas sus necesidades. Es un momento de oración universal de manera especial. Oramos no ya por nosotros mismos que también lo hacemos, sino por los demás; y no sólo lo hacemos por aquellos que por un motivo u otro están cerca de nuestra vida y nuestro corazón, sino que ha de ser una oración por toda la humanidad, por toda la Iglesia, por todos los hombres.

Oramos con la confianza de los hijos. Oramos como nos enseñó el Señor a orar. Oramos con la insistencia y la confianza con que Jesús nos dice en el evangelio que hemos de orar siempre. Oramos con humildad porque nos sentimos pequeños, pero con mucho amor porque queremos llenarnos del Espíritu del Señor. Como decía santa Teresa del Niño Jesús somos en la Iglesia el amor, el corazón lleno de amor que ora por la Iglesia y que ora por todos los hombres.

Y mirando a la humanidad que nos rodea con tantas necesidades, problemas, crisis, situaciones difíciles, guerras, miserias cuántas cosas tenemos que pedirle al Señor. Y mirando a la Iglesia a la que tenemos el orgullo de pertenecer cuánto tenemos que orar por la Iglesia, por la extensión del Reino de Dios, por los apóstoles y los misioneros que llevan la luz del evangelio a todos los hombres, por nuestras comunidades, por nuestra diócesis.

martes, 4 de octubre de 2011

¡Qué dicha la de aquel hogar de Betania!


Jonás, 3, 1-10;

Sal. 129;

Lc. 10, 38-42

¡Qué dicha la de aquel hogar de Betania! Seguro que todos desearíamos tener esa dicha, recibir a Jesús en nuestra casa, como lo hicieron aquellos tres hermanos Marta, María, Lázaro, como lo hizo aquella familia de Betania.

‘Entró Jesús en una aldea, y una mujer llamada Marta lo recibió en su casa. Esta tenía una hermana llamada María…’ Eran las leyes sagradas de la hospitalidad que un oriental las respeta con sumo cuidado. Una hospitalidad que no solo es abrirle las puertas de la casa sino mucho más. De la hospitalidad y del conocimiento mutuo va surgiendo la hermosa planta de la amistad que tan dulces y bellas flores suele producir. Cuánto se intercambia; cuánto se recibe mutuamente; cuánta riqueza para la vida nace de una amistad verdadera. Es un aprender a caminar juntos, a compartir, a estar con todo lo que puede encerrar esta palabra.

Lucas no nos habla de Lázaro. Será en el evangelio de san Juan el que nos hable de Lázaro cuando enferma y su muerte. Precisamente el aviso que mandará Marta a Jesús es decirle que su amigo está enfermo. Pero ya conocemos todo lo que el evangelista Juan nos cuenta de lo acontecido entonces.

Hoy vemos a mata afanada en atender al Maestro en nombre de esa hospitalidad que nace del amor del corazón. María escucha a los pies de Jesús. Es también hospitalidad. Aunque en este pasaje surja un poco la queja de Marta porque María se ha desentendido de los quehaceres de la casa para sólo escuchar a Jesús. Jesús dirá que esto es parte importante y principal. Es forma de manifestar el amor el querer beberse sus palabras. No queremos contraponer, queremos más bien conjuntar el actuar de las dos hermanas en el momento de recibir y acoger a Jesús.

Comenzábamos diciendo qué dicha la de aquel hogar que pudo acoger a Jesús y cómo nosotros desearíamos hacer lo mismo. Podemos hacerlo. Tenemos que hacerlo. ‘¿Quién puede hospedarse en tu tienda?’ Se pregunta el salmista y nos recuerda una serie de valores y de virtudes de los que hemos de llenar nuestro corazón para tener la dicha de hospedarnos en la tienda del Señor. Honradez y rectitud, espíritu de justicia y de verdad, amor y pureza de corazón, podríamos recordar algunas que nos dice el salmo.

Pero es que queremos que el Señor venga a hospedarse en nuestra tienda, venga a habitar en nosotros. ‘El que me ama y guarda mis mandamientos, mi Padre lo amará y vendremos a él y haremos morada en él’, nos dirá Jesús en otro momento del evangelio. Pero nos está diciendo lo que tenemos que hacer para que lleguemos a ser esa morada de Dios. Busquemos a Jesús y queramos escucharle de verdad; busquemos a Jesús y queramos conocerle hondamente; busquemos a Jesús y queramos en verdad ponernos en camino detrás suyo para que así no perdamos nada de su vida, de sus palabras, de todo lo que es su amor.

Si decíamos antes que en la hospitalidad abrimos el corazón al que llega a nosotros y que hará posible un conocimiento grande del que surja la planta de la amistad con todas las bellas flores del amor, eso es lo que tenemos que hacer con Jesús. Que el conocimiento más hondo que cada día tengamos de Jesús nos haga entrar en esa hermosa órbita de la amistad y del amor y así logremos que Cristo venga a habitar en nuestro corazón. Cuando le amamos y le seguimos nos sentiremos cada vez más impulsados a una vida de rectitud, de responsabilidad, de justicia, de verdad, de sinceridad, de amor, en una palabra, de santidad.

En el plan pastoral que se nos propone en nuestra diócesis en estos momentos con el objetivo de hacer una iglesia diocesana de discípulos y de misioneros precisamente a lo que se nos impulsa a que seamos verdaderos discípulos de Jesús y para ello necesitamos de ese encuentro vivo con Jesús y del seguimiento de su persona. Conocer, creer, amar y seguir a Jesús, es ser su discípulo, se nos dice. Y para conocer a Jesús es necesario caminar juntamente con El, tener sus mismos sentimientos, llegar a ese encuentro con El desde la escucha y desde la oración, que nos llevará a la práctica de hacer lo que El nos dice.

Que ese sea nuestro gran deseo. Que esa sea nuestra gran tarea de cada día para conocer, amar y vivir cada día más a Jesús.

lunes, 3 de octubre de 2011

Anda y haz tú lo mismo


Jonás, 1, 1-2, 1.11;

Sal.: Jon. 2;

Lc. 10, 25-37

Bien sabía aquel letrado lo que había que hacer. Era un letrado, un maestro de la ley cuya misión era precisamente enseñar. Sin embargo viene con preguntas elementales a Jesús. ‘¿Qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?’ Y es que cuando no queremos comprometernos o nos quedamos en teorías las preguntas fluyen una tras otra, pero como queriendo rehuir el problema. Primero será lo que tiene que hacer para heredar la vida eterna, luego será quién es mi prójimo. Pero al final se vera comprometido seriamente con lo que le dice Jesús.

Primero porque Jesús le hace recordar simple y llanamente lo que está escrito en la ley. Y el letrado lo recitará al pie de la letra porque es algo que todo buen judío sabía bien de memoria. ‘Amarás al Señor con todo tu corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas y con todo tu ser. Y al prójimo como a ti mismo’. Pero aún surgirá la pregunta ‘¿quién es mi prójimo?’

La parábola que nos propone Jesús, que todos bien conocemos, nos señalará de forma muy concreta quién es nuestro prójimo, dónde está nuestro prójimo. La cabeza se nos llena de teorías, de ideas, de cosas que hay que hacer, porque el mundo anda muy mal, porque aquí o allá hay hambre o hay guerras, porque la crisis no nos deja salir adelante, porque quienes tienen que resolver los problemas – siempre pensamos que es otro el que tiene que resolver el problema – no hacen nada.

Es cierto que hay problemas muy grandes que afectan a la humanidad y podemos hacer un listado grande de esas cosas terribles por las que están pasando tantos, pero pudiera ser que o gastemos todas nuestras energías en lamentarnos o hacer esos listados de problemas, o las veamos como cosas lejanas a nosotros, o nos superan por su inmensidad, o nos quedamos en verlas desde la distancia, porque pensamos que a nosotros no nos toca resolver esos problemas, que ya nosotros tenemos los nuestros.

Pero Jesús nos dice que prójimo es ese que está ahí cercano a nosotros, con el que nos tropezamos cada día, y al que algunas veces ni le ponemos rostro ni sabemos su nombre; o quizá pensamos que nosotros estamos para otras cosas mayores o de más importancia que detenernos a la vera del camino para ver a ese que está a nuestro lado y en el que quizá ni nos fijamos porque es tan poquita cosa.

Cuántas veces discriminamos y hacemos distinciones. Porque él está así porque quiere, porque si fuera otra persona ya sabría buscarle una solución a los problemas de su vida, porque… y buscamos tantas disculpas para aceptar a ese hermano en su realidad, en su pobreza concreta. No somos capaces de ver el dolor que pueda haber en el corazón de ese hermano a causa de la situación por la que está pasando.

El Sacerdote y el levita de la parábola pasaron de largo porque pensaban quizá que ellos no se podían detener allí junto a aquel pobre caido junto al camino porque ellos tenían otras cosas más importantes que hacer. ‘Al verlo, dio un rodeo y pasó de largo’. Mejor no complicarse ahora. Además, ¿quién podría ser aquel desconocido? Mejor quizá tomar otro camino para no verlo, para no enterarnos, para no tener que detenernos.

‘Pero un samaritano que iba de viaje, llegó donde estaba él y, al verlo, le dio lástima, se le acercó, le vendó las heridas… y lo llevó a la posada y lo cuidó…’ Iba de viaje, a sus negocios o sus ocupaciones. No era judío y por tanto el caído no era una persona conocida para él. Pero se le acercó, le vendó las heridas, lo cuidó en todo lo que hiciera falta.

Era su prójimo el que estaba allí caído. No pensó que otros podían ayudarle mejor y quizá podrían tener más obligación, sino que se detuvo y se le acercó. Cuánto necesitamos acercarnos, no dar rodeos, no quedarnos en la lejanía, palpar directamente no sólo con nuestras manos sino con nuestro corazón el dolor o la necesidad del hermano. No son teorías o palabras bonitas de lo que tenemos que hacer, sino que es la práctica concreta del bien que tenemos que hacer. Lo montó en su propia cabalgadura, o sea que lo metió en su casa, en su vida, en su corazón.

Cuánto tenemos que aprender. Escuchemos sencillamente la recomendación de Jesús a aquel letrado: ‘Vete y haz tú lo mismo’.

domingo, 2 de octubre de 2011

¿Qué más podría hacer por mi viña que yo no lo haya hecho?


Is. 5, 1-7;

Sal. 79;

Filp. 4, 6-9;

Mt. 21, 33-43

‘Dijo Jesús a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo: Escuchad otra parábola…’ Hemos de reconocer que esta parábola que hoy Jesús nos propone nos resulta dura en su contenido. Es, podríamos decir, un camino de infidelidad y de muerte. Tiene incluso una resonancia pascual en el hijo que empujaron fuera de la viña y mataron.

Pero aún así tiene el hermoso trasfondo del amor que aquel propietario tenía a su viña y por la que tanto había hecho. Por eso la liturgia de la Iglesia nos la propone al mismo tiempo que en la primera lectura nos ha ofrecido el canto de amor del amigo a su viña que bien entendemos que es el canto de amor que Dios hace por su pueblo, el canto de amor de Dios por el hombre su criatura preferida.

‘Voy a cantar en nombre de mi amigo un canto de amor a su viña. Mi amigo tenía una viña en fértil collado. La entrecavó, la descantó, y plantó buenas cepas; construyó en medio una atalaya y cavo un lagar… ¿qué más podría hacer por mi viña que yo no lo haya hecho?... la viña del Señor de los ejércitos es la casa de Israel; son los hombres de Judá, su plantel preferido…’

La viña del Señor de los ejércitos somos nosotros el pueblo del Señor… su plantel preferido, los que somos los elegidos y amados del Señor. Nos lo tenemos que repetir. No nos podemos cansar de meditarlo, de rumiarlo en nuestro corazón. Lo hemos hecho muchas veces, hemos reflexionado mucho sobre el amor que Dios nos tiene, pero no siempre es lo suficiente.

Decíamos antes que era dura la parábola y que es un camino de infidelidad y de muerte. Es el camino de nuestras infidelidades, el camino de nuestras respuestas negativas; el camino tantas veces recorrido de nuestro olvido de Dios; el camino que queremos recorrer a nuestra manera porque en nuestro orgullo o autosuficiente no soportamos que nos señalen lo que tenemos que hacer; el camino lleno de debilidades, de abandonos, de cansancios, de rutinas que tantas veces hacemos y vivimos.

Pero como tantas veces hemos contemplado también está la llamada incansable que Dios una y otra vez nos hace; está el amor paciente de Dios que siempre espera que cambiemos y demos una buena respuesta. Aquel propietario envió una y otra vez a sus servidores a percibir los frutos de aquella herencia que había confiado a aquellos labradores.

Cuando hacemos una lectura de la parábola viendo en ella reflejada toda la historia del pueblo de Israel recordamos a los profetas y a tantos hombres de Dios que el Señor fue suscitando en la historia de su pueblo que les recordaban la Alianza y les invitaban una y otra vez a renovarla en fidelidad en sus corazones. Profetas rechazados, profetas no escuchados, profetas los que hacían oídos sordos en su infidelidad y su pecado. Por eso esas palabras duras del final de la parábola ‘hará morir de mala muerte a esps malvados y arrendará la viña a otros labradores que le entreguen los frutos a sus tiempos’ tenían que resonar fuertes en aquellos a los que Jesús directamente estaba dirigiendo la parábola.

Allí estaba aquel hijo rechazado, maltratado, arrojado fuera de la viña y que al final mataron. Hay un anuncio pascual porque Jesús está haciendo un anuncio de lo que iba a ser su muerte. Rechazado por los principales del pueblo moriría fuera de la ciudad en el horrible tormento de la cruz. Era la piedra rechazada pero convertida en piedra angular.

Cita Jesús el texto de la Escritura: ‘No lo habéis leido en la Escritura? La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular. Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente’. No quisieron contar con Jesús pero Jesús es la piedra angular de la historia y del hombre. Jesús se convierte desde lo alto de la cruz en su muerte redentora en el eje y el centro de toda la humanidad. Es la piedra angular, es el centro y el fundamento del hombre y de la historia; es el sentido último de nuestra vida y de toda nuestra existencia.

Por eso la lectura que nosotros tenemos que hacer de la parábola no es sólo fijándonos en lo que Jesús quería decirle a su pueblo, sino en lo que Jesús quiere decirnos a nosotros. Ya dijimos, somos esa viña del Señor, ese plantel preferido del Señor. Queremos dar frutos. Queremos responder a tanta llamada de amor, a pesar también de nuestras debilidades y flaquezas. Queremos que en verdad sea la piedra angular de nuestra vida porque El es nuestra Salvación y lo es todo para nosotros.

Pero sí esta parábola puede ser una llamada de atención, un despertarnos de las modorras en las que podemos caer a veces. Una invitación a reconocer cuanto ha hecho y sigue haciendo el Señor por nosotros. ‘¿Qué más podría hacer por mi viña que yo no lo haya hecho?’ nos pregunta también a nosotros y cada uno miremos nuestra historia personal así como la historia de nuestro pueblo, de nuestra Iglesia, de nuestra comunidad y lo que también nosotros podríamos y tendríamos que hacer.

Y aquí podemos pensar en que somos trabajadores de esa viña del pueblo de Dios que el Señor ha puesto en nuestras manos. En esa Iglesia a la que pertenecemos, en esa comunidad en la que vivimos y alimentamos nuestra vida cristiana, ahí donde hacemos nuestra vida y convivimos diariamente tenemos una tarea que realizar, un testimonio que dar, una manera distinta de hacer las cosas en nombre de nuestra fe y de nuestro amor cristiano. En nuestra diócesis se nos está llamando a ser verdaderos discípulos pero también misioneros de nuestra fe en medio de nuestros hermanos y no podemos cerrar los ojos ni los oídos para desentendernos de esa tarea.

No podemos cruzarnos de brazos cuando tanto hay que hacer en nuestro mundo. No podemos encerrar el tesoro de la fe sólo para nosotros cuando el mundo que nos rodea necesita tanto de esa luz de la fe. No podemos desentendernos de los problemas de los demás cuando tanto sufrimiento hay a nuestro alrededor y es necesaria tanta solidaridad para mejorar la situación de todos pero también para hacer un mundo más humano y más fraterno.

Por eso esas palabras finales también son un toque de atención para nuestra vida. ‘Os digo que se os quitará a vosotros el reino de los cielos y se dará a un pueblo que produzca sus frutos’. Esa viña del Señor que es nuestro mundo necesita de nuestro amor, de nuestra solidaridad, de la luz de nuestra fe para que todos puedan vislumbrar que son amados del Señor.