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sábado, 16 de junio de 2012


El Corazón de María, Santuario del Espíritu Santo y fuente de espiritualidad

Si ayer contemplábamos y celebrábamos al Sagrado Corazón de Jesús, hoy la liturgia nos invita a celebrar al Corazón Inmaculado de María. Una vez más nos acercamos a María y contemplamos a la llena de gracia que tanto nos enseña para que sigamos el camino de su Hijo Jesús; contemplándola a Ella contemplamos el más hermoso reflejo de lo que ha de ser nuestra respuesta al amor que Dios nos tiene y de la santidad que por el amor ha de brillar también en nuestra vida, modelo y ejemplo de nuestra espiritualidad.
Cuando decimos de una persona que es de buen corazón, que tiene un hermoso corazón estamos hablando de su madurez humana pero también de su rectitud y generosidad, de su capacidad de amar, de la riqueza interior de esa persona y, podríamos decir, de la madurez con que afronta la vida con sus dificultades y problemas, siendo capaz incluso de desgastarse en su generosidad en bien de los demás olvidándose incluso de sí misma.
Esto y mucho más podemos contemplar en María; esto y mucho más es la lección que aprendemos de María contemplando su Inmaculado Corazón, como hoy la liturgia nos señala. María, la llena de gracia, la inundada del Espíritu de Dios que hizo rebosar su corazón en tan bellas virtudes y actitudes de amor y de generosidad. 
Mansión del Verbo de Dios y Santuario del Espíritu Santo, la llama la liturgia de la Iglesia en algunos de los textos de esta celebración. En ella moró Dios como no lo hizo en ninguna otra criatura porque llena del Espíritu Santo, fecundada por la sombra del Espíritu Santo llevó en sus entrañas al Hijo de Dios que se encarnaba y se hacía hombre. Si nosotros, en virtud de nuestro Bautismo, hemos sido hechos templos del Espíritu, qué no decir de María que así se llenó del Espíritu Santo para así concebir por su obra y gracia al Hijo de Dios encarnado por nuestra salvación.
Corazón inmaculado decimos en esta fiesta de María y con toda razón lo podemos decir porque en ella no hubo ninguna mancha ni pecado, porque por una parte fue preservada en virtud de los méritos de su Hijo hasta de la mancha del pecado original – Inmaculada en su Concepción, la llamamos – pero esa misma santidad vivió a lo largo de toda su vida. 
En un prefacio para esta fiesta se dice que Dios dio a la Virgen María ‘un corazón sabio y dócil, dispuesto siempre a agradarte; un corazón nuevo y humilde, para grabar en él la nueva Alianza; un corazón sencillo y limpio, que la hizo digna de concebir virginalmente a tu Hijo y la capacitó para contemplarte eternamente; un corazón firme y dispuesto para soportar con fortaleza la espada de dolor y esperar, llena de fe, la resurrección de tu Hijo’. Son las maravillas que en Ella Dios quiso realizar por las que ella canta agradecida al Señor en el Magnificat.
María, llena de la sabiduría de Dios, porque ella llegó a saborear y vivir, como decíamos ayer con san Pablo en la fiesta del Corazón de Jesús, lo que trasciende toda filosofía y todo saber humano, como es el amor cristiano. Ella la rebosante de amor, siempre dispuesta a servir, siempre con los ojos atentos, siempre con el corazón abierto para que en él cupiesen todos los hijos que Jesús desde la cruz le confió.
María, que supo ir guardando en su corazón cuanto el Señor le decía o le pedía, para descubrir siempre la acción de Dios; así supo reconocer las maravillas que Dios obraba en ella y supo cantar a Dios con un corazón agradecido. Merecerá la alabanza de Jesús – porque fue alabanza para ella – porque supo escuchar y plantar en su corazón la Palabra de Dios para hacerla vida.
María es la mujer humilde y dócil a Dios que con fidelidad dice Sí a Dios en cuanto Dios le pide, aunque se sienta la pequeña, la humilde esclava del Señor; es el Sí de la anunciación para que se cumpliera en ella la Palabra que Dios le dirigía, pero fue el Sí que la mantuvo firme y llena de esperanza también en la pasión de su Hijo aunque una espada de dolor atravesara su corazón; es la mujer del corazón firme y siempre dispuesto a soportar con fortaleza el dolor y las pruebas duras y difíciles de entender como fuera la propia muerte de Jesús; por eso María es para nosotros modelo de fidelidad y modelo de esperanza.
Cuánta riqueza interior podemos contemplar en el corazón de María; en esa riqueza interior, en su profunda espiritualidad estaba la fuente de su entereza, de su sí, de su amor, de su entrega y santidad. Se había llenado de Dios porque en su fe sabía escuchar a Dios allá en su corazón. Con qué atención escuchaba las palabras del ángel y las meditaba intensamente para descubrir su significado, para descubrir y aceptar el mensaje divino que a ella llegaba. Rumiaba en su interior cuanto le sucedía para así aprender esa sabiduría y esa fortaleza de Dios. ‘Conservaba todas estas cosas en su corazón’, que dice repetidamente el evangelio. 
Cuanto tenemos que aprender de María para crecer por dentro, para crecer en espiritualidad. Es ese silencio interior que hemos de aprender a hacer para escuchar a Dios; es ese corazón humilde y dócil que se abre a Dios y se deja conducir por el Espíritu divino; crezcamos en humildad y docilidad y creceremos en el conocimiento de Dios porque ese es camino cierto que nos lleva a conocer a Dios, es, pues, esa oración de escucha de Dios, porque si no le sabemos escuchar con apertura de corazón y con humildad no le podremos nunca conocer.
Que sepamos guardar con fidelidad y meditar continuamente, siguiendo el ejemplo de María, la riqueza de gracia con la que Dios quiere llenar nuestro corazón. 

viernes, 15 de junio de 2012


Con correas de amor lo atraía… se me conmueven las entrañas
Oseas, 11, 1.3-4.8-9;
 Sal.: Is. 12;
 Ef. 3, 8.12.14-19;
 Jn. 19, 31-37 
A mí, el más insignificante de todos los santos, se me ha dado esta gracia: anunciar a los gentiles la riqueza insondable que es Cristo…’ Con cuánta humildad se presenta el apóstol Pablo para hablar de Jesús. Hay una profundidad grande en su mensaje, profundidad de quien estaba enamorado y lleno de Cristo. Sólo quien está lleno de Cristo puede hablar como él lo hace, dejándose conducir por la revelación del Espíritu. Por eso su palabra, el mensaje de sus cartas es para nosotros Palabra de Dios.
Es la humildad que con no cierto temblor nos acercamos nosotros también a Jesús para conocerle más y más, dejando que también el Espíritu del Señor nos hable en el corazón y nos haga saborear todo lo que es el amor de Dios manifestado en Jesús. 
Es hermoso lo que hoy escuchamos, la Palabra del Señor que nos ofrece la liturgia en esta fiesta, solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús. Hermoso y lleno de ternura el texto del profeta Oseas para que nos digan que en el Antiguo Testamento no tenemos textos hermosos que nos hablan del amor de Dios, de la ternura del corazón de Dios para con su pueblo.
Expresivas las imágenes de cómo Dios nos llama, nos acompaña en el camino de la vida y poco menos que nos lleva en brazos,  nos atrae hacia El con su amor, nos alimenta con su amor y su Palabra, nos deja entrever la ternura de su corazón. ‘Con correas de amor lo atraía… se me revuelve el corazón, se me conmueven las entrañas…’ y así más que castigarnos merecidamente por nuestro pecado nos ofrece su amor y su perdón para siempre.
Hermoso texto y hermosa reflexión que nos podemos hacer con estos maravillosos textos cuando estamos celebrando hoy al Corazón de Jesús, que es celebrar el amor que Cristo nos tiene que es manifestación de la ternura de Dios para con nosotros. ¡Cómo no sentirse uno cautivado por ese amor tan entrañable! Nuestro corazón tiene también que conmoverse y comenzar a latir al unísono del corazón amoroso del Padre. A su mismo latido, a su mismo ritmo de amor tendríamos nosotros que amar. 
Desentonamos nosotros tantas veces con la arritmia de amor que padecemos. Nos pesa y nos puede en tantas ocasiones nuestro egoísmo y nuestro orgullo. Tenemos que buscar la medicina de la gracia de Dios, de la fuerza de su Espíritu que aletee en nuestro corazón. ‘Sacaréis aguas con gozo de las fuentes de la salvación’, hemos orado y cantado en el salmo. Del Corazón de Cristo traspasado por la lanza del soldado en su muerte en la cruz manó sangre y agua, como un signo de esa gracia que Dios quiere derramar sobre nosotros.
Y esa medicina de gracia la encontramos en nuestra oración que cada día tendría que ser más íntima y más profunda con el Señor. Que sepamos abrir nuestro corazón, nuestro espíritu a Dios para poder llenarnos de El. Que como Pablo con humildad nos acerquemos a El porque solo templando bien las cuerdas de nuestra humildad nuestro corazón podrá ir a su ritmo de amor, podremos dejar que entre Dios en nosotros para poder amar con su amor.
‘Doblo mis rodillas ante el Padre, oraba el apóstol como nos manifiesta en la carta a los Efesios, pidiéndole que de los tesoros de su gloria, os conceda por medio de su Espíritu robusteceros en lo profundo de vuestro ser, que Cristo habite por la fe en vuestros corazones, que el amor sea vuestra raíz y vuestro cimiento; y así, con todos los santos, lograréis abarcar lo ancho, lo largo, lo alto y lo profundo, comprendiendo lo que trasciende toda filosofía, el amor cristiano’. 
Que sea también nuestra oración. Que se derrame así su gracia sobre nosotros, para sentirnos fuertes en nuestra vida y en nuestro amor. Que en verdad dejemos inhabitar a Cristo y su Espíritu en nuestro corazón. Recordemos aquello que nos decía Jesús en la última cena, que si guardábamos su palabra cumpliendo los mandamientos seríamos amados del Padre que vendría a habitar en nuestro corazón. Es el empeño que hemos de poner en nuestra vida. El Señor nos da su gracia pero hemos de dar respuesta de amor nosotros queriendo hacer la voluntad de Dios, como Cristo cuyo alimento era hacer la voluntad del Padre.
Qué trascendencia más grande le damos a nuestra vida cuando la llenamos de amor. Cuando amamos de verdad nuestro corazón se ensancha más y más y nuestra vida se va llenando de plenitud. El amor nos hace grandes y cuando más amemos más creceremos en ese amor y lo que es lo mismo, más creceremos en la vida de Dios. Dejémonos inundar por el Espíritu Santo que es Espíritu de amor.

jueves, 14 de junio de 2012


Si vamos a hacer lo que todos hacen, ¿para qué es necesario llamarnos cristianos?
1Reyes, 18, 41-46; Sal. 64; Mt. 5, 20-26
‘Si no sois mejores que los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos’, les dice Jesús a sus discípulos. Se podía pensar que los fariseos y los escribas eran ejemplares, porque unos se presentaban como muy cumplidores, como estrictos cumplidores, y los otros eran maestros en la ley. Sin embargo, fijémonos en lo que les dice Jesús. 
Y les habla Jesús del sentido de los mandamientos del Señor. No se trataba de estrictos cumplimientos ajustándose a la letra del mandamiento. Es necesario algo más profundo, porque lo que pueda decir la letra del mandamiento puede por una parte quedarse en mínimos, o hacerse uno sus interpretaciones también por lo mínimo. Cuántas veces nos preguntamos nosotros hasta donde podemos llegar para no faltar al cumplimiento del mandamiento. 
Jesús insiste en el quinto mandamiento o lo que es lo mismo en cierto sentido en el mandamiento del amor. El mandamiento nos dice estrictamente ‘no matarás’, pero Jesús nos está dando una pauta muy amplia que tiene que caber en ese mandamiento. Nos habla de las necesarias buenas relaciones entre unos y otros; unas relaciones fundamentadas en el amor, el entendimiento, la mutua comunión. Y nos habla de estar peleados, o sea, no llevarse bien; y nos habla del respeto mutuo que me impedirá cualquier ofensa que pueda hacerle desde mis juicios o mis palabras.
Y nos habla de la armonía que entre todos tiene que haber siempre, de manera que no tengamos quejas los unos de los otros. Y Jesús nos habla de cosas muy concretas, como que no somos dignos de presentar una ofrenda al Señor si entre los hermanos no hay la necesaria comunión. ‘Si tu hermano tiene quejas contra te, vete primero a reconciliarte con tu hermano, y entonces vuelve a presentar tu ofrenda’. Busca en todo momento la armonía, el entendimiento, el buen juicio y todo eso fundamentado en el verdadero amor. Es todo un estilo distinto el que nos enseña Jesús. 
Y esto nos sigue valiendo hoy en nuestras relaciones, en nuestro trato, en el amor fraterno que hemos de vivir los unos con los otros. No podemos andar con tacañerías en la cuestión del amor fraterno. Cuando se ama, se ama con generosidad, sin límites. Por eso nos dice Jesús a nosotros también ‘si no sois mejores que la mayoría de la gente…’
Y es que nosotros tantas veces decimos, es que yo hago lo que hace todo el mundo. Pero cuando queremos vivir el evangelio no se trata de eso, de hacer como hace todo el mundo, ni es cuestión solo de buena voluntad. El amor que Jesús nos pide y enseña hay que vivirlo con radicalidad si en verdad nos queremos llamar discípulos de Jesús. No es simplemente hacer lo que hace todo el mundo, sino descubrir las metas que nos propone Jesús en el evangelio. 
Y Jesús en la medida que lo seguimos y queremos ser más fieles nos va poniendo el listón más alto. Como el atleta que realiza saltos de altura que cada vez ha de superarse más para dar el salto más alto. Así tiene que ser nuestro amor. Si vamos a hacer lo de todos o lo que he hecho siempre, ¿para qué tantas alforjas? ¿Para eso hubiera hecho falta que Jesús, el Hijo de Dios, se encarnase y se hiciese hombre y estuviera dispuesto a morir por nosotros? Para hacer lo de todos no hace falta llamarse cristianos.
Cuando Jesús nos habla del Reino de Dios nos está hablando de un estilo de vivir distinto. Por eso tenemos que escuchar con mucha atención el evangelio e irlo plantando en nuestro corazón. No nos podemos contentar con hacer lo que siempre hacíamos, sino que hemos de dejarnos conducir por el Espíritu del Señor para ir descubriendo día a día los pasos que tenemos que ir dando en ese seguimiento de Jesús, que es seguir los mismos pasos de Jesús, vivir en el mismo estilo de Jesús, impregnarnos de la vida de Jesús. 
Con cuánta atención tenemos que disponernos a escucharle allá en lo más hondo de nosotros mismos. Dejar que su Espíritu nos vaya conduciendo y su gracia vaya alimentando nuestra vida y nuestro amor.

miércoles, 13 de junio de 2012


No una religión a nuestra medida sino fieles a la revelación del Señor
1Reyes, 18, 20-39; Sal. 15; Mt. 5, 17-19
La religión no es cosa que  nos inventemos los hombres. La verdadera religión, la verdadera relación con Dios no es cosa que parta de nosotros, de nuestros inventos o nuestros deseos; grande puede ser el ansia que sintamos en el alma, en el espíritu de plenitud y de trascendencia pero el poder llegar a conocer a Dios y entrar en relación con El no es cosa que dependa de nosotros, de nuestro gusto o nuestras ideas. Algunos pueden pensar que se pueden hacer o crear una religión a su manera y a su medida; por eso tantas veces nos piden que cambiemos, porque, dicen, tenemos que acomodarnos a los tiempos de hoy y qué nos van a decir esas cosas antiguas. Grave error.
Hemos de reconocer y confesar que el Dios en quien creemos es el Díos de la Revelación, el Dios que quiso manifestársenos y revelársenos, darse a conocer por el hombre. Es Dios quien se nos va dando a conocer, va poniendo en nosotros, en nuestra vida señales que nos ayuden a descubrirle, a conocerle; y el conocimiento que podamos nosotros tener de Dios parte de lo que El se nos ha revelado. 
Esa revelación de Dios que nosotros conocemos como la historia de la salvación y que está contenida para nosotros en las Sagradas Escrituras, la Biblia, donde a través de toda la historia de la salvación, de toda la historia del hombre, en una palabra, se ha ido como condensando, recogiendo, y es por lo que nosotros decimos que es Palabra de Dios. La plenitud de esa revelación nos ha llegado en Jesús, verdadera Palabra de Dios, que viene a culminar todo ese proceso que a través de la ley y los profetas en el Antiguo Testamento nos había ido dando a conocer a Dios.
En la plenitud de los tiempos con la llegada de Jesús, con la encarnación del Hijo de Dios para hacerse hombre y traernos la salvación, venimos a alcanzar esa plenitud de revelación. ‘Nadie conoce al Padre sino el Hijo, ni nadie conoce al Hijo sino el Padre, y aquel a quien se la ha querido revelar’. Así nos dice Jesús en el Evangelio que viene a ser esa plenitud de revelación. 
No viene Jesús a anular toda la revelación que anteriormente Dios había ido haciendo de si mismo en todo lo que llamamos el Antiguo Testamento, por la Ley y los Profetas. Como nos dice hoy ‘No creáis que he venido a abolir la ley y los profetas; no he venido a abolir, sino a dar plenitud’. Recordemos, por ejemplo, cómo en aquella teofanía del Tabor, revelación de la gloria de Dios que se manifiesta en Jesús y que venía a alentar la fe de los discípulos en la cercanía de la pasión, junto a Jesús en aquella visión celestial de la divinidad aparecen Moisés y Elías, la ley y los profetas. 
Por eso para nosotros la Palabra de Dios no sólo está contenida en el Nuevo Testamento y los Evangelio, sino que toda la Biblia, antiguo y nuevo Testamento, son para nosotros esa Palabra de Dios que hemos de escuchar y que hemos de plantar en nuestra vida. Es todo ese proceso de revelación de Dios a través de toda la historia de la salvación con su plenitud en Jesucristo. 
En la ley y los profetas, en todo lo contenido en la historia de la salvación del Antiguo Testamento está la preparación que nos conduce a Jesús. Era la esperanza de aquel pueblo en el Mesías Salvador que había de llegar y que nosotros reconocemos en Jesús. Por eso también cuando leemos el Antiguo Testamento lo hacemos desde la perspectiva de Jesús, lo llegaremos a entender plenamente desde la revelación y la salvación que Jesús nos ofrece. Tampoco nosotros podemos hacernos una interpretación a nuestra manera y a nuestra medida con nuestras propias acomodaciones. Tenemos que ser fieles a lo que Dios nos ha revelado y a la salvación que El nos ha ofrecido.
Hoy Jesús nos enseña a ser fieles a esa revelación, a esa Palabra de Dios, a esos mandatos del Señor; hemos de saber ser fieles, como nos dice, hasta en las cosas pequeñas porque todo es camino hacia esa plenitud, todo es camino a alcanzar y vivir el Reino de Dios. ‘El que los cumpla y enseñe será grande en el Reino de los cielos’, nos dice Jesús hoy.

martes, 12 de junio de 2012


Felices con la sal y la luz de nuestra vida, felices con nuestra fe
1Reyes, 17, 7-16; Sal. 4; Mt. 5, 13-16
‘Vosotros sois la sal de la tierra… vosotros sois la luz del mundo…’ nos dice Jesús hoy en el evangelio. Pero quizá nos preguntemos qué sal es la que nosotros podemos tener para dar sabor y qué luz para iluminar. Nos vemos en ocasiones tan desorientados, tan sin saber qué hacer ante los problemas que nos presenta la vida o ante la situación que vive nuestra sociedad, que pensamos que nada o poco podemos hacer. Nos sentimos abrumados por tantas cosas y nos parece perder el rumbo, el sabor, el sentido, la luz. Nos parece que nada podemos ofrecer a los demás. 
Pero, sí, tenemos esa sal y esa luz. Y no la podemos ocultar ni echar a perder. Esa sal y esa luz es la fe que tenemos en Dios, la confianza que desde nuestra fe hemos puesto en Dios por encima de todas las cosas. Es la fe que nos marca el rumbo de nuestra vida; es la fe que nos da un sentido y valor a lo que somos y a lo que hacemos; es la fe que no nos deja tambalearnos cuando vengan esos desconciertos, esas soledades, o esos momentos que nos pueden parecer oscuros. 
Qué distinta es la vida de quien tiene fe y la vive de una forma consciente. Podrán aparecer tormentas en la vida, porque los problemas no nos faltan, pero nos sentimos seguros porque sabemos de quien nos fiamos; podrá haber momentos en que nos parezca que todo está oscuro, pero si nos fijamos bien siempre hay una luz en nuestra vida, y no tenemos miedo porque sabemos quien está a nuestro lado siempre. Nuestro Dios no nos olvida ni nos abandona. Su amor no  nos faltará y en El encontramos el apoyo y la fuerza para nuestro camino, para nuestras luchas, para salir de esas turbulencias. 
El avión en su travesía aérea en la altura se puede encontrar con turbulencias que pareciera que lo van a echar a tierra, pero tiene un piloto que con mano firme lo conduce en medio de esas turbulencias buscando por donde mejor salir de ellas y poder llegar feliz a buen puerto. Tenemos una mano firme y poderosa que nos guía. Dios está a nuestro lado y hemos de saber fiarnos de El para seguir nuestro camino, para realizar nuestra obra, para vivir con toda la intensidad nuestra vida. ¡Qué felices hemos de sentirnos con nuestra fe!
Pero como nos dice hoy Jesús en el evangelio esa sal es para dar sabor al mundo, esa luz es para iluminar a cuentos nos rodean. Esa fe que da sentido a nuestra vida, que ilumina nuestro caminar hemos de saber llevarla, trasmitirla, contagiarla a los demás. No siempre es fácil, porque habrá muchos a nuestro  lado que no quieran saber nada de esa sal y de esa luz, no quieran saber nada de la fe que ilumina nuestra vida, pero ahí está el testimonio que nosotros hemos de dar. Somos testigos de la fe, somos testigos del amor de Dios. Y nuestras obras y toda nuestra vida han de convertirse en testimonio.
‘Alumbre así vuestra luz a los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre del cielo’, nos dice Jesús hoy. La luz la vamos a reflejar en nuestras obras, en nuestra vida, en nuestro amor, en nuestra manera de vivir, en lo que son en verdad nuestros intereses. Quienes nos vean actuar, quienes escuchen nuestra manera de hablar, quienes contemplen el compromiso que vivimos en nuestra vida, tendrían que preguntarse del por qué de nuestro actuar, de esa manera de vivir. 
Somos testigos por el testimonio de nuestras obras llevamos luz a los demás a través de lo que hacemos. Si nadie se interroga por dentro por lo que nosotros hacemos, quizá tendríamos que preguntarnos si en verdad estamos dando un buen testimonio, si es suficiente lo que hacemos. 
Claro que tienen que estar nuestras palabras, la verdad de lo que decimos, verdaderamente convencidos de ello, pero esas palabras las rubricaremos con nuestras obras, como lo hacía Jesús. Porque no podemos callar lo que hemos visto y oído como decían los apóstoles, y lo que vivimos hemos de trasmitirlo a los demás, anunciarlo, hablar de nuestra fe, hablar de Dios, de Cristo y del evangelio.
No olvidemos lo que Jesús nos dice: ‘Vosotros sois la sal de la tierra… vosotros sois la luz del mundo…’ Y la sal no puede perder su sabor, y la luz no la podemos ocultar.

lunes, 11 de junio de 2012


La palabra de Jesús siempre es buena noticia, evangelio de esperanza
1Reyes, 17, 1-6; Sal. 120; Mt. 5, 1-12
Confieso que siempre que escucho las bienaventuranzas de Jesús me pongo en el lugar de aquellas personas que allí al pie del monte las oyeron de sus labios sintiendo la sorpresa que aquellas gentes sentirían mientras Jesús las pronunciaba. 
Cuando se nos dicen palabras que nos llenan de esperanza y que nos anuncian un cambio en la situación que vivimos en nuestra vida, muchas veces llenos de dolor y sufrimiento siente uno cómo se le revuelven las entrañas y poco menos que nos llenamos de emoción. 
Es la sorpresa de la Buena Noticia, la sorpresa con que hemos de escuchar siempre el evangelio que siempre nos anuncia algo nuevo y bueno para nuestra vida. Es una actitud o postura que no podemos perder cada vez que nos acerquemos al Evangelio porque de lo contrario estaríamos que poco menos que echando en saco roto la gracia del Señor al no sentirnos interpelados y conmovidos por su Palabra. 
Como digo, es lo que pudieron sentir aquellas personas a las que se les anuncian tiempos de dicha y de felicidad a los que estamos llenos de pobreza, de sufrimiento, de amarguras y problemas. 
A los pobres, los que sufren, los que lloran, los que nada tienen, los que lo están pasando mal, a los que no les faltan los problemas y los contratiempos incluso con persecución por tratar de ser fieles en la vida se les anuncian tiempos de dicha y de felicidad. Una buena noticia de un cambio para su vida con la llegada del Señor, con el Reino de los cielos. 
Y es el Señor que nos llena de paz y nos da fortaleza, pero es el Señor que transforma los corazones y aquellos que pasan por todas esas situaciones difíciles van a encontrar también en los hermanos que les rodean actitudes nuevas, acciones nuevas que van a ayudarles y sentir cómo sus vidas se transforman. Nos vamos a sentir todos reconfortados porque descubriremos a tantos a nuestro lado que ya están dando esas señales del Reino de Dios repartiendo consuelo, amor, misericordia, paz y trabajando seriamente por hacer un mundo mejor.
Encontrarán satisfacciones profundas para sus deseos, se sentirán fuertes en los momentos en los que cuesta mantener la fidelidad y la rectitud, alcanzarán misericordia porque ellos sabrán también tener misericordia y compasión para los que sufren a su lado. Habla Jesús de consuelo para los que sufren, de pan y justicia para los que tienen hambre de pan y de bien, de recompensa para los que saben mantener la fidelidad hasta el final, de visión de Dios para los que siguen siendo rectos y puros en su corazón. 
Es un mundo nuevo el que Jesús anuncia y todos sienten llenar su corazón de esperanza. Jesús ha comenzado a dar señales de que puede hacerse ese mundo nuevo cuando ha ido repartiendo compasión y misericordia con todos los que sufren en los signos que realiza, en los milagros con que va curando a los enfermos no solo de cuerpo sino también de su espíritu; ahora lo anuncia claramente con el mensaje de las bienaventuranzas que solemos llamar la carta magna del cristianismo. 
Los que luchan por lo bueno se sienten reconfortados con las palabras de Jesús y al mismo tiempo sienten más ganas de seguir siendo buenos, haciendo el bien, o comprometiéndose por los demás. Es lo que nosotros también tendríamos que sentir. Es así cómo tenemos que abrir nuestro corazón a la palabra de Jesús que es noticia buena, buena nueva, evangelio para nosotros y así también tenemos que llenarnos nosotros de esperanza pero al mismo tiempo sentirnos comprometidos por hacer ese mundo nuevo que llamamos Reino de Dios.
Dejémonos sorprender y cautivar por la Buena Nueva de Jesús y escuchemos allá en lo más hondo de nosotros mismos el mensaje esperanzador de las bienaventuranzas.

domingo, 10 de junio de 2012


Alzaré la copa de la Salvación en la Sangre de la Alianza Nueva y Eterna
Ex. 24, 3-8;
 Sal. 115;
 Hebreos, 9, 11-15;
 Mc. 14, 12-16.22-26
‘Era el primer día de los Ázimos, cuando se sacrificaba el cordero pascual’. Se iniciaba así la fiesta de la Pascua, pero ahora iba a ser la Pascua definitiva, la Pascua nueva y eterna. Se hacía memoria de una alianza que era ya la Alianza antigua; se estaban dando los pasos de la Alianza definitiva, la que iba a sellarse no con un cordero cualquiera, como el que cada año comían los judíos en recuerdo de la primera pascua. 
En la primera lectura del libro del Éxodo hemos escuchado el relato de la realización de aquella alianza. Se habían ofrecido holocaustos y un sacrificio de comunión. Con la sangre de los animales sacrificados se había consumado la alianza derramándola sobre el altar y aspergiando con ella al pueblo que se había comprometido a hacer cuando el Señor les mandaba. ‘Haremos todo lo que nos manda el Señor y le obeceremos’. De la salida de Egipto había quedado el recuerdo y el mandato de comer cada año la pascua, el cordero pascual.
Ahora era el verdadero Cordero Pascual el que iba a subir al altar del Sacrificio; su sangre sería ya para siempre la Sangre de la Alianza nueva y eterna; ‘no era la sangre de machos cabríos ni de becerros, sino la suya propia’, como dice la carta a los Hebreos; de ahora en adelante se iba a celebrar un nuevo memorial, el del Sacrificio de la Cruz, el sacrificio que había sido consumado derramando la Sangre que en verdad iba a ser nuestra redención, la Sangre de la Alianza nueva y eterna. 
Cristo es el ‘Mediador de una Alianza nueva’, como nos dice la carta a los Hebreos. ‘Su Sangre, en virtud del Espíritu eterno, se había ofrecido como sacrificio sin mancha para purificarnos y llevarnos al culto del Dios vivo’, nos seguía diciendo.  Y Jesús en la cena pascual nos había dado el signo convertido en sacramento de su presencia y de su pascua redentora, y de ahora en adelante habíamos de hacerlo en conmemoración suya para siempre. Celebramos ahora ya para siempre el memorial del Señor, de su pasión, muerte y resurrección.
Hoy lo estamos celebrando, cada vez que nos reunimos en Eucaristía hacemos memorial, celebramos la nueva y eterna pascua; cada vez que comemos de este pan que Jesús nos ha dado y bebemos de esta copa estaremos para siempre anunciando la muerte y la resurrección del Señor hasta que vuelva. Lo podemos hacer todos los días para que nunca nos falte su gracia, para hacernos partícipes de su Redención; lo hacemos de manera especial cada semana el día del Señor, el día en que conmemoramos su resurrección, celebrando así la Pascua del Señor. 
Hoy, sin embargo, es una fiesta especial, porque no nos queremos quedar encerrados en nuestras iglesias y templos, sino que queremos salir a la calle, salir al mundo para proclamar nuestra fe en la Eucaristía, en la presencia real y verdadera de Cristo en la Eucaristía; queremos proclamar que cada vez que celebramos la Eucaristía estamos celebrando el sacrificio redentor de Cristo haciéndolo presente en medio de nosotros, haciéndolo presente en nuestro mundo para que todos alcancen la redención lograda por esa sangre derramada, por ese sacrificio ofrecido en el altar de la cruz.
Con emoción en el alma y con temblor en el corazón nos acercamos hoy hasta el Altar del Sacrificio, hasta el Altar de la Eucaristía. Tenemos que detenernos y dejar que se emocione el alma ante la maravilla que celebramos, ante lo grandioso que Cristo nos permite celebrar en la Eucaristía, ante el Sacrificio de nuestra Redención. 
Estamos ante la Cruz redentora donde Cristo se inmoló por nosotros. Estamos ante el supremo sacrificio de la entrega de Cristo en el amor más grande y más sublime, del que da la vida por los que ama. Es lo que significa acercarnos al altar de la Eucaristía, al altar del sacrificio. No repetimos simplemente sino hacemos presente, porque el sacrificio de Cristo fue único y de una vez para siempre. Porque cuando celebramos al Eucaristía estamos siempre celebrando el mismo sacrificio, el de la Alianza nueva y eterna para el perdón de nuestros pecados. 
Sacrificio de redención y sacrificio de comunión; por eso la Eucaristía se convierte para nosotros en banquete donde comemos a Cristo, al Cristo que se entregó en sacrificio por nosotros y al que quiso ser pan de vida para que le comiéramos, para que nos llenáramos de su vida, de su amor, de su gracia y de su salvación.
Tenemos que despertar el corazón para que no se nos duerma en rutinas y frialdades y consideremos bien lo que celebramos y hemos de vivir. Porque lo celebramos y lo vivimos; no es una fiesta externa lo que queremos hacer, sino que tiene que nacer de verdad desde lo más hondo de nuestra vida. Tenemos que detenernos a pensar muy bien el misterio grande que estamos celebrando porque Dios se hace presente en medio de nosotros para hacernos llegar su salvación, para ser nuestra vida y nuestra fuerza, para hacerse alimento de nosotros y para que podamos llegar a vivir en su mismo amor.
 Lo expresaremos también exteriormente con signos y señales. Porque la Eucaristía es el gran signo del amor que el Señor nos ha dejado, porque vamos a acompañar nuestra fiesta y nuestra vivencia también de muchas señales externas al paso de Cristo Eucaristía en medio de nosotros con nuestros adornos, nuestras flores, nuestras alfombras, nuestros cánticos, con la alegría que llevamos en el corazón pero que ha de verse reflejada en nuestros rostros y también en las nuevas actitudes que vamos a tener hacia el Sacramento y hacia los hermanos que se convierten también para nosotros en sacramento de Dios, porque en ellos tenemos que ver al Señor y amarlos con el mismo amor del Señor.
No podemos separar nuestra la celebración y la fiesta de la Eucaristía del amor. No sólo es el amor de Dios que nos inunda sino que es el amor de los hermanos que necesariamente hemos de vivir. No puede haber Eucaristía sin amor, sin amor fraterno, sin un amor como el que Jesús nos tiene y que es con el que nosotros hemos de amar a los demás. Por eso, siempre en la fiesta de la Eucaristía celebramos la fiesta del amor, la fiesta de la caridad. 
La Eucaristía es sacrificio de comunión, pero esa comunión con Dios hemos de expresarla y vivirla en nuestra comunión con los hermanos. De lo contrario seríamos unos mentirosos porque no sería auténtica nuestra comunión con Dios si no vivimos esa comunión con los hermanos que tenemos a nuestro lado. Nos lo enseña el apóstol. 
Es el compromiso serio al que nos lleva siempre la Eucaristía. Después de cada Eucaristía tenemos que amarnos más y con mayor sinceridad y autenticidad. Porque no es un amor solo de palabras bonitas sino que tiene que ser efectivo, real, comprometido, auténtico. Y de tantas formas podemos expresar ese amor a los demás, esa caridad de Dios que tiene que llenar e inundar nuestro corazón para que se desparrame sobre los demás.
En ese sacrificio de Cristo que estamos celebrando tenemos que poner nuestro amor tal como lo vivimos y expresamos en nuestra vida, con sus logros, con esos momentos de auténtico cariño hacia los demás, con nuestros compromisos, pero también con sus dificultades, con los momentos en que nos cuesta amar a los demás y nos ponemos reticentes, con esos momentos que se nos atraviesan en el alma porque nos cuesta amar, o perdonar, o compartir, o poner buena cara a los que están a nuestro lado. Forman parte del sacrifico que nosotros, unidos al sacrificio de Cristo, también desde nuestra debilidad, queremos ofrecer al Señor para que el Señor nos lo devuelva convertido en gracia, en fuerza, en vida, en nuevo amor.
Estamos ahora celebrando el Sacrificio de Cristo, la fiesta de la Nueva Alianza en la Sangre derramada de Cristo, la fiesta grande de la Eucaristía. Pongamos toda nuestra fe, pongamos todo nuestro amor; llenemos nuestra vida de esperanza; pongamos toda nuestra vida junto al Sacrificio de Cristo. Sintamos su Sangre redentora que nos llena de vida. Dejémonos inundar por la alegría del Señor. Es fiesta. Es la fiesta de la Eucarisstía y del amor.