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sábado, 27 de octubre de 2012

Somos todos importantes en la edificación del Cuerpo de Cristo


Somos todos importantes en la edificación del Cuerpo de Cristo

Ef. 4, 7-16; Sal. 121; Lc. 13, 1-9
Bien sabemos que un edificio está compuesto o formado por distintos elementos. No todo son puertas ni todo son paredes, no todo son ventanas ni sólo es el techo lo que tenemos que considerar. Es el conjunto formado armónicamente por los diferentes elementos lo que constituirán el edificio.
Es la imagen que nos propone hoy el apóstol en su carta a los Efesios. Es lo que constituimos la Iglesia en sus diferentes miembros, pero también en sus diferentes carismas y ministerios. Pero todo para ‘la edificación del cuerpo de Cristo’, como nos dice el Apóstol. No todos en la Iglesia tenemos la misma función, pero todos formamos parte importante de esa Iglesia.
‘Y El ha constituido a unos, apóstoles, a otros, profetas, a otros evangelizadores, a otros pastores y doctores, para el perfeccionamiento del Cuerpo de Cristo…’ Así sigue siendo en la Iglesia, Cuerpo místico de Cristo, pero en que cada uno de sus miembros tiene su función, como en el edificio cada uno de los elementos tiene su razón de ser. Pero todos caminamos unidos movidos por una misma fe y en una misma dirección. ‘Un Señor, una fe, un bautismo…’ escuchábamos que nos decía ayer el apóstol. Todos unidos en una misma comunión construyendo el Reino de Dios.
‘Esforzaos en mantener la unidad del Espíritu, con el vínculo de la paz’, escuchábamos cómo nos exhortaba ayer el apóstol. Recordemos cómo Jesús en la última Cena rogaba al Padre por la unidad de todos los que creyeran en El, para ser una sola cosa. Qué importante esa unidad y esa comunión. Qué importante esa participación de cada uno en la misión de la Iglesia desde sus carismas y cualidades, desempeñando cada uno su función.
Y hasta el que se considera el más pequeño es importante. Podríamos pensar qué voy a hacer yo que soy tan poquita cosa. Esa poquita cosa que eres, esa poquita cosa que soy es ese pequeño grano de arena que participa y colabora en la unidad del conjunto. Ese conjunto, ese edificio de la Iglesia que está formado por esos pequeños ‘granos de arena’, que podríamos decir, pero donde todos son importantes y hasta esenciales para la construcción de su conjunto.
Cada uno de nosotros tiene su valor. Nos podremos considerar pequeños o mayores, gente en la plenitud de su vida y facultades, o con múltiples limitaciones desde las discapacidades que pueda haber en nuestra vida o desde lo que nos puede parecer la debilidad de nuestros muchos años, desde la imposibilidad en la que nos veamos quizá a causa de la enfermedad o desde la pobreza de nuestros medios o de nuestro ‘saber’, todos somos valiosos en la constitución de esa familia que es la Iglesia.
Cada uno tenemos nuestros dones y a cada uno no le faltará la gracia del Señor. ‘A cada uno de nosotros se le ha dado la gracia según la medida del don de Cristo’, que nos decía el apóstol. Todo ‘para la edificación del cuerpo de Cristo; hasta que lleguemos todos a la unidad en la fe y en el conocimiento de Cristo, al Hombre perfecto, a la medida de Cristo en su plenitud’. Dos veces nos lo repite ‘a la medida del don de Cristo’, todo para conducirnos a la plenitud que en Cristo podamos alcanzar.
Somos todos importantes en la Iglesia; el Papa, los Obispos, los sacerdotes tienen su lugar y su ministerio; los que viven una especial consagración al Señor en la vida religiosa con sus carismas, con su trabajo, con su oración están por su lado contribuyendo a la construcción del Reino de Dios; los que tienen especiales cualidades, los que han sentido en su corazón el compromiso por el trabajo apostólico en movimientos o en diferentes acciones eclesiales, realizan su labor por Reino; los que viven su vida en su trabajo, en su familia, en sus compromisos sociales en medio de la comunidad están también haciendo presente a Cristo en medio del mundo; pero todos, seamos quienes seamos, tengamos los valores que tengamos, quizá ocultos en una vida callada y escondida, sin embargo somos también importantes para la construcción del Reino de Dios.
Que el Señor nos haga comprender tan hermosa tarea. Que no enterremos nuestro talento aunque nos parezca insignificante. Que esa semilla plantada con la gracia de Dios en nuestra vida germine y llegue a producir muchos frutos para el Reino de Dios.

viernes, 26 de octubre de 2012


Conforme a la vocación a la que habéis sido convocados

Ef. 4, 1-6; Sal. 23; Lc. 12, 54-59
Por dos veces en este corto texto de la carta a los Efesios se nos habla de la vocación a la que hemos sido convocados. Sí, efectivamente, somos los convocados. Eso es la Iglesia, lo que la misma palabra Iglesia significa: es la asamblea de los que han sido convocados. Convocados a una fe, llamados por la gracia del Señor que nos ama a vivir una vida de fe, a una vida santa.
Cuando hablamos de vocación normalmente pensamos en esa vocación especial a la que el Señor nos llama y pensamos en la vida sacerdotal o en la vida religiosa. No lo negamos. Pero la vocación es anterior a esa llamada a un servicio o ministerio especial dentro de la Iglesia, porque la vocación, hemos de reconocer, nos viene desde el Bautismo. Hemos sido llamados desde nuestro bautismo a la vida de la gracia, a la vida de la fe, a ser cristianos. Ser cristiano es una vocación, una llamada de gracia por parte del Señor y una respuesta que damos a esa gracia para entrar en la vida cristiana, formando parte de la Iglesia.
Y es a esto a lo que especialmente hoy quiere referirse el apóstol Pablo en lo que le dice a la Iglesia de Éfeso. Por eso nos pide encarecidamente que vivamos ‘como pide la vocación a la que hemos sido convocados’. Si pensamos en aquella comunidad, como ya nos hemos referido, de aquel grupo de cristianos que viven en medio de aquella gran ciudad pagana, podemos darnos cuenta con más facilidad lo que estamos diciendo; allí están los que especialmente han sido llamados por la gracia del Señor y han respondido con su vida cristiana. A ellos les está pidiendo el apóstol que vivan conforme a esa vocación, por lo que han de resplandecer en una serie de virtudes y valores.
Se ha de notar allí en medio de aquella gente quiénes son los que creen en Jesús por el estilo de su vida, por su manera de vivir. Son cristianos, seguidores de Jesús y en algo tendrán que diferenciarse de los que los rodean. El apóstol les insiste en una serie de valores. ‘Sed siempre humildes y amables, sed comprensivos; sobrellevaos mutuamente con amor; esforzaos en mantener la unidad del Espíritu, con el vínculo de la paz…’
La fe en el Señor Jesús les ha de hacer vivir de esta forma nueva; el bautismo que han recibido les ha puesto en camino de esa unidad y de esa paz. Han de resplandecer en el amor. Esto nos recuerda lo que decía un autor antiguo en referencia a los cristianos que los paganos que veían su manera de vivir decían: ‘mirad como se aman’.
Todo esto tenemos que aplicárnoslo a nosotros. También se nos pide que andemos ‘como pide la vocación a la que habéis sido convocados’. Y, aunque en nuestra sociedad que llamamos cristiana en su conjunto la mayor parte están bautizados, sin embargo sabemos que no todos viven conforme a esa vocación bautismal. Por eso quienes más conscientes somos de la fe que queremos vivir con mayor intensidad hemos de dar ese ejemplo viviendo ‘como pide la vocación a la que hemos sido convocados’, viviendo conforme a lo que es nuestro ser cristiano. Y esos valores que les señalaba Pablo a los cristianos de Éfeso también en nosotros han de brillar con fuerza.
Nos une una misma fe en el Señor Jesús, sentimos todos que Dios es nuestro Padre, ‘que lo trasciende todo, lo penetra todo y lo invade todo’, hemos recibido el mismo bautismo, hemos sido fortalecidos con la gracia del Señor, que el amor sea en verdad nuestro distintivo, que seamos capaces de ‘mantener la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz’, como decía el apóstol.
¿Será así nuestra vida? ¿Será esa nuestra manera de actuar? En la vida de cada día, en nuestra convivencia diaria necesitamos de llenarnos de ese espíritu de humildad, de comprensión, de aceptación mutua, de unidad y comunión. Lejos de nosotros todo lo que pueda entorpecer esos valores y ese estilo de vida. Que la gracia del Señor nos acompañe. No nos faltará. Este es el grupo que busca la presencia del Señor.

jueves, 25 de octubre de 2012


Así llegaréis a vuestra plenitud, según la plenitud total de Dios

Ef. 3, 14-21; Sal. 32 Lc. 12, 49-53
El hombre aspira a cosas grandes, tenemos en el fondo del corazón deseos de perfección y de plenitud. Aunque muchas veces en la vida andemos demasiado envueltos en debilidades y flaquezas y no siempre vivamos en la mayor rectitud, sin embargo en el corazón hay deseos de lo bueno, del bien, de lo que consideramos más justo y verdadero. Podemos confundir los caminos o la manera de hacer las cosas porque las pasiones nos dominan y las tentaciones nos arrastran muchas veces por caminos que no quisiéramos recorrer, pero en el fondo tenemos deseos de lo mejor.
El apóstol en el texto de la carta a los Efesios que hoy hemos escuchado recoge de alguna manera esos sentimientos y esos mejores deseos que tengamos en el corazón. Termina diciéndonos hoy: ‘Así llegaréis a vuestra plenitud, según la plenitud total de Dios’.
El camino de la fe que los cristianos recorremos a eso  nos lleva, porque por nuestra fe nos sentimos impulsados a lo alto, a lo grande, a lo más hermoso, porque realmente la fe nos lleva a unirnos a Dios de manera que lleguemos a vivir su misma vida. La contemplación de la grandeza y el poder de Dios no nos anula ni nos hunde a pesar de que veamos nuestras limitaciones y nuestro pecado. Porque la maravilla del mensaje cristiano nos hace descubrir el amor de Dios que nos levanta, que restaura nuestra vida destrozada por el pecado y nos pone en caminos de plenitud y perfección.
Contemplar la grandeza del amor de Dios es estar también contemplando ese modelo de perfección y de amor que en Dios tenemos. Por algo Jesús nos repetirá en el evangelio en distintas ocasiones que seamos perfectos como nuestro Padre celestial es perfecto y seamos santos como Dios es santo.
Hoy escuchamos al apóstol haciendo una hermosa oración por aquellos cristianos de Éfeso. ‘Doblo mis rodillas ante el Padre’, nos dice para mostrarnos ese postrarse ante Dios para hacer su oración. Un postrarse ante Dios para adorarle, para reconocer su grandeza y la maravilla de su amor. Pero pide ‘que de los tesoros de su gloria os conceda por medio de su Espíritu: robusteceros en lo más profundo de vuestro ser; que Cristo habite por la fe en vuestro corazones, que el amor sea vuestra raíz y vuestro cimiento…’
Hermosa oración. Una oración en la que está pidiendo por la fe de aquella comunidad, una fe que les hace sentirse fuertes, pero una fe que vivan con la mayor madurez y profundidad. ‘Robusteceros en lo más profundo de vuestro ser’, les dice. Pero a continuación dice algo muy hermoso a lo que de alguna manera ya hemos hecho alusión. ‘Que Cristo habite por la fe en vuestros corazones’. La fe nos hace habitar en Dios y Dios en nosotros. Nos recuerda lo que Jesús nos anunciaba en la última cena: ‘El que me ama, se mantendrá fiel a mis palabras. Mi Padre lo amará, y mi Padre y yo vendremos a El y viviremos en él…’ Viviremos por la fe de tal manera nuestra unión con el Señor, que El habitará en nuestros corazones.
‘Que el amor sea vuestra raíz y vuestro cimiento’, nos dice. Cuando lleguemos a vivir en ese amor estaremos trascendiendo nuestra vida de forma maravillosa. El amor cristiano es la sabiduría de nuestra vida que nos conduce a la mayor plenitud. ‘Así llegaréis a la plenitud según la plenitud total de Dios’, nos dice.
Es el camino de perfección que desde nuestra fe emprendemos en la vida. Desde esa sentiremos deseos hondos en el alma, pero sentiremos también la fuerza del Espíritu de Dios para superarnos, para purificarnos, para crecer y para madurar, para llegar a la mayor plenitud de vida. Caminemos ese camino de fe y de amor que nos lleva a Dios y que nos hace alcanzar la mayor plenitud en Dios. Seremos esa criatura nueva, ese hombre nuevo nacido desde el evangelio salvador de Jesús. 

miércoles, 24 de octubre de 2012


Busquemos el agua de la fe que se convierte en luz y vida para nuestro existir

Ef. 3, 2-12; Sal.: Is. 12, 2-6; Lc. 12, 39-48
Allí donde está el agua vamos a buscarla para saciar nuestra sed. Sedientos acudimos con fe hasta donde sabemos que está la fuente del agua que calme hasta la saciedad nuestra sed.
Humanamente el sediento busca el agua, porque sin ella no puede vivir, pero no se trata ahora de esa agua material encontrada en fuentes humanas la que queremos buscar, sino que buscamos quien nos dé verdadera plenitud a nuestra vida, nos haga alcanzar la verdadera sabiduría y nos revele el verdadero misterio de Dios y en consecuencia del hombre por El creado. Con un gozo lleno de esperanza vamos buscando esa fuente porque sabemos que nos dará la verdadera felicidad.
‘Sacaréis agua con gozo de las fuentes de la salvación’, hemos rezado y repetido desde nuestra oración en el salmo. Buscamos el agua de la fe que al mismo tiempo se convierte para nosotros en luz y en vida. Buscamos realmente a Dios. Reconocemos su grandeza, el misterio de su revelación y la maravilla de su amor.
San Pablo nos ha hablado en la carta a los Efesios que seguimos escuchando de ‘la riqueza insondable que es Cristo’. Y nos manifiesta cómo en los tiempos de la plenitud de Cristo se ha revelado en su totalidad ese misterio de Dios que a la larga viene a engrandecernos cuando nos hace partícipes de la vida divina y nos hace a todos ‘miembros del pueblo santo de Dios, coherederos y partícipes de la promesa de Jesucristo por el Evangelio’.
Hoy el apóstol nos dice que aunque se siente insignificante sin embargo ha recibido la misión de ‘anunciar a los gentiles la riqueza insondable que es Cristo e iluminar la realización de su misterio’, misterio que a él se le había revelado, se le había dado a conocer por la pura benevolencia de Dios que quiso llamarlo a esta misión, aunque él se considera indigno.
Creo que a quienes también se nos ha confiado esa misión y ese ministerio de la predicación dentro de la Iglesia esto nos ayuda y nos hace pensar en cuánto hemos recibido del Señor. Nada somos y muchas veces indignos porque somos pecadores, pero Dios ha querido contar con nosotros. Eso nos tiene que hacer humildes y agradecidos; esto nos obliga a crecer más y más en esta fe y en este conocimiento del misterio de Dios para poder trasmitirlo con fidelidad al pueblo de Dios que se nos ha confiado. Por eso también con humildad pedimos al pueblo cristiano que esté a nuestro lado apoyándonos en la oración para que seamos en verdad fieles a esa gracia del Señor.
Pero creo que para todos es una invitación que nos está haciendo el Señor para que crezcamos más y más en nuestra fe; una invitación que tiene que sembrar inquietud en nuestro corazón por querer profundizar en ese conocimiento del misterio de Dios. Es una oportunidad, una gracia del Señor, este Año de la Fe al que nos ha convocado el Papa y que ya hemos iniciado para que aprovechemos todos los medios que estén a nuestro alcanza para esa maduración de nuestra fe, ese querer buscar todo lo que pueda ayudarnos a esa mayor formación cristiana.
Busquemos con sinceridad esas fuentes de nuestra salvación; acudamos con fe a la Palabra del Señor que se nos trasmite en la Biblia y propongámonos el leer con atención, con profundidad los evangelios y toda la Sagrada Escritura para ir creciendo en ese conocimiento de Jesús. Que esa agua viva de la fe, de la gracia ilumine nuestra vida para que se sacie de verdad nuestro corazón, pero que se sacie en el Señor que es quien sacia esa sed profunda que pueda haber en nuestro espíritu y nos conduce a la plenitud. Allí donde está el agua viva vayamos a buscarla para saciar nuestra sed.
‘Sacaréis aguas con gozo de las fuentes de la salvación’.

martes, 23 de octubre de 2012


La dicha de la fe que nos llena de paz y de la vida de Dios

Ef. 2, 12-22; Sal. 84; Lc. 12, 35-38
¡Qué dicha más grande que podamos tener iluminada nuestra vida por la luz de la fe! Tenemos que valorar mucho la fe que tenemos en Jesús que tanto sentido y valor da a nuestra vida. No es un adorno que podamos quitar o poner en nuestra vida sino que es algo fundamental que dé sentido a nuestro existir. Tenemos que considerar mucho la importancia de la fe, la importancia y la alegría que hemos de sentir por tener fe.
Hoy el apóstol en la carta a los Efesios les hace estas consideraciones, recordándoles cómo vivían cuando aún no tenían fe porque aun no habían descubierto a Cristo, no se les había anunciado para que creyesen en El. La comunidad de Éfeso partía principalmente desde un mundo pagano. Aunque Pablo cuando iba anunciando el evangelio normalmente comenzaba predicando en la sinagoga a los judíos, pronto este anuncio del Evangelio lo había también a los gentiles y la comunidad de Éfeso estaba formada por creyentes en Jesús que en su mayoría provenían del mundo pagano.
Por eso les dice ‘entonces no teníais un Mesías, erais extranjeros a la ciudadanía de Israel y ajenos a las instituciones portadoras de la promesa. En el mundo no teníais ni esperanza ni Dios’. Vivían en un mundo sin la luz de la fe en el Dios verdadero. ‘Ahora, en cambio, estáis en Cristo Jesús’, les dice. Han abrazado la fe en Cristo y se han derribado todos los muros que nos separan porque en Cristo, por la sangre derramada por  nosotros en la cruz alcanzamos la paz y la salvación.
Con Jesús ha de desaparecer para siempre el odio que nos divide y nos separa; con Jesús seremos ya un hombre nuevo, el hombre nuevo de la gracia, de la vida, de la santidad. ‘Reconcilió con Dios a los pueblos uniéndolos en un solo cuerpo mediante la cruz, dando muerte en El al odio. Vino y trajo la noticia de la paz... a los de lejos… a los de cerca…’ a todos porque ahora todos podemos acercarnos a Dios de un modo nuevo.
Nos está hablando el apóstol de esa vida nueva que hemos de vivir desde nuestra fe en Jesús; una vida nueva en la que ya no cabe el odio, sino todo tiene que ser amor y paz; una vida nueva en la que nos sentimos para siempre reconciliados y ya nada nos puede separar a unos de otros, porque para siempre tenemos que sentirnos hermanos; una vida nueva que nos acerca a Dios porque nos llena de la vida de Dios al que ya podemos llamar Padre.
¡Qué dicha la fe que tenemos en Jesús! Qué felices tendríamos que sentirnos porque con Jesús todo tiene que ser distinto, con Jesús siempre en todo y con todos hemos de sentirnos en paz. Qué dichosos somos cuando sentimos que en Jesús somos amados de Dios, tan amados que El es para nosotros nuestro Padre, somos sus hijos, y ya no nos faltará nunca su presencia, su gracia, su amor. Qué dicha sentirnos amados de Dios. Para eso derramó Cristo su Sangre en la cruz, para que podamos sentir para siempre esa dicha. Por eso, como decíamos al principio, qué dicha más grande sentir nuestra vida iluminada por la luz de la fe.
Qué dicha esa comunión nueva que entre los que creemos en Jesús se ha establecido para ser como una familia, para formar una comunidad, para ser ese pueblo de Dios. Como nos dice el apóstol ‘sois ciudadanos del pueblo de Dios y miembros de la familia de Dios… sois templo consagrado al Señor… para ser morada de Dios por el Espíritu’. Cimentamos nuestra vida en Jesús por la fe que tenemos en El. Cristo Jesús es la piedra angular de ese edificio que formamos todos los que creemos en El, ese templo consagrado al Señor.
Que crezca más y más nuestra fe en Jesús. Que la reafirmemos bien en Cristo y que con alegría y valentía también la proclamemos a los demás para que todos puedan tener también esa dicha, para que todos puedan glorificar para siempre así al Señor.

lunes, 22 de octubre de 2012


Por pura gracia estamos salvados, seamos humildes y agradecidos con una vida más santa

Ef. 2, 1-10; Sal. 99; Lc. 12, 13-21
‘Dios, rico en misericordia, por el gran con que nos amó, estando nosotros muertos por los pecados, nos ha hecho vivir con Cristo - por pura gracia estáis salvados -, nos ha resucitado con Cristo Jesús y nos ha sentado en el cielo con El’.
Parecería que no es necesario hacer ningún comentario más. Es tan hermoso el mensaje que nos trasmite. Nos habla de la misericordia de Dios, la riqueza de la misericordia de Dios, la abundancia de su misericordia y su gracia; nos habla del amor con que no amó, no un amor cualquiera sino que nos habla de un amor grande.
Y todo eso para hacernos vivir. Porque estábamos muertos por nuestros pecados. Todo eso sin merecimiento alguno por nuestra parte: estábamos muertos por nuestros pecados. Es un regalo de Dios, pura gracia que nos da la salvación y no por nuestros merecimientos. Como nos dirá a continuación, ‘estáis salvados por su gracia y mediante la fe’. Nos regala el Señor la salvación y nosotros con fe la acogemos. ‘No se debe a las obras para que nadie pueda presumir’, nos dice.
¿Seremos conscientes de esta maravilla del amor de Dios? Tendríamos que detenernos para meditarlo, para rumiarlo una y otra vez y no tendríamos que cansarnos de dar gracias. Tal es la maravilla de ese amor. Tal es la maravilla de ‘la inmensa riqueza de su gracia, de su bondad para con nosotros’. Estábamos muertos y él nos ha traído a la vida, nos ha resucitado, nos ha dado nueva vida. Tenemos que aprender a dar gracias a Dios con toda nuestra vida, lo tendríamos que estar haciendo en todo momento.
Si en la vida somos desagradecidos con alguien y ante el menor detalle que tengan con nosotros no fuéramos agradecidos y le manifestáramos nuestra gratitud, de nosotros dirían muchas cosas, que nos falta nobleza, que no somos humildes para reconocer lo que han hecho con nosotros, nos mirarían mal. Pero resulta que nos portamos así con Dios y nos quedamos tan tranquilos. Cuántas veces hacemos como aquellos leprosos del evangelio que cuando fueron curados por Jesús no tuvieron la delicadeza de volver atrás para venir a darle gracias; solo uno lo hizo. Así hacemos tantas veces nosotros en la vida con Dios.
Si fuéramos concientes de verdad cómo tendría que ser nuestra respuesta. Y nosotros seguimos con nuestra mezquindad, seguimos contando lo que hacemos como si fueran merecimientos con los que exigir la salvación, seguimos con nuestras ruindades y pecados, seguimos con la pobreza de nuestro amor. Quien se siente amado de esta manera tan maravillosa no tendría que hacer otra que cosa que amar, y amar sin medida, sin cansancio; convertir toda la vida en amor. Seamos agradecidos y seamos humildes; sepamos reconocer las obras del Señor en nuestra vida. ‘Somos obra suya’, nos dice el apóstol, porque con su gracia nos ha creado y nos ha redimido, nos ha salvado y nos ha llenado de la vida divina.
Pero ya no es solo el que mostremos nuestra gratitud sino la manera con que respondamos haciendo que nuestra vida sea ya para siempre una vida santa. Si hemos sido resucitados, rescatados de nuestra muerte de pecado, justo sería que ahora hiciéramos todo lo posible para no volver a esa anterior vida de pecado. Pero qué pronto caemos en nuestras rutinas y frialdades, qué pronto volvemos a nuestra vida de pecado y de muerte.
Que se despierte nuestra fe; que se sensibilice nuestro corazón, que abramos en verdad nuestro espíritu a la gracia de Dios y demos la respuesta de santidad que el Señor pide de nosotros. No es otra cosa que responder a la gracia del Señor.

domingo, 21 de octubre de 2012


Dispuestos a hacer como Jesús y beber el cáliz de ser el último y servidor de todos

Is. 53, 10-11; Sal. 32; Hb. 4, 14-16; Mc. 10, 35-45
Hay ocasiones en que, aunque nos hayan explicado bien las cosas, sin embargo se nos ha metido una idea en la cabeza que no podemos quitar y parece que todo lo que hacemos es un buscar o conseguir aquello que habíamos imaginado o deseado. Somos algo así como de ideas fijas que siempre nos están rondando en la cabeza y no queremos detenernos hasta que lo hayamos conseguido.
Algo así les pasaba a los discípulos de Jesús; se habían hecho una idea del Mesías que, aunque Jesús tratara de explicarles una y otra vez lo que iba a suceder, en el fondo seguían con sus sueños y aspiraciones. Jesús les había anunciado en diversas ocasiones lo que iba a ser su pasión, lo que le iba a suceder cuando subieran a Jerusalén, pero no les cabía en la cabeza. En diversos momentos lo hemos escuchado, incluso cómo Pedro trataba de quitarle esa idea de la cabeza a Jesús.
Aunque en versículos inmediatos, lo que cronológicamente pudiera haber sucedido también poco antes, ahora dos de los discípulos, dos del grupo de los Doce que Jesús había escogido para hacerlos apóstoles, se atreven a acercarse a Jesús para manifestarle lo que son sus sueños y aspiraciones. La idea de triunfo estaba muy presente en sus aspiraciones; el hecho de que mucha gente siguiera entusiasmada a Jesús les hacía tener sus sueños, y además ellos un día lo habían dejado todo para seguirle, para estar con El; justo sería aspirar a primeros puestos en su Reino, sin haber entendido bien lo que era el Reino de Dios anunciado por Jesús.
‘Maestro, queremos que nos hagas lo que te vamos a pedir… ¿qué queréis que haga por vosotros?... Concédenos sentarnos en tu gloria uno a tu derecha y otro a tu izquierda’. ¿A qué gloria se estaban refiriendo? ¿Sería la gloria inmediata del Mesías liberador que aguardaban para darle la libertad al pueblo de Israel y establecer un reino nuevo? ¿Sería la gloria futura en una referencia de trascendencia hasta el cielo? Podría ser de una manera o de otra pero en nuestros sueños muchas veces, demasiadas veces nos quedamos de tejas para abajo en lo más inmediato.
‘No sabéis lo que pedís’, es la primera respuesta de Jesús. ¿Aún seguís soñando? ¿No habéis terminado de ver lo que sido mi camino y mi vida y no habéis escuchado los anuncios que he hecho de lo que va a ser mi pascua? Estáis conmigo, os he llamado incluso de manera especial para constituiros apóstoles, habéis sido testigos muy directos de lo que yo he ido haciendo y anunciando, estáis conmigo y habéis visto bien lo que es mi camino, mi vida, ¿Queréis estar conmigo? ¿Queréis seguir mi camino? ¿Seréis capaces de hacerlo? ‘¿sois capaces de beber el cáliz que yo he de beber?’
Seguir a Jesús para estar con El en su reino no es algo que podamos tomarnos a la ligera. Seguir a Jesús tiene sus exigencias, porque seguir a Jesús es querer vivir su misma vida. Y vivir su vida es ponernos en la misma actitud de amor con que El vivía y se entregó. Vivir su vida no es buscar grandezas ni primeros puestos. ‘El pasó haciendo el bien’, diría más tarde Pedro. Y el pasar haciendo el bien fue una vida de entrega, de amor, de servicio, de humildad.
Es la actitud permanente de Jesús, el Hijo de Dios que el Padre nos había entregado para manifestarnos así lo que era el amor que nos tenía. Lo vemos entre los pobres y sencillos; lo vemos al lado de los que sufren y de los que necesitan salud, vida, paz; lo vemos acercándose a los pequeños, a los niños, a los que nada tenían.
Su nacimiento fue pobre entre los pobres de manera que ni había sitio para El en la posada y el primer anuncio de su nacimiento se hizo a los pobres de Belén, a los pastores que estaban al raso cuidando sus rebaños. La mayor parte de su vida la pasó oculto en Nazaret un pequeño pueblo que ni era bien considerado por los pueblos limítrofes y entre los humildes y trabajadores de manera que mereciera ser llamado ‘el hijo del carpintero’.
Cuando le vemos caminar por las aldeas y pueblos de Palestina, ya fuera en Galilea, Samaría o Judea, será entre los pobres y los sencillos, como los pescadores del mar de Galilea, o entre los que no eran bien considerados por los que se creían poderosos porque comería con los publicanos, los pecadores, las prostitutas que a El se acercaban, aunque los letrados y fariseos por eso mismo lo rechazaran.
Ahora sube a Jerusalén donde ha anunciado que va a ser entregado en manos de los gentiles y donde va a beber el cáliz de la pasión y de la muerte. ¿Será ese el cáliz que ellos estarán dispuestos a beber?
La respuesta fue rápida y rotunda. ‘Podemos’, responden. Por Jesús están dispuestos a todo, aunque haya cosas que aún no terminen de entender. Beberán el cáliz y merecerán entrar en su gloria, pero lo de puestos a la derecha o la izquierda eso serán otras cosas, se necesitará algo más. Es cosa del Padre del cielo, pero que se conseguirá si seguimos en verdad las pautas que Jesús nos propone para nuestro camino por la tierra.
Los otros diez andan por allí alborotados. ‘Se indignaron contra Santiago y Juan’.  Parece como si andaran divididos. El grupo de los doce con el que Jesús tanto había trabajado para hacerlos vivir en una especial comunión parecía que pudiera romperse. Pero ese no puede ser el estilo de los discípulos de Jesús en que por causa de nuestras ambiciones andemos con nuestras reticencias y envidias que nos pueden llevar por malos caminos.
Cuánto tenemos que seguir escuchando desde la sinceridad del corazón estas palabras y enseñanzas de Jesús, porque aun seguimos nosotros - también en la iglesia de Jesús, tenemos que reconocer con pena - con nuestras aspiraciones a hacer carrera o con nuestros malos deseos que nos hacen echarnos el traspié los unos a los otros en la vida.
Y Jesús los llama, y pacientemente vuelve a repetirles la lección. El estilo de los que seguimos a Jesús no puede ser nunca el del dominio, la manipulación o la opresión sobre nadie. ‘Vosotros nada de eso; el que quiera ser grande, sea vuestro servidor, y el que quiera ser primero que sea esclavo de todos. Porque el Hijo del Hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por todos’.
No podemos hacer otra cosa que lo que hizo Jesús. ‘Pasó haciendo el bien’. Ya lo hemos recordado. Ya contemplamos sus actitudes, su manera de ser y de hacer las cosas. Es el modelo, es el camino, es la verdad, la única verdad de nuestra vida. Servir, hacerse el último, ser capaz de gastarse por los demás olvidándose de si mismo. Estar entre los humildes y pequeños para siempre pequeño y servidor. No nos importe pasar desapercibidos si hacemos el bien aunque no nos lo reconozcan.
‘Aprended de mí’, nos dirá Jesús en otra ocasión y seamos capaces de llenar nuestro corazón de mansedumbre, de amor, de entrega, de humildad, de ser capaces de pasar desapercibidos y no importa también que ignorados; llenemos nuestro corazón de comprensión, de capacidad para perdonar siempre porque siempre para nosotros lo primero sea el amor.
Aunque muchas veces se nos pueda meter en la cabeza la tentación de la ambición y los deseos de grandeza, nosotros queremos seguir a Jesús y hacer como El. No podemos hacer otra cosa que lo que hizo Jesús y estaremos también dispuestos a beber el mismo cáliz que bebió El.