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sábado, 29 de junio de 2013

Con la fe de Pedro nació la Iglesia y en comunión con Pedro vivimos nuestra fe en Jesús

Hechos, 12, 1-11; Sal. 33; 2Tim. 4, 6-8.17-18; Mt. 16, 13-19
Con la fe de Pedro nació la Iglesia y en comunión con Pedro vivimos con seguridad y certeza la fe de la Iglesia en Jesús. Casi como un eslogan resumimos así el mensaje que nos trasmite la festividad que hoy estamos celebrando.
Con alegría está toda la Iglesia celebrando hoy la solemnidad de los santos apóstoles san Pedro y san Pablo. ‘Tú nos llenas de santa alegría en la celebración de la fiesta de san Pedro y san Pablo’, hemos expresado en la oración litúrgica. O como diremos en el prefacio expresando nuestra acción de gracias al Señor ‘en los apóstoles Pedro y Pablo has querido dar a la Iglesia un motivo de alegría’.
Hemos escuchado en el evangelio cómo Pedro confiesa su fe en Jesús. Había preguntado, como ya recientemente hemos meditado también, qué pensaba la gente de Jesús y luego les había trasladado directamente la pregunta a aquellos discípulos más cercanos, a aquellos Doce que había llamado de manera especial para constituirlos apóstoles. ‘Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?’
Ya hemos escuchado y meditado muchas veces la respuesta de Pedro. ‘Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo’. No lo respondía Pedro por sí mismo, aunque mucho hubiera aprendido al estar al lado de Jesús y grande fuera su amor y entusiasmo por El. Esto era revelación de Dios allá en lo más hondo de su corazón. ‘Eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo’.
Había sentido Pedro en su corazón esa revelación de Dios y se había dejado conducir por el Espíritu que le revelaba en su corazón el misterio de Jesús. Por eso podía hacer tan hermosa confesión de fe. Allí está el Ungido de Dios, el Mesías de Dios, el Hijo del Dios vivo. Con qué seguridad lo podía afirmar Pedro. Cuánto tenemos nosotros que aprender. Si abrimos nuestro corazón a la fe el Señor se nos revelará también allá en lo más hondo de nuestro corazón.
No son sólo nuestros razonamientos aunque Dios nos dio capacidad en nuestra inteligencia y nuestra voluntad para elevar nuestro corazón y nuestro espíritu a Dios, pero pesan como un lastre tantas cosas que nos arrastran hacia abajo y nos nublan los ojos del corazón. Cómo tenemos que aprender a contar con Dios y dejarnos conducir. El Señor va poniendo muchas señales en nuestro camino para que lo encontremos y deja a nuestro lado quienes en su nombre nos ayuden y nos orienten para encontrar ese camino.
Y con la fe de Pedro nació la Iglesia. Claro que tenemos que decir para aclarlo bien que la Iglesia nace del corazón de Cristo que nos convoca y nos llama y en su sangre redentora derriba los muros que nos separan para que podamos llegar a vivir esa necesario comunión de fe y de amor que es la Iglesia. Pero tras esta confesión de fe de Pedro se nos manifiesta claramente lo que es la voluntad de Cristo, lo que quiere para nosotros los que ponemos toda nuestra fe en El.
‘Tú eres piedra - Pedro - y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia… y a ti, Pedro, - a tí que eres la piedra - te daré las llaves del Reino de los cielos…’ Cristo nos quiere en Iglesia;      Cristo nos quiere en comunión; Cristo nos quiere una familia, nos quiere hermanos; Cristo quiere que ese amor que nos tengamos nos haga ser un edificio sólido y nos deja un fundamento, un punto de unión, una señal de esa comunión que tiene que haber, de ese ser Iglesia, que es Pedro. Y es en Pedro, la piedra, que pondrá como fundamento de su Iglesia. La piedra angular es Cristo, pero en el cimiento está Pedro que estará unido a Cristo porque ya ha confesado su fe en El.
Tenemos que ser Iglesia. Así nos quiere Jesús. ¿Queremos otro motivo? Su mandamiento del amor. Porque nos amamos, y con un amor nuevo y distinto porque es un amor como el de Jesús, necesariamente tenemos que sentirnos en comunión, necesariamente tiene que haber unión entre todos los que creemos en Jesús, tenemos que ser Iglesia. Y en esa comunión entre nosotros, pero en esa comunión con el que es la piedra y el fundamento tenemos asegurada nuestra fe. El tiene las llaves; él es el que nos trasmite, y lo hace con toda fiabilidad, todos los fundamentos de esa fe en Jesús. Es en la tradición de la Iglesia, en el magisterio de la Iglesia trasmitido a través de los siglos - eso viene a significar lo de la tradición de la Iglesia - donde tenemos la garantía de esa fe en Jesús, de que se nos está trasmitiendo la verdad de Jesús.
Eso tenemos que expresarlo y vivirlo de muchas maneras y en toda circunstancia. En la liturgia lo expresamos claramente cuando confesamos nuestra fe en la Iglesia, una santa, católica y apostólica. Una Iglesia universal, pero una Iglesia enraizada en la fe de los apóstoles; por eso decimos apostólica. ‘Acuérdate, Señor, de tu Iglesia extendida por toda la tierra, y con el Papa y con nuestro Obispo y con todos los que en ella cuidan de tu pueblo, llévala a su perfección por la caridad’, que decimos en la plegaria eucarística.
‘Haz que tu Iglesia se mantenga siempre fiel a las enseñanzas de aquellos que fueron fundamento de nuestra fe cristiana’, que pedíamos en la oración de esta fiesta. Que crezca nuestra fe y nuestra comunión de Iglesia. Hoy que de manera especial celebramos el día del Papa, porque miramos a Pedro y en Pedro a sus sucesores como Obispos de Roma, pero como pastores de la Iglesia universal según la voluntad de Cristo. Damos gracias a Dios por el Papa, por nuestro Papa actual Francisco en quien tenemos que sentirnos en íntima comunión, pero con corazón agradecido por aquellos Papas que a lo largo de nuestra vida hemos conocido y han ido conduciendo guiados por el Espíritu en los últimos tiempos a la Iglesia de Dios.
Que el Espíritu divino esté en el corazón del Papa en esa misión que tiene para toda la Iglesia y le dé la fortaleza que necesita para conducir el pueblo de Dios en nuestro tiempo. Oremos por el Papa.


viernes, 28 de junio de 2013

El Evangelio del Reino no solo es proclamado sino confirmado con las obras

Gén. 17, 1.9-10.15-22; Sal. 127; Mt. 8, 1-4
El evangelio del Reino de Dios no solo es proclamado con palabras sino que es confirmado con las obras. Fue el primer anuncio de Jesús cuando comienza su actividad pública; estos días lo hemos escuchado proclamarlo y explicarlo en el Sermón del Monte de las Bienaventuranzas.
Con todo detalle ha ido explicándonos Jesús cómo hemos de vivir el Reino, que no solo es decir ‘Señor, Señor’, como ayer escuchábamos, sino hacer la voluntad del Padre, escuchar las Palabras y enseñanzas de Jesús pero llevándolas a la práctica. Unas actitudes nuevas, unos valores distintos, una mayor profundidad de vida, un nuevo estilo de espiritualidad, una nueva manera de vivir el amor sintiendo que todos hemos de amarnos, una nueva forma de relacionarnos con Dios con un nuevo estilo de oración; nos enseña también cómo hemos de orar.
Ahora Jesús ha bajado del monte y en las obras de Jesús se va a manifestar lo que es ese Reino de Dios y cómo hemos de vivirlo. No se queda en el anuncio, sino que veremos irse realizando ese Reino de Dios. La misma multitud que en el Sermón de la Montaña ha sido testigo de sus palabras, lo es ahora de la manifestación de ese Reino de Dios por las obras.
‘Se le acercó un leproso, se arrodilló y le dijo: Señor, si quieres puedes limpiarme… quiero, queda limpio’, le dice Jesús.  Un leproso que es curado; un leproso en quien comienza una nueva vida; un leproso hasta ahora marginado de la sociedad, que vuelve al encuentro con los suyos y con la comunidad; un leproso abocado a la muerte en el mal de su enfermedad - podríamos decir que por la forma en que le obligaban a vivir era como un muerto viviente - pero que con la presencia de Jesús ahora se llena de vida. Un leproso que no era solamente aquel enfermo de la lepra que se acercó y se postró ante Jesús, sino que representa mucho más.
Ya decíamos que ahora en las obras se manifiesta la realidad del Reino de Dios. Es liberado del mal y ya el maligno no tiene ningún poder sobre él; su único Señor será ya para siempre su Dios. La curación de aquel leproso nos está hablando de un mundo nuevo, en que no solo nos podemos ver liberados de la lepra o de cualquier enfermedad, sino mucho más hondo vernos liberados de tanto mal que nos ata y nos esclaviza. El recuperar la vida sana de aquel leproso nos puede estar hablando de cómo con Jesús y su salvación nosotros podemos vernos liberados de tanta muerte como dejamos meter en el alma con nuestro desamor y nuestro pecado.
La transformación de la vida de aquel hombre con su sanación nos está hablando de la transformación de nuestros corazones cuando en verdad aceptamos el evangelio del Reino y lo convertimos en norma, en sentido y en cauce por donde se rija y camine nuestra vida; pero esa transformación nos puede hablar de la transformación de nuestro mundo; se rompían muchos moldes con el hecho de aquel leproso pudiera llegar a los pies de Jesús y que Jesús incluso extendiendo su mano lo tocase.
Los leprosos tenían que vivir aislados de todos, no se podían acercar a nadie, incluso si alguien descuidadamente se acercase a ellos tenían que gritar que eran impuros para que no llegasen hasta ellos; y por supuesto tocarlos con la mano era incurrir en una impureza legal. Todo eso cambia y se hace de forma distinta a partir de ese momento; se están manifestando las señales del Reino donde nadie puede ser excluido, no nos hace impuros lo que nos entre por la boca sino la maldad que pueda haber en nuestro corazón, y a nadie podemos discriminar por ningún motivo, porque todo hombre, sea cual sea su condición es mi hermano.
En las obras, en el nuevo estilo y sentido de vida y de hacer las cosas se estaba manifestando el Reino de Dios. En nuestras obras, en nuestra nueva forma de vivir y de relacionarnos con Dios y con los demás hemos de manifestar que nosotros vivimos el Reino de Dios, damos señales con nuestra vida de ese Reino de Dios. Nunca más podemos discriminar a nadie; nunca más podemos ponernos encima de pedestales que nos alejen o aíslen de nuestros hermanos sean quienes sean; ya para siempre somos hermanos que nos queremos y que nos tendemos la mano sin ningún tipo de condicionante o de reserva.

¿Daremos en verdad las señales del Reino de Dios en nuestra vida? De Jesús tenemos la certeza de que va a tender su mano hacia nosotros para curarnos, para transformarnos, para arrancarnos de la muerte y llenarnos de vida. Con humildad y sinceridad nos acercamos al Señor; con mucho amor nos ponemos ante El sabiendo que podemos sentirnos siempre amados de Dios.

jueves, 27 de junio de 2013

¿Cuáles son los cimientos sobre los que hemos edificado nuestra vida?

Gén. 16, 1-12.15-16; Sal. 105; Mt. 7, 21-29
¿Cuáles son los cimientos sobre los que hemos edificado nuestra vida? Me hago esta pregunta tras escuchar este pasaje del Evangelio que nos ofrece la liturgia de este día. Un buen interrogante que nos hará examinar bien nuestras posturas, nuestras actitudes, nuestra manera de actuar y de vivir como cristiano. Es bueno examinarnos, revisarnos, si en verdad queremos crecer espiritualmente, queremos avanzar en nuestro seguimiento de Jesús como cristianos. No se trata de seguir viviendo nuestra vida, aunque hagamos cosas buenas, un poco a la rutina de acostumbrarnos a hacer las cosas y no plantearnos lo que podemos mejorar.
Es quizá lo que uno se pregunta cuando ve que una persona a quien quizá veíamos más o menos entregada en su vida de fe, o al menos religiosamente se comportaba con cierto fervor y hacía cosas buenas, de repente de la noche a la mañana como solemos decir, o tras un cierto proceso la vemos que va abandonando todas aquellas prácticas religiosas que vivía y se comienza a comportar con una vida bastante alejada de la fe.
O nos puede pasar a nosotros mismos, vivíamos momentos de cierto fervor e intensidad en nuestra vida religiosa, con ciertos compromisos cristianos en nuestra vida quizá implicados en buenas acciones comprometidas, y de repente nos sentimos fríos, nos parece que aquello que hacíamos ya no tiene tanto sentido y vamos abandonando muchas cosas de nuestra práctica religiosa o de nuestra vida sacramental. ¿Qué ha pasado en un caso y otro? ¿Qué nos ha pasado para que actuemos así? Es por lo que me hacía aquella pregunta del principio al hilo de lo que hoy escuchamos en el evangelio. ¿Cuáles son los cimientos sobre los que hemos edificado nuestra vida cristiana y nuestra religiosidad?
Ya nos decía Jesús que no nos basta decir ¡Señor, Señor! para entrar en el reino de los cielos. Ni nos vale decir que somos buenos y hasta hacer una lista de esas obras buenas que hagamos. Somos muy dados a esos listados de lucimiento para que los demás vean lo buenos que somos. Es necesario algo más dándole verdadera profundidad a nuestra vida, poniendo verdaderos cimientos. Por eso nos habla en la pequeña parábola del hombre sensato que edifica su casa sobre roca y vendrán los vientos y los temporales y la casa no se irá abajo frente al necio que edificó sobre arena y al venir el vendaval la casa se vino abajo.
¿De qué cimientos nos está hablando el Señor? Primero nos ha dicho ‘No todo el que me dice ¡Señor, Señor! entrará en el Reino de los cielos, sino el que cumple la voluntad de mi Padre que está en cielo’. Luego nos dirá que se parece al hombre prudente ‘el que escucha estas palabras mías y las pone en práctica’.
No podemos fundamentar nuestra vida cristiana, el seguimiento de Jesús de un fervor momentáneo o de la buena voluntad que tengamos porque nos gusta hacer cosas buenas. Hemos de saber darle una profunda espiritualidad a nuestra vida y en ese camino podremos ir si hay apertura de verdad en nuestro corazón a Dios y a escuchar su Palabra, a escuchar lo que es su voluntad para nuestra vida.
Las llamaradas de fervor momentáneo sin un fuego que se mantenga vivo en su interior y que alimente de verdad la vida, pronto se pueden convertir en humo que se disipa y nuestra vida cristiana se queda en nada. Esa escucha atenta a la Palabra del Señor para dejar que penetre hondamente en nosotros rumiándola en nuestro interior una y otra vez es lo que va a dar profundidad y continuidad a ese seguimiento de Jesús; es desde donde podemos fundamentar bien nuestra vida para ser constantes en seguir el camino de Jesús; es lo que nos hará crecer espiritualmente y nos podrá llevar a un compromiso serio en nuestra vida cristiana.

Cimentemos de verdad nuestra vida en el Señor y en su Palabra, llenándonos de su gracia, uniéndonos de verdad a El con nuestra oración y la vivencia sacramental.

miércoles, 26 de junio de 2013

La historia de la salvación está jalonada por la Alianza del Señor

Gén. 15, 1-12.17-18; Sal. 104; Mt. 7, 15-20
‘El Señor se acuerda de su alianza eternamente’. Es el responsorio que hemos repetido con el salmo. Lo que estamos expresando con él es la fidelidad del Señor. Como nos diría el apóstol ‘si nosotros somos infieles, El permanece fiel, porque no puede negarse a sí mismo’. Así es la fidelidad del amor del Señor por su pueblo.
La historia de la salvación está jalonada por el tema de la alianza. Es precisamente lo que nos relata hoy el libro del Génesis, la alianza de Dios con Abraham, que dio origen al pueblo de los creyentes porque para nosotros Abraham es nuestro padre en la fe. Pero anteriormente en la Biblia ya había aparecido otra alianza; fue con Noé al terminar el diluvio en la que Dios se comprometía a no destruir nunca más a la humanidad y para ello dejaba en el cielo el arco iris como un signo, como una señal.
Luego conocemos todos en el Antiguo Testamento por su importancia la Alianza del Sinaí con la que se constituía el pueblo de Dios para siempre. Dios para siempre sería su Dios, así ellos lo reconocerían, y ellos serían su pueblo comportándose como tal cumpliendo la ley del Señor en los mandamientos. Será la Alianza que marcará ya para siempre la historia del pueblo de Dios, de manera que habrá otras Alianza en diferentes momentos de su historia pero que serán una renovación de esta Alianza del Sinaí.
Josué hará una renovación de esa Alianza al entrar en la tierra prometida (hace pocos días hemos escuchado ese relato en el libro de Josué); otro momento importante de renovación de la Alianza fue en tiempos del Rey David y a la vuelta del destierro en tiempos de Esdras. Eslabones importantes en la historia del pueblo de Dios, en las que se iba renovando una y otra vez aquella Alianza del Sinaí.
Nosotros somos el pueblo de la nueva Alianza, la realizada en la Sangre de Cristo, Sangre de la Alianza Nueva y Eterna derramada en la Pascua que nos merecería ya para siempre el amor y la salvación del Señor. Sacrificio de Cristo que vamos reviviendo continuamente, actualizándolo en nuestra vida cada vez que comemos del Cuerpo del Señor y bebemos de su Sangre en la celebración de la Eucaristía, Sacramento y Misterio de nuestra fe.
Una alianza se realiza siempre entre dos partes que mutuamente se comprometen con unas cláusulas. Es lo que vamos viendo en esas Alianzas del Antiguo Testamento sobre todo a partir del Sinaí. El pueblo se compromete a ser el pueblo de Dios y Dios se compromete para siempre a ser su Dios mostrando y manifestando el amor por su pueblo. En el compromiso del pueblo está siempre el cumplir la voluntad del Señor.
Sin embargo en la Alianza con Abraham que hoy hemos escuchado más bien es una promesa de Dios; le promete dar una tierra y una descendencia numerosa. Por parte de Abraham está su fe que le hace mantenerse fiel siempre y por encima de todo. ‘Abraham creyó al Señor y se le contó en su haber’.
Por eso Abraham toma posesión de aquella tierra que Dios le da, y aunque en el momento de la alianza no tiene hijos, solo le dará uno que le pedirá incluso que lo sacrifique, sin embargo su descendencia será más grande que las arena del mar o las estrellas del cielo. De Abraham nacerá un pueblo que se multiplicará, así lo veremos al salir de Egipto como un pueblo numeroso, pero como ya nosotros desde el Nuevo Testamento interpretamos somos esa descendencia de Abraham porque somos hijos en la fe. No son hijos de Abrahán solo los que llevan su sangre, sino los que han heredado su fe.
La historia del pueblo de Dios está jalonada por la Alianza, como ya antes decíamos, pero al mismo tiempo está marcada por sus muchas infidelidades. Pero por encima de esas infidelidades del pueblo está la fidelidad del Señor, como ya antes recordábamos. Por eso decíamos con el salmo que ‘el Señor se acuerda de su alianza eternamente’.

Nosotros somos los hijos de la Alianza Nueva y Eterna en la Sangre de Cristo. Así hemos de estar marcados nosotros por esa señal de la sangre de Cristo derramada en la cruz, pero reconocemos que también nuestra vida está llena de infidelidades y de olvidos de la ley del Señor. Que esta palabra que estamos escuchando despierte y anime nuestra fe para que lleguemos a dar los frutos que el Señor nos pide. ‘Por sus frutos los conoceréis’, decía Jesús en el Evangelio que hoy hemos escuchado. ¿Cuáles son los frutos concretos por los que se nos reconocerá esa vivencia de la Alianza del Señor?

martes, 25 de junio de 2013

Entrar por la puerta estrecha nos lleva por sendas de vida eterna

Gén. 13, 2.5-18; Sal. 14; Mt. 7, 6.12-14
‘Entrad por la puerta estrecha’, nos dice Jesús. Nos impresionan estas palabras. Parece que diera la impresión que Jesús nos pone dificultades en su seguimiento. Nos gustaría el camino ancho, cómodo y fácil. Hoy vivimos además en un mundo de comodidades y donde fácilmente rehuimos el sacrificio y el esfuerzo, un mundo de automatismos donde queremos conseguir las cosas casi como si pulsáramos un botón y ya está todo hecho.
¿Estas palabras de Jesús quieren significar que lo que hace es ponernos obstáculos para alcanzar la salvación? Ni mucho menos, tenemos que decir. No olvidemos que El quiere ofrecernos un camino que nos conduzca a la felicidad. La página más hermosa del evangelio y que casi podríamos considerar como central de su mensaje es la de las Bienaventuranzas. Nos promete dicha y felicidad.
Por supuesto tenemos que comenzar a decir que la salvación que Jesús nos ofrece es un regalo de su amor. No nos salvamos porque nosotros merezcamos la salvación, porque el perdón y la gracia que Jesús nos ofrece superan toda la reparación que nosotros podamos hacer por nosotros mismos para alcanzar el perdón del pecado que nos arrancó de la vida de Dios. Y cuando Dios creó al hombre lo puso en un paraíso, lo que llamamos el paraíso terrenal del jardín del Edén del que nos habla en imagen la Biblia. Fueron los méritos de la muerte de Jesús los que nos alcanzaron la gracia y la salvación.
Pero a tanto amor que el Señor nos ofrece con la salvación que nos regala ha de estar nuestra respuesta que es el camino de la fe que hemos de recorrer. Y cuando decimos el camino de la fe no es solo la profesión que podamos hacer con unas palabras que recitemos para decir que tenemos fe, sino que es toda la respuesta de vida que hemos de ir dando en el día a día. Y el camino de esa respuesta pasa por ese nuevo sentido de vida, ese nuevo estilo de vida que Jesús nos ofrece en el Evangelio.
No es decir yo tengo fe y yo amo a Dios y hago lo que quiera. Esa fe y ese amor lo vamos a expresar con nuestra vida, con nuestro amor, con lo que vayamos viviendo. Y vivir esa fe y ese amor implica nuestra voluntad de querer caminar ese camino de Jesús. Y ya sabemos cómo desde dentro de nosotros aflora el mal con la tentación que nos quiere arrastrar hacia el egoísmo, el mal y el pecado; y está toda la influencia de un mundo adverso que nos rodea que nos hace otros planteamientos distintos de ese camino del evangelio; muchas cosas nos tratan de seducir y que nos quieren endiosar o que nos provocan a rupturas en el amor que tendríamos que tener para con los demás.
Si simplemente nos dejamos arrastrar por nuestro egoísmo y nuestro capricho, si el orgullo nos endiosa para creernos autosuficientes por nosotros mismos o para no solo prescindir de los demás sino también arrojarlos fuera de nuestro camino, nos pudiera parecer que sí, que es un camino ancho en el que solo vamos buscando nuestras propias satisfacciones egoístas. Pero por ahí no puede pasar nunca el verdadero sentido del hombre, de la persona porque ni somos superiores a los demás ni nos podemos aislar de los que están a nuestro lado, ni podemos vivir como si nosotros fuéramos los únicos dueños de esta tierra y este mundo en que habitamos. Es lo que nos enseña y manifiesta la ley del Señor, la voluntad de Dios expresada en los mandamientos.
Cuántas veces nos sucede que nos creemos con todos los derechos del mundo pero como si fueran derechos solo para mi y eso me lleva a chocar con los demás, a tener actitudes incluso violentas con aquellos que nos parece que se están oponiendo a nuestros deseos o a nuestros caprichos.
Arrancarnos de esas actitudes egoístas y llenas de orgullo, buscar esa buena convivencia en la que no solo busco mi propia felicidad sino que también quiero hacer felices a los que están a mi lado, me exige esfuerzo, superación, sacrificio, deseos de crecimiento interior. Y esto muchas veces no nos es fácil. Es mucho lo que pesa la tentación del egoísmo y el desamor en nuestro corazón. Es de lo que nos está hablando Jesús hoy en el evangelio, aunque haya momentos en que nos cuesta entenderlo.
Si entendiéramos bien la palabra de Jesús y nos propusiéramos en verdad vivir en su camino conforme a lo que nos enseña en el evangelio, aunque nos pareciera en momentos que nos cuesta o  nos exige sacrificios, sin embargo al final  nos damos cuenta de que vamos a alcanzar mayor felicidad cuando también estamos haciendo más felices a los que están a nuestro lado. No nos importe tomar esa senda y ese camino que el Señor nos propone aunque nos suponga esfuerzo y sacrificio. Haríamos un mundo mejor. Y además tenemos la certeza de esa bienaventuranza eterna que el Señor nos ofrece.

¿De qué me vale ahora ganar todo el mundo queriendo ser dominador de todo, si al final voy a perder lo que verdaderamente importa es la vida eterna feliz junto a Dios?

lunes, 24 de junio de 2013


Juan mereció la bienaventuranza del Señor por su pobreza, austeridad y fidelidad

Is. 49, 1-6; Sal. 138; Hechos, 13, 22-26; Lc. 1, 57-66.80
‘No ha nacido de mujer uno más grande que Juan Bautista’. Así afirmó Jesús de Juan. Hoy celebramos su nacimiento. ‘Te llenarás de alegría y muchos se alegrarán en su nacimiento’, le había dicho el ángel a Zacarías en su aparición en el templo. Y hoy nos dice el evangelio que ‘cuando se cumplió el tiempo e Isabel dio a luz hijo, se enteraron los vecinos y parientes de que el Señor le había hecho una gran misericordia y la felicitaban’.  Y la noticia corrió por toda la montaña y todos estaban sobrecogidos por las maravillas que realizaba el Señor.
Con el mismo gozo y alegría estamos nosotros en este día celebrando la fiesta del nacimiento de Juan. Es una fiesta grande que se celebra en toda la Iglesia con gran solemnidad y en nuestros pueblos es grande la alegría en esta fiesta rodeada además de muchas tradiciones y costumbres ancestrales. No queremos quedarnos en esas costumbres populares muchas veces surgidas desde costumbres no tan cristianas sino queremos ir al fondo de lo que tiene que ser nuestra celebración contemplando lo que es y significa realmente el nacimiento de Juan y el mensaje que podemos recibir para nuestra vida.
‘Será grande a los ojos del Señor… se llenará de Espíritu Santo ya desde el seno materno, convertirá a muchos al Señor… preparando para el Señor un pueblo bien dispuesto’. Recordamos lo que nos había narrado el evangelista Lucas en la visita de María a su prima Isabel y cómo la criatura, llena del Espíritu, había dado saltos en el seno materno.
‘Estaba yo en el seno materno, y el Señor me llamó en las entrañas maternas y pronunció mi nombre’, hemos escuchado el anuncio del profeta Isaías. ‘Le pondrás por nombre Juan’, le había dicho el ángel a Zacarías cuando le anunciaba su nacimiento. Y es lo que ahora hemos escuchado que pronuncia Zacarías en el momento de la imposición del nombre: ‘Juan es su nombre’, soltándose la lengua y cantando la alabanza y bendición al Señor.
Querría fijarme en algo que nos manifiesta la unidad del evangelio y su mensaje. Jesús dirá de él que no ha nacido de mujer nadie mayor que él, como recordábamos al principio, y el ángel anunciaba que sería grande a los ojos del Señor. ¿Quiénes nos dirá Jesús en el evangelio que son grandes y primeros? Recordemos las disputas de los discípulos por los primeros puestos. Será grande el que se hace pequeño y se hace el último y servidor de todos; y serán los humildes y los sencillos a los que se revelará el Señor.
¿Cómo vemos que se presenta Juan? Todos recordamos su figura austera vestida de piel de camello, viviendo entre penitencias y ayunos allá en el desierto, alimentándose de saltamontes y miel silvestre. Es la figura de la humildad, de la sencillez y de la pobreza con la que se presenta Juan. El rechazará ser el Mesías o ser el profeta, cuando vienen a preguntarle, porque dice que no es sino una voz que grita en el desierto.
Es la voz que anuncia la llegada de la Palabra; es el que camina por la senda de la humildad y de la pequeñez para mostrarnos lo grande que ha de venir; es el que está solamente como un servidor para señalar el camino del que viene y para ayudarnos a preparar ese camino; él nos dirá que tiene que menguar para que Cristo crezca; cumplida su misión con la mayor radicalidad dejará paso al que viene en nombre del Señor porque a sus discípulos señalará al que es el Cordero de Dios que viene a quitar el pecado del mundo; llevando la fidelidad hasta el final en la más absoluta radicalidad, denunciando allí donde está el mal, desaparecerá con su martirio para que contemplemos al que es la verdadera luz del mundo que él venía a anunciar. Se cumplen en él los requisitos, por decirlo de alguna manera, que nos da Jesús para señalarnos al que es grande; y grande es entonces el Bautista en su misión y en su servicio.
Un mensaje bien hermoso que estamos recibiendo de Juan cuando hoy nos hemos reunido para celebrar su nacimiento. Ojalá aprendiéramos de su humildad y de su sencillez, de su austeridad y su fidelidad para que así tuviéramos nuestros corazones bien dispuestos a la gracia del Señor que llega a nuestra vida. Fácilmente nos encandilamos con brillos que relucen tentadores a los que apegamos nuestro corazón. Ya nos dirá luego Jesús, como hemos escuchado estos días que no podemos servir a dos señores, a Dios y al dinero, y cómo el lujo y el despilfarro están bien lejos de los caminos y estilos de vida que nos merezcan la bienaventuranza del Señor, porque serán los pobres, los humildes y los sencillos, los que tiene puro el corazón los que verán a Dios y alcanzarán a vivir el Reino de Dios.
Por eso cuánto tenemos que aprender de la austeridad del Bautista; sus palabras y su misma vida nos están invitando continuamente a la conversión de nuestro corazón al Señor y nos señalará, como lo hacía con aquellos que acudían a él en el desierto y en el Jordán, que ese camino de conversión ha de pasar por el compartir generoso y por el actuar siempre en rectitud y justicia en todas nuestras responsabilidades.
El Bautista mereció la bienaventuranza del Señor; ojalá nosotros aprendamos la lección y alcancemos también esa bienaventuranza.

domingo, 23 de junio de 2013

Una profesión de fe en Jesús como Salvador que nos convierte en discípulos

Zac. 12, 10-11; 13, 1; Sal. 62; Gál. 3, 26-29; Lc. 9, 18-24
‘Una vez que Jesús estaba orando solo, en presencia de sus discípulos…’ comenzaba el relato del Evangelio que hoy se nos proclama. San Lucas hace esta especial mención a la oración de Jesús cuando surgen las preguntas a los discípulos que culminarán con una profesión de fe en Jesús, pero también en un definirnos claramente quién es Jesús y cuál es su misión, además de terminar por señalarnos cuál ha de ser el camino del discípulo que sigue a Jesús.
También nosotros estamos en oración porque eso es y tiene que ser realmente nuestra celebración. Y mientras estamos aquí reunidos en oración, con nuestra alabanza y nuestra bendición al Señor, queremos también proclamar de forma clara nuestra confesión de fe; así lo hacemos siempre cada domingo tras la escucha de la Palabra de Dios; pero también queremos dejarnos iluminar por la luz de esta Palabra que se nos ha proclamado y con la fuerza y asistencia del Espíritu para llegar a ese conocimiento cada vez más intenso de Jesús, pero también ha de provocar este encuentro nuestra respuesta, lo que ha de ser nuestro seguimiento del camino de Jesús.
Como ya de alguna manera hemos reflejado en esta introducción a nuestra reflexión en este único episodio del evangelio hay como tres momentos que nos harán progresar en la comprensión del mensaje que se nos quiere trasmitir. Un primer momento es esa doble pregunta de Jesús: ‘¿Quién dice la gente que soy yo?... y vosotros, ¿quién decís que soy yo?’ Una doble pregunta que nos trasmiten los tres evangelistas sinópticos, mientras que el evangelio de Jesús es como una continua respuesta donde Jesús diciéndonos ‘Yo soy…’ nos va mostrando la más profunda intimidad de su ser.
Ahora es lo que la gente va percibiendo de Jesús y lo que de forma más concreta aquellos que han estado siempre a su lado han llegado a descubrir. Son respuestas semejantes a lo que muchos hoy seguirían diciendo de Jesús desde su lejanía o cercanía al ámbito de la fe. ¿Un personaje importante en la historia? ¿un profeta o un hombre de Dios? ¿un soñador de un mundo nuevo y distinto que habría que conseguir desde algún tipo de revolución? ‘Juan Bautista, Elías o uno de los antiguos profetas’, respondieron los discípulos.
Pero tenemos que ver cuál es nuestra verdadera respuesta. Podríamos contestar con el entusiasmo de la fe de Pedro, o también quizá persistirían ciertas dudas y confusiones, porque algunas veces también en el ámbito de los que nos llamamos creyentes hacemos nuestras mezcolanzas donde no sé si dejaremos bien parada nuestra fe en Jesús. Quisiéramos es cierto responder como Pedro diciendo que es el Mesías de Dios, el Ungido con la fuerza del Espíritu, el Hijo de Dios que tenía que venir.
A una fe certera y firme tendría que conducirnos esta Palabra de Dios que se nos ha revelado. De ahí ese segundo momento de este episodio, como decíamos antes. Y es que ante la respuesta de Pedro y lo que todos habían comentado ‘Jesús les prohíbe terminantemente decírselo a nadie’. El tenía que explicarles su sentido. Por eso añade: ‘el Hijo del Hombre tiene que padecer mucho, ser desechado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar al tercer día’. Realmente estas palabras tenían que haber sido impactantes para los discípulos. De la misma manera que cuando en nuestra oración abrimos de verdad nuestro corazón a Dios nos vamos a encontrar con el Señor que se nos revela o nos pide actitudes nuevas y comprometidas.
Aquel Mesías de Dios, el Ungido del Señor, que habían ido descubriendo en la cercanía con Jesús, o recordando quizá lo que de sí mismo había dicho, por ejemplo, allá en la sinagoga de Nazaret al comienzo de su actividad apostólica - ‘el Espíritu del Señor está sobre mi y me ha ungido y me ha enviado…’ - nos está diciendo también que es el Siervo de Yahvé que había cantado el profeta Isaías, como varón de dolores, atormentado y lleno de sufrimiento.
Es un anuncio de su pasión lo que Jesús está haciendo; un anuncio de su Pascua en la que ya no comerían el cordero pascual como signo del paso del Señor en la liberación de Egipto, sino que ahora sería la verdadera Pascua donde Cristo mismo sería el Cordero inmolado que se ofrecía en sacrificio de salvación para nosotros.
Pero esa revelación que Jesús está haciendo de sí mismo entrañaría algo más, algo en referencia a aquellos que quisieran ser sus discípulos, a aquellos que quisieran seguirle. Y es que seguir a Jesús significa seguir sus mismos pasos, pisar por sus mismas huellas, vivir en su mismo amor y entrega. Y éste es el tercer momento de ese episodio.
‘Y dirigiéndose a todos - no solo a los apóstoles más cercanos -, les dijo: El que quiera seguirme, que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz cada día y se venga conmigo. Pues el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mi causa, la salvará’.
Negarse a sí mismo, decir no a su egoísmo; salirse de sí, de su encierro egoísta donde se busca solo lo que sea bueno para sí; romper ese círculo que me envuelve, me aísla, me hace desentenderme de los demás porque solo pienso en mi mismo; negarse a sí mismo para pensar primero en el otro, en el bien que puedo hacer en beneficio de los demás, en la riqueza de vida que tengo que compartir; negarse a sí mismo para estar siempre en disposición de servir, de ayudar aunque no terminen de agradecerlo.
Cargar con su cruz cada día, la de mis dolores y sufrimientos; la cruz de las cosas que me cuesta sacrificio hacer pero que las hago con alegría; lo que pueda significar cruz para mi en la aceptación de los otros con su manera de ser para convivir y buscar siempre la paz, para ser siempre comprensivo y nunca juzgar ni condenar; entregarme para hacer el bien aunque eso signifique perder para mí; no importarme perder y ser el último con tal de ver sonreír al otro y que se sienta feliz.
Creemos en Jesús como nuestro Salvador; creemos en Jesús que lleno del Espíritu de Dios viene a mi y me trae la salvación; creemos en Jesús que por nosotros se entregó en la entrega más suprema y en el amor más sublime dando su vida por nosotros en la cruz; creemos en Jesús y queremos seguirle, y ser sus discípulos; creemos en Jesús y ya no nos importa olvidarnos de nosotros mismos y tomar la cruz, porque entregándonos así, porque amando con un amor como el de Jesús estaremos ganando la vida, estaremos alcanzando la bienaventuranza, para nosotros será el Reino de los cielos.
‘Estaba Jesús orando solo, en presencia de sus discípulos…’ Estamos nosotros también en oración y sentimos su Palabra salvadora sobre nosotros y también queremos hacer nuestra confesión de fe sabiendo a lo que nos comprometemos como discípulos que queremos seguirle y vivir su misma vida. Es una Palabra nueva que nos ha interpelado y nos ha comprometido, como siempre es la Palabra de Jesús.
Preparémonos ahora en estos momentos de silencio para hacer con toda hondura y profundidad nuestra profesión de fe. Preparémonos dejándonos iluminar por su Espíritu para ver dónde y cómo tenemos que ir a hacer esa profesión de fe, en qué aspectos y en qué momentos de nuestra vida, mostrándonos como verdadero discípulo que se niega a si mismo, que carga con su cruz y que está dispuesto al servicio y al sacrificio dando claro testimonio con nuestra vida y nuestro amor de esa fe que con nuestras palabras ahora profesamos.