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sábado, 3 de agosto de 2013

Las sombras no tienen la última palabra porque al final brillará la luz de la victoria

Lev. 25, 1.8-17; Sal. 66; Mt. 14, 1-12
Aparecen brutalmente retratadas las sombras de la maldad del corazón del hombre que irrumpen impetuosamente pareciendo que todo lo inundan con su espiral de pecado y de muerte frente al rayo de luz y esperanza que significa la bondad y fidelidad de un corazón justo que no se deja avasallar por el mal y que está llamada a ser siempre una luz victoriosa. Ya sabemos cómo el mal hace mucho ruido y también mucho daño allá donde lo dejamos introducir, mientras la bondad y el amor suelen ser semillas silenciosas pero las que serán capaces de transformar los corazones y transformar también el mundo.
Muchas veces hemos meditado este texto del martirio del Bautista y próximamente tendremos ocasión de meditarlo una vez más. Podemos sentir la tentación del desánimo porque nos pareciera que el mal y la injusticia tuvieran la última palabra inundándonos de muerte. Es una terrible espiral la que contemplamos en Herodes con su vida incestuosa y llena de cobardías y de injusticias que abocan a la muerte en el martirio del Bautista. Reflejo como bien sabemos de todas las tentaciones que nosotros podamos sufrir también de una forma o de otra, porque cuando nos dejamos llevar por el maligno poco a poco irán apareciendo también muchos desordenes en nuestra vida.
Pero la vida honrada, justa, llena de fidelidad y valentía de Juan que no teme la cárcel ni la muerte para proclamar en todo momento lo que es el bien y la verdad denunciando todo lo malo nos estimula y nos da fuerzas, la fuerza que recibimos del Señor, para nuestra lucha contra la tentación y el mal que hemos de hacer cada día. Es como un faro de luz que nos llena de esperanza en nuestra lucha contra el mal. Su testimonio será un testimonio permanente para nuestra vida y un estímulo poderoso para nosotros.
La muerte del Bautista no es para nosotros un fracaso sino una victoria de fidelidad y de amor porque hemos de saber leer su muerte y su martirio desde el prisma del misterio pascual de Cristo, que es misterio de pasión y de muerte, pero es proclamación de victoria y de resurrección.
Siempre el maligno querrá borrar y hacer desaparecer toda semilla de bien y de bondad que nosotros queramos sembrar, pero no nos podemos desalentar. No podemos consentir que se ahoguen los resplandores del bien porque el maligno quiera imponer su reino de sombras.
Por muchos que sean los vendavales de las tentaciones que quieran apagar esa luz tengamos la confianza y la esperanza de que esa luz ha de brillar, sintamos la fuerza del Señor en nosotros para dar ese testimonio de que nuestro corazón se puede transformar con la fuerza de la gracia del Señor y sigamos sembrando esas buenas semillas de bondad, de amor, de paz, de armonía, de generosidad, de sinceridad, de rectitud que son las que irán transformando nuestro mundo.
¿Dónde tenemos nuestro apoyo y nuestra fuerza? En el Señor que siempre estará a nuestro lado. Y aunque haya ocasiones en que tengamos fracasos por nuestras debilidades sabemos que en el Señor tenemos nuestro consuelo y también el aliento necesario para levantarnos y seguir luchando por todo eso bueno que queremos para nosotros y para nuestro mundo.

Fijémonos en un detalle, cuando los discípulos de Juan se enteraron ‘recogieron el cadáver, lo enterraron y fueron a contárselo a Jesús’, que nos dice el Evangelista. ¿A quien mejor podían acudir, cuando Juan tantas veces les había señalado el camino que les condujera a Jesús, que acudir a Jesús y en Jesús encontrar ese consuelo y ese animo para seguir adelante con la misión?

viernes, 2 de agosto de 2013

Los prejuicios nos impiden una aceptación sincera de los demás

Lev. 23, 1.4-11.15-16.27.34-37; Sal. 80; Mt. 13, 54-58
Muchas veces en la vida nos dejamos influenciar por ideas preconcebidas, prejuicios, que nosotros mismos nos hayamos hecho sobre las personas o los aconteceres de nuestro alrededor o también influenciados por la opinión de otros o las presiones que desde determinados lugares de poder (así podríamos decir de manera suave) nos puedan estar realizando.
Nos cuesta ser imparciales y objetivos, o tener justos criterios de juicio sin dejarnos influenciar para llegar a una opinión lo más justa posible. Es lo que dice o piensa todo el mundo y ya no nos molestar en analizar si es verdadero; salió en determinado medio de comunicación y ya se toma como una verdad absoluta; hacia aquella persona porque no es de mi misma opinión o no me cae bien en algún aspecto, ya tenemos nuestros prejuicios bien determinados y diga lo que diga o haga lo que haga ya siempre será tal o cual, por no poner aquí ningún epíteto.
En la vida social, en la política, en los enfrentamientos que pueden surgir entre vecinos o en las propias familias, porque lo dice fulanito o porque un día hizo algo que no nos agradó, vamos marcando a la gente y no somos capaces de aceptarnos y ya nunca veremos nada positivo en lo que haga o en lo que diga. Qué difícil, pienso, es que podamos con esas determinaciones construir entre todos el edificio de nuestra sociedad en el que a la larga todo tenemos que estar bajo el mismo techo, todos tenemos que convivir. Así nos va, que no terminamos de dar pasos verdaderos hacia adelante.
Me hago esta reflexión que creo que nos puede ayudar a pensar un poco en qué es lo que hacemos de nuestra sociedad y nuestro mundo, mirando por una parte esa realidad de nuestras relaciones mutuas y nuestra convivencia de cada día, pero escuchando al mismo el evangelio que se nos proclama en este día que nos habla de las reacciones de la gente de Nazaret ante la presencia y el actuar de Jesús.
Hacemos una lectura de este evangelio recordando en paralelo lo que de este mismo episodio nos narra san Lucas. Recordamos que fue cuando Jesús leyó aquel texto de Isaías que fue como su discurso programático al inicio de su vida pública. En principio parecen reacciones positivas de admiración ante la sabiduría de Jesús y el poder que manifiesta pues a sus oídos han llegado ya noticias de sus milagros. Pero es solo un primer momento, porque pronto comenzarán a recordar que si es el hijo del carpintero, que si allí están sus parientes, que de donde saca todos esos saberes y poderes, porque a El lo han visto desde niño allí entre ellos.
Los prejuicios porque de donde ha aprendido todas esas cosas, las pretendidas manipulaciones porque querrán presentarse con orgullo ante los pueblos vecinos como que tienen entre ellos alguien muy poderoso, los recelos y las desconfianzas. Terminará diciendo el evangelista que Jesús allí no hizo milagros por su falta de fe. El reconocimiento de lo que Jesús hacía no les sirvió para despertar su vida. Grandes eran los recelos, desconfianzas, los intentos incluso de manipulación podríamos ver en el fondo.
Qué parecido a lo que decíamos al principio de nuestra reflexión sobre lo que sigue sucediendo hoy entre nosotros y cuantas consecuencias tendríamos que sacar para nosotros. Cuantas consecuencias en el camino de nuestra fe, de nuestra manera de acercarnos a Jesús. A El tenemos que acercarnos con fe pura y limpia; hasta Jesús tenemos que llegar siempre con corazón bien abierto para que llegue a nosotros todo lo que es la novedad de la vida nueva de la gracia que El quiere regalarnos.
No podemos acercarnos a Jesús desde intereses torcidos ni desde prejuicios predeterminados; no podemos ir a Jesús para que nos diga simplemente lo que nos agrade a nuestros oídos, sino con la sinceridad de un corazón humilde que se deje interpelar por la palabra y la presencia de Jesús.
Y de la misma manera en nuestra relación con los demás; alejemos de nosotros prejuicios hacia las otras personas; cuantos juicios injustos de desconfianza, de condena incluso, nos hacemos en nuestro interior cuando nos acercamos así prevenidos contra los demás y que algunas veces manifestamos externamente con nuestras actitudes y posturas y hasta con nuestras palabras descalificatorias hacia los demás.
Qué difícil una convivencia sana y constructiva cuando llevamos en nuestro interior esas posturas. Qué difícil construir una sociedad mejor para todos cuando tenemos esa desconfianza en el corazón hacia los otros y en lugar de aprovechar todo lo bueno, destruimos con nuestras descalificaciones y nuestros enfrentamientos irracionales.

Mucho nos hace pensar este evangelio, si queremos recibirlo como una buena nueva de gracia de Jesús para nuestra vida.

jueves, 1 de agosto de 2013

No nos dejemos ahogar por la mediocridad sino busquemos siempre caminos de plenitud

Ex. 40, 16-21; 34-38; Sal. 83; Mt. 13, 47-53
En la vida  no podemos andar con mediocridades, nadando entre dos aguas, quedándonos a medias tintas. La vida en si misma entraña crecimiento, vitalidad que decimos en una palabra, y si no crecemos, nos renovamos continuamente nos morimos. Algo que se realiza fisiológicamente por si mismo en toda persona y en toda edad. Sin querer entrar en terminologías médicas o técnicas ¿qué es el cáncer sino que unas células muertas nos invaden y nos van llenando de muerte? Por eso no nos podemos quedar nunca a medias - quedarnos a medias sería dejar entrar algo de muerte en nuestra vida - sino que siempre, en todas las etapas de la vida, hemos de tener espíritu de superación y crecimiento.
Podríais decirme es que ya somos mayores, ya hemos vivido la vida, ahora ya no tenemos la energía ni la vitalidad de cuando éramos jóvenes y nos comíamos el mundo. No vale decir esto. No se nos pide que tengamos la vitalidad de un joven, pero sí que tengamos una verdadera madurez en la vida, y la madurez no la da solamente la acumulación de los años. Por supuesto que los años vividos nos enseñan, y precisamente porque nos enseñan es por lo que nos hemos de dar cuenta de que no podemos perder esa vitalidad de la vida en si misma, aunque sea con los años y las posibilidades que ahora tengamos. Somos maduros cuando sabemos darle un sentido hondo a lo que hacemos y a lo que vivimos. No vivimos de ensoñaciones, sino poniendo bien los pies en la tierra de lo que es nuestra realidad, pero sabiendo elevar nuestra mente y nuestro corazón en ese deseo de vivir con plenitud de sentido cada momento.
Esto en el aspecto humano de nuestra existencia en esa lucha diaria de nuestro vivir, pero esto también en ese camino espiritual que queremos vivir desde nuestra fe y nuestro seguimiento de Jesús. Es esa madurez espiritual que le hemos de dar a nuestra vida, esa espiritualidad que nos anima; una espiritualidad que parte de ese ser espiritual que hay en nosotros, que nos constituye en persona, pero que fundamentamos por así decirlo en el Espíritu divino que Dios nos concede, del que nos hemos hecho partícipes desde nuestro bautismo.
Estos días pasado hemos ido escuchando en el evangelio las diferentes parábolas de Jesús que Mateo nos ha concentrado en el capítulo trece de su evangelio. Parábolas que nos han ido hablando del Reino de Dios como semilla que se planta en nosotros y que hemos de saber hacer fructificar. Ayer se nos hablaba del Reino como de un tesoro escondido o de una perla preciosa, por el que hemos de ser capaces de darlo todo. Y hoy nos ha hablado por una parte del pescador que al sacar la red a la orilla de la playa escoge entre los peces buenos, mientras desecha los que no sirven, o del hombre sabio que sabe sacar del arca lo nuevo o lo antiguo según convenga.
Es esa sabiduría que nosotros queremos aprender de la Palabra del Señor para nuestra vida, para buscar lo que en verdad vale, lo que en verdad es importante y por lo que merece la pena darlo todo. Como un tesoro, como una perla preciosa. Ese tesoro y esa perla que en la sabiduría infinita de Dios y en su eterna misericordia llega a nosotros para ayudarnos a descubrir caminos, para alentarnos en nuestra vida para que nuestra vida crezca, para fortalecernos en nuestro caminar a pesar de nuestra debilidades y carencias.
Queremos seguir luchando, queremos seguir buscando lo bueno, queremos intentar que nuestro corazón cada día se llene de más bondad y generosidad, queremos seguir sintiendo dentro de nosotros esa inquietud por hacer que cada día nuestro mundo sea un poquito mejor y queremos poner nuestro granito de arena.
No nos queremos quedar arrumbados a un lado, como si ya fuéramos inservibles; todos podemos hacer siempre algo bueno, aunque nos parezca insignificante. Una gota de agua puede parecer insignificante en la inmensidad del mar, pero el mar no sería mar, el océano no sería océano si no estuviera formado por esos miles y millones de gotas que nos puedan parecer insignificantes.

Pongamos la gotita de agua o el granito de arena de nuestra vida que no es tan insignificante y veremos cuanto de bueno podemos hacer. Pongamos con intensidad eso que yo soy en la vida y nos sentiremos fuertes y con mayores deseos aun de crecer más y más dándonos así cuenta de cuánta vida hay aun en nosotros. Busquemos esa perla preciosa, ese tesoro de la sabiduría de Dios que enriquece nuestra vida y nos hace sentirnos en verdad fuertes para seguir luchando. No nos dejemos ahogar en la mediocridad que solo nos llevaría a la muerte.

miércoles, 31 de julio de 2013

El rostro resplandeciente de un cristiano tiene que expresar que lleva a Dios consigo

Ex. 34, 29-35; Sal. 98; Mt. 13, 44-46
‘La cara es el espejo del alma’ es un dicho o proverbio popular de mucha sabiduría. Si estamos alegres eso se va a manifestar en la brillantez de nuestro rostro; si estamos, por otra parte, enojados o tristes difícilmente podremos ocultarlo. Creo que todos tenemos la experiencia de encontrarnos con personas que nos trasmiten paz y serenidad solamente con su presencia y su mirada: una persona bondadosa lo reflejará en su rostro de manera que con gusto nos acercamos a ella pues parece como si de esa bondad o de esa paz nos contagiemos nosotros también.
Sin embargo podemos tener el peligro y la tentación de querer ocultar nuestros sentimientos porque no queremos manifestar lo que de verdad llevamos dentro. ¿Será porque será malo? ¿será porque quizá nos avergüence manifestar lo que sentimos porque así nos parecería que somos más débiles?  Por otra parte nos encontramos también personas que van siempre con ceño fruncido, que no son capaces de sonreír, que podría parecer que van siempre enojadas. Dejemos trasparentar nuestros mejores sentimientos.
¿Por qué me hago esta reflexión que estoy compartiendo con ustedes? Me da pie lo que hemos escuchado hoy en el libro del Éxodo. ‘Cuando bajó Moisés del Monte Sinaí con las dos tablas de la alianza en la mano, no sabía que tenía radiante la piel de la cara, de haber hablado con el Señor. Pero Aarón y todos los israelitas vieron a Moisés con la piel de la cara radiante’. Estaban impresionados, no se atrevían a acercarse a Moisés, por eso dice el autor sagrado que luego Moisés se echó un velo por la cara.
Grande había sido la experiencia de Dios que había vivido Moisés en el Sinaí. Como escuchábamos ayer ‘el Señor hablaba con Moisés cara a cara, como habla un hombre con su amigo’. Moisés venía de la presencia del Señor. Grande tenía que ser el gozo que llevaba en su alma por haber contemplado la gloria del Señor y esa gloria del Señor se iba reflejando ahora en su rostro radiante. Lo que había vivido, todo lo que había experimentado ahora se reflejaba en ese resplandor. Ese brillo y resplandor no lo podía ocultar, ni podía ocultar la experiencia de Dios que había vivido. Eso marcaba su vida para siempre.
Pero creo que todo esto tiene que hacernos reflexionar para nuestra vida. No es necesario que subamos a lo alto de la montaña del Sinaí para vivir nuestra experiencia de Dios. Por la fe que tenemos, una fe que tiene que ser viva y fuerte, tendríamos que sentirnos llenos de Dios. Muchas veces lo hemos reflexionado cómo Dios quiere venir a habitar en nosotros. No es necesario que nos extendamos nuevamente en ello. Pero sí hemos de ser conscientes que ya desde nuestro Bautismo hemos sido consagrados para ser morada de Dios, templos del Espíritu Santo.
Y eso que así hemos de vivir en el día a día de nuestra vida se intensifica cuando nos unimos a Cristo en los Sacramentos. Ya el mero hecho de estar reunidos para celebrar la Eucaristía tendría que hacer resplandecer nuestro corazón con la gloria del Señor. Pero cuando además en la Eucaristía comemos a Cristo, nos alimentamos de El, nos estamos llenando intensamente de su vida, de su amor, de su paz. Por eso me atrevo a decir que no tiene sentido ni que vivamos nuestra Eucaristía de manera fría y sin que deje huella en nosotros, ni que salgamos de la Eucaristía, después de haber comulgado a Cristo, con rostros de amargura, con sentimientos de tristeza, con pensamientos de muerte. Tendríamos que sentirnos transformados. Tendría que resplandecer nuestro rostro con un brillo nuevo y especial porque llevamos a Cristo con nosotros.
En Cristo siempre encontramos paz, nos llenamos de esperanza, nos sentimos cada vez más impulsados al amor, nos sentimos comprometidos con lo bueno, hemos de estar rebosantes de alegría. Pero, seamos sinceros, ¿es eso lo que reflejamos cuando salimos de la Misa, cuando salimos de la Iglesia? ¿Qué es lo que habrá pasado para que no lleguemos a resplandecer con esa paz? ¿Por qué no brilla nuestro rostro como el de Moisés? Muchas cosas tendríamos que analizar.

Que nuestro rostro refleje de verdad que llevamos a Dios con nosotros y asi trasmitamos paz y serenidad, brillemos por nuestra bondad y nos apartemos siempre del mal.

martes, 30 de julio de 2013

El Señor hablaba cara a cara con Moisés, como habla un hombre con su amigo

Exodo, 33, 7-11; 34, 5-9.28; Sal. 102; Mt. 13, 36-43
‘El Señor hablaba cara a cara con Moisés, como habla un hombre con su amigo’. Hermosa imagen que nos habla de la cercanía de Dios, que nos habla de cómo ha de ser nuestra oración. No perdemos de vista la inmensidad y la grandeza de Dios; no olvidamos que es el Señor de cielo y tierra creador de todas las cosas; tenemos muy presente su omnipotencia, su poder, que es el Dios único de nuestra vida a quien hemos de reconocer y adorar. Pero sentimos su cercanía y su amor.
‘El Señor pasó ante él proclamando: Señor, Señor, Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad, misericordioso hasta la milésima generación… y Moisés al momento se inclinó y se postró por tierra…’  Y Moisés le pide a Dios que vaya con ellos siempre, ‘aunque sean un pueblo de dura cerviz’ rogándole que perdone sus culpas y pecados.
Nos postramos ante Dios y lo adoramos; reconocemos nuestra indignidad y nuestro pecado; pedimos al Señor que esté siempre con nosotros. Es como ha de ser siempre nuestra oración. Fijémonos en la oración litúrgica; comenzamos reconociendo esa presencia del Señor con el saludo sacerdotal; en el saludo el sacerdote nos desea la paz y el amor del Señor, que el Señor esté con nosotros; es como un acto de fe.
Hemos de ser conscientes siempre de lo que expresamos en los textos litúrgicos que no pueden ser simplemente un rito que repetimos; es un peligro que tenemos; muchas veces incluso en el comienzo de la celebración, porque lleguemos tarde, porque estemos más bien mirando quien está en la Iglesia, o porque estamos simplemente en nuestras cosas, quizá no lo damos toda la importancia que tiene ese saludo e inicio de la celebración.
Pero fijémonos en cual es siempre el segundo paso de nuestra celebración. Sintiéndonos en la presencia del Señor nos damos cuenta que somos pecadores, nos reconocemos pecadores. ‘Perdona nuestras culpas y pecados y tómanos como heredad tuya’, que le decía Moisés al Señor. Así nos sentimos con toda sinceridad en la presencia del Señor.
El momento que sigue, sobre todo en la celebración de la Eucaristía, es el de la alabanza, de cantar la gloria del Señor, de proclamar nuestra acción de gracias. ‘Te alabamos, te bendecimos, te damos gracias… con el Espíritu Santo en la gloria de Dios Padre’.
A la luz del texto de libro del Exodo he querido detenerme en estos sencillos aspectos en esta breve reflexión. Quisiera que en verdad esto nos ayudara a vivir con intesidad nuestra oración al Señor y a darle sentido verdadero a nuestras celebraciones para que no caigamos en rutinas que facilmente nos deslizan por la pendiente que termina en la frialdad y en un vivir sin sentido aquello que tendría que ser tan importante para nosotros.

‘El Señor hablaba cara a cara con Moisés, como habla un hombre con su amigo’. Que así con esa intensidad hagamos nuestra oración como un encuentro vivo y profundo con el Señor.

lunes, 29 de julio de 2013

Santa Marta, modelo de acogida a Dios en nuestra vida para aprender a acoger a los demás en nuestro corazón

Hebreos, 13, 1-3; 14-16; Sal. 33; Lc. 10, 38-42
Estamos celebrando hoy a santa Marta, que como bien sabemos la comunidad de las Hermanitas la tiene como especial protectora, pero también como hermoso y valioso ejemplo de servicialidad y acogida en su trabajo con los ancianos. Un hermoso ejemplo también para todos porque nos hace descubrir valores muy importantes en nuestras relaciones humanas de cada día en las que dejándonos iluminar por la gracia de Dios nos ayudan a vivir esa caridad intensa que como cristianos tiene que brillar siempre en nuestra vida
La Palabra de Dios hoy, pues, nos está hablando de la hospitalidad, tanto en el texto de la primera lectura como en el Evangelio. Una virtud muy humana, un valor muy importante que tenemos que cultivar pero diríamos también una virtud muy gloriosa que nos acerca a Dios y nos acerca a los hermanos que caminan a nuestro lado, donde hemos de aprender a descubrir siempre el rostro y la presencia de Dios.
Una virtud muy característica del pueblo judío, y en general de todos los pueblos semitas, que manifiesta unos valores muy profundos y muy enriquecedores de las personas y de los pueblos. Un pueblo hospitalario, hemos de reconocer, es un pueblo rico en valores que por otra parte facilitan la convivencia entre todos y donde todos los que se acercan a él se sentirán a gusto en esa acogida y hospitalidad. Hay pueblos en los que brilla de manera especial esta virtud de acogida y de apertura del corazón ante el que llega, ante el forastero y para quienes nadie se considera extraño, pero también nos encontramos con pueblos muy encerrados en sí mismos en los que habitualmente se ven cerradas no solo las puertas de los hogares ante el extraño sino lo que es peor las puertas de los corazones en una cerrazón llena de desconfianza y de temor.
La persona o el pueblo hospitalario es de corazón a abierto y con esa persona o en ese pueblo siempre nos sentiremos a gusto y motivados para abrir también nuestro corazón. Yo diría más, la virtud de la hospitalidad que abre nuestro corazón al que está a nuestro lado en cierto modo nos está ayudando a abrir nuestro corazón a Dios.
Hay un texto de la Palabra de Dios, del Antiguo Testamento, que hemos escuchado en domingos anteriores, que nos habla de la acogida y hospitalidad de Abrahán ante aquellos tres caminantes que llegan a su tienda, que serán para Abrahán un signo de la presencia de Dios en su vida y de la acogida de su corazón a los designios de Dios. Le vemos allí cumplir con todas las leyes de la hospitalidad en su acogida y en el ofrecimiento de lo que tiene para que descansen del calor del camino y repongan fuerzas con el alimento. Abrahán se está encontrando con Dios.
De ello nos está hablando el hermoso cuadro del hogar de Betania, que nos ha descrito hoy el Evangelio, en aquella familia que acoge a Jesús y a sus discípulos no solo a su paso por el camino, sino también en muchas ocasiones en que Jesús llegará hasta aquellos que serán para siempre sus amigos. Recordemos cómo Marta enviará recado a Jesús cuando Lázaro está enfermo, diciéndole, ‘tu amigo, el que amas, está enfermo’; recordemos, como siempre hemos comentado, que Betania está al borde del camino que sube de Jericó a Jerusalén y era paso obligado de los peregrinos que se dirigían a la ciudad santa desde el valle del Jordán o provenientes de la lejana Galilea. Un lugar muy propicio para hacer un último descanso después de la larga subida desde el Jordán y el cansado camino desde Galilea para reponer fuerzas para tras cruzar el monte de los olivos entrar en la ciudad santa de Jerusalén.
Pero, bien, ¿qué nos puede estar diciendo hoy la Palabra del Señor? ¿Qué nos enseñará para nuestra vida este texto del Evangelio completado con el texto y reflexiones que en el mismo sentido nos ofrecía la primera lectura?
En el texto al que hacíamos mención y escuchado hace varios días, Abrahán acoge a Dios en aquellos tres caminantes y ahora vemos cómo Marta y María acogen a Jesús en el hogar de Betania. ¿Cómo se sentía Abrahán cuando sabía que estaba acogiendo a Dios en su tienda? ¿Cómo se sentían Marta y María cuando tenían el gozo de tener a Jesús con ellas en su hogar?
Hermoso ejemplo nos ofrecen para nuestra vida. Mucho tendríamos que aprender para ofrecerle nuestro amor al Señor con lo mejor de nosotros mismos. Muchas veces hemos reflexionado sobre este texto y esta manera de acoger tanto de Marta como María. En las dos encontramos la lección para acoger a Jesús que llega a nuestra vida, como para acoger a cuantos nos encontramos a nuestro paso en el camino de la vida. A los pies de Jesús hemos de saber ponernos abriendo nuestro corazón, dando lo mejor de nosotros mismos, para llenarnos de Dios, para aprender también desde la acogida de Dios a acoger a los demás y al tiempo llevar a Dios a los demás. Estamos recibiendo a Dios en aquel que llega hasta nosotros y por nuestra manera de acoger y recibir, de escuchar y atender estamos también llevándoles a Dios a sus vidas.
Quizá podríamos preguntarnos ¿somos nosotros los que ofrecemos hospitalidad a Dios o es Dios el que nos ofrece hospitalidad? Es cierto que Dios quiere venir a nosotros, quiere habitar en nuestros corazones; como nos dirá Jesús si guardamos su palabra, si cumplimientos sus mandamientos el Padre nos amará y también nos amará Jesús y el Padre y El vendrán a nosotros para habitar en nosotros. Es la acogida que hemos de hacer al Señor que viene a nuestra vida guardando su palabra, viviendo en el amor y así nos llenaremos de Dios.  
Es el ejemplo que nos ofrece María sentada a los pies de Jesús bebiéndose sus palabras, queriendo escucharle y gozarse de su presencia; pero es el ejemplo también de Marta que da lo mejor de si misma para servir, para hacer todo lo posible para que Jesús se sintiera a gusto en la casa. Por eso andaba tan ajetreada preparando todo y de ahí sus quejas porque quizá María no le ayudaba como ella quería, pero que en el fondo estaba cumpliendo también en su acogida con la ley de la hospitalidad.
Pero nos preguntábamos si no es Dios el que nos acoge a nosotros. ¿Qué es lo que quiere Dios sino que vivamos en El? Nos hace partícipes de su vida que es meternos en su corazón. ¿No nos dice Jesús en la última cena que se va junto al Padre, pero va para prepararnos sitio y que vendrá y nos llevará con El? ¿Qué otra cosa es el amor que Dios nos tiene sino meternos en su corazón?
Es por donde tenemos que aprender hoy el mensaje que nos trae la Palabra del Señor. Cuando aprendemos a acoger a Dios en nuestra vida, estamos aprendiendo a acoger a los demás en nuestro corazón, aprendiendo a meter a los demás en nuestro corazón. Esa es la verdadera acogida, la verdadera hospitalidad. No se reduce a ofrecer cosas - lo que también será necesario y en el  nombre del amor no hemos de dejar de hacer- sino que es ofrecer mi corazón, abrir mi corazón para que el otro tenga cabida en él.
Y cuando somos nosotros capaces de ofrecer la hospitalidad de nuestro corazón a los demás estamos abriendo de verdad nuestro corazón a Dios. No olvidemos lo que nos enseña Jesús que todo lo que le hagamos al hermano a El se lo estamos haciendo. Pero quizá tendríamos que decir que esta virtud de la hospitalidad interactúa en nosotros en nuestra manera de acoger a Dios y en nuestra manera de acoger a los demás, de manera que no hay una sin la otra.
La hospitalidad en su sentido más elemental y natural es abrir las puertas para acoger al que llega dejando que ocupe un lugar en nuestra casa, en nuestro hogar. Ya no se trata sola y llanamente del hogar o cosa material sino que se trata de nuestro corazón que ha de ser un hogar para los demás y para Dios. Abrimos las puertas para que los otros ocupen un lugar en nuestro corazón.
Amarlos no es solo decir que los queremos mucho si luego los tenemos apartados de nuestro corazón por nuestras desconfianzas o todos esos 'peros' que solemos poner en nuestra relación con los otros. Amarlos, como decíamos, es dejar que ocupen un lugar en nuestro corazón, es permitir que se adueñen de nuestro corazón. Es la generosidad del amor que ya nos hará que no seamos dueños de nosotros mismos, sino que al otro lo pongamos siempre en el centro de nuestro corazón.
Hoy estamos celebrando a santa Marta junto a una comunidad, en un hogar, con esa característica tan fundamental, la acogida, la hospitalidad, el amor. Es lo que las hermanitas nos ofrecen; no es solo un edificio donde podamos encontrar un techo, un plato de comida, o un sitio para descansar; es un hogar, un hogar abierto y lleno de amor; un hogar donde podemos aposentarnos con seguridad y con confianza, porque siempre vamos a encontrar amor; un hogar que entre todos hemos de saber construir cada día porque cada uno de los que aquí habitemos tengamos también ese corazón abierto para los demás, sabiendo aceptarnos, comprender, ofrecernos verdadera amistad.
Celebramos a santa Marta que así lo vivió en aquel hogar de Betania, pero al celebrarla a ella en esta fiesta estamos celebrando lo que queremos ser. Que el ejemplo de santa Marta nos estimule, que su intercesión nos alcance esta gracia del Señor; que el ejemplo de quienes a nuestro lado nos sirven y nos acogen sea también para nosotros ese estímulo para vivir con un corazón así. Y si lo vamos haciendo cada día, no olvidemos, estaremos abriendo más y más nuestro corazón a Dios.
Santa Marta es modelo de acogida a Dios en nuestra vida para aprender a acoger a los demás en nuestro corazón.

domingo, 28 de julio de 2013

Le pedimos que nos enseñe a orar y nos enseña a decir Padre

Gén. 18, 20-32; Sal. 137; Col. 2, 12-14; Lc. 11, 1-13

‘Enséñanos a orar’, le piden a Jesús sus discípulos ‘una vez que estaba orando en cierto lugar’. Eran un pueblo creyente a los que acompañaba la oración en todos los momentos del día. Así estaba prescrito en la ley del Señor, ya salieran o entraran de casa, ya comenzaran un trabajo o se retiraran a descansar, ya fuera cada día en cualquier ocasión o de manera especial cuando el día del Señor se reunía en la sinagoga para el rezo de los Salmos y la escucha de la Palabra.
David les había dejado hermosos cánticos e himnos que eran utilizados en el culto - o al menos se le atribuían a David que había reglamentado el culto del templo - pero los profetas que iban apareciendo en medio del pueblo les enseñaban a orar como lo hacía ahora Juan con sus discípulos allá en el desierto junto al Jordán. De su época era el grupo de los esenios que en las orillas del mar muerto llevaban una vida dedicada por entero a la oración.
Veían a Jesús orar en toda ocasión, y ya no era solamente cuando estaba reglamentado por el culto o la ley, sino que contemplaban como se retiraba a solas en muchas ocasiones a orar, ya fuera en el descampado o subiera a las montañas altas, como sucedió en el Tabor. Ahora le piden que les enseñe. ¿Cómo ha de ser la oración que han de hacer a Dios? ¿Se reducirán a repetir los salmos que ya traía el libro sagrado o habría otra manera?
Y Jesús les deja un modelo de oración; un modelo no significa simplemente una fórmula a aprender de memoria y repetir, sino un estilo y un sentido de lo que ha de ser la verdadera oración del discípulo. Y aunque muchas veces nos entretengamos en dar muchas explicaciones y buscar razonamientos para analizar lo que Jesús les enseñó, realmente era algo muy sencillo que estaba al alcance de todo creyente.
Sencillo porque simplemente Jesús nos enseñaba cómo ponernos delante de Dios, con qué actitud profunda del corazón y con qué espíritu. Es simplemente eso, ponernos ante Dios reconociendo en su presencia su amor. Por eso la primera palabra es Padre y ahí va todo encerrado. Decir Padre es decir tú, mi Dios me amas; a ti quiero yo amarte respondiendo a tu amor.
Cuando decimos Padre, cuántas cosas estamos reconociendo. Si decimos Padre es porque nos sentimos amados y porque queremos amar. Y cuando queremos amar queremos todo lo bueno para aquel a quien amamos y de quien nos sentimos amados. Cuando decimos Padre es que queremos portarnos como hijos; cuando decimos Padre estamos mirando con unos nuevos ojos no solo al Dios que nos creó y que nos ama, sino que estaremos mirando con una mirada distinta cuanto nos rodea, cuantos nos rodean.
Cuando le decimos Padre a Dios, queremos su gloria, la gloria del nombre del Señor; nos estamos regocijando sabiendo que ese Dios nos ama y nos quiere como hijos y su nombre para siempre será bendito, será lo más dulce que pongamos en nuestros labios y ya para siempre su voluntad será para siempre nuestra norma y nuestro estilo de actuar.
Una cosa muy sencilla nos está enseñando Jesús, porque nos está enseñando a pronunciar con un nuevo sabor una palabra, padre. Y en ese padre descargamos nuestro corazón, todo cuando llevamos dentro de nosotros. Por eso al decir Padre nos damos cuenta de nuestras necesidades, pero también nos damos cuenta de las necesidades de los hermanos que están a nuestro lado. Por eso tras esa palabra irán surgiendo esas peticiones para el pan de cada día, para el sentido nuevo de cada día en que hemos de vivir, para sentir toda la fuerza divina en nosotros para vernos libres de todo mal y de toda tentación.
Le pedimos al Señor que nos enseñe a orar y nos enseña a decir Padre. Y ahí está todo lo que tenemos que decirle a Dios. Ahí está toda la alegría y el gozo grande del alma al sentirnos amados de ese Dios que es nuestro Padre.
Luego nos explicará Jesús que podemos tener la confianza y la certeza absoluta de que en nuestra oración Dios siempre nos escucha. Es el Padre que escucha a sus hijos y le dará lo mejor. Pero es también el amigo a quien no nos importe importunar, porque siempre al final terminará cediendo para darnos lo que necesitamos. Por eso no nos podemos cansar de nuestra oración primero porque estamos gozándonos en ese encuentro con el Padre bueno que nos ama, pero además porque nos da la confianza para que acudamos a El en toda ocasión.

Por eso nos dice: ‘Pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá; porque quien pide recibe, quien busca halla, y al que llama se le abre’. No podemos acercarnos al Señor con desconfianza. Eso es lo que hará que no se nos conceda lo que pedimos, porque es que no lo hacemos con fe, con la confianza total que nos enseña Jesús a tener con el Padre.