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sábado, 25 de enero de 2014



Como san Pablo, nosotros también instrumentos elegidos para anunciar el nombre de Jesús a todos los pueblos

Hechos, 22, 3-16; Sal. 116; Mc. 16, 15-18
Hemos escuchado el relato de su encuentro con el Señor y su conversión en sus propios labios. Por tres veces nos narra el libro de los Hechos de los Apóstoles este acontecimiento que hoy estamos celebrando, la conversión de Saulo, la conversión de san Pablo.
‘Este es un instrumento elegido para llevar mi nombre a todas las naciones, a sus gobernantes y al pueblo de Israel; yo le mostraré cuánto tendrá que padecer por mi nombre’ es lo que el Señor le dice a Ananías cuando le pide que vaya a ver a un tal Saulo de Tarso, ante la resistencia de Ananías ‘porque he oído a muchos hablar del daño que ese hombre ha hecho en Jerusalén a los que creen en ti’. Con esas intenciones Saulo, como era su nombre original que más tarde cambiará por el más romano de Pablo, iba a Damasco ‘con poderes de los sumos sacerdotes para apresar a cuantos invocan el nombre de Jesús’. Saulo no lo conocía y ahora le sale al encuentro a las puertas de la ciudad. ‘Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?... ¿quién eres, Señor? Yo soy Jesús Nazareno, a quien tú persigues’.
Fue suficiente ese encuentro con el Señor. Qué importante es encontrarse de verdad con el Señor.  viene a nuestro encuentro tantas veces y de tantas maneras y nosotros no lo conocemos. También alguna vez llegamos a preguntarnos, aunque quizá muchas veces ignoremos su presencia, ‘¿Quién eres, Señor?’. Sería importante y necesario que nos hiciéramos la pregunta, porque sería señal de que algo nos está sucediendo y comenzamos a darnos cuenta.
No vamos ahora a entretenernos a describir una vez más lo que ya hemos escuchado de la conversión de Saulo y cómo su vida cambió. Era un elegido del Señor y él respondió a la voz del Señor; y respondió a las expectativas que Dios tenía de él. ‘El Dios de nuestros padres te ha elegido, le dice Ananías, para que conozcas su voluntad, para que vieras al Justo y oyeras su voz, porque vas a ser testigo ante todos los hombres de lo que has visto y oído’. Y recibió el bautismo y comenzó a ser de verdad un hombre nuevo, como él más tarde nos enseñaría en el mensaje de sus cartas que tenía que ser nuestra vida a partir del momento de nuestro encuentro con Jesús y de poner toda nuestra fe en El.
‘Id al mundo entero y proclamad el Evangelio’, hemos escuchado que fue el mandato de Jesús y lo hemos ido repitiendo con el salmo. Es lo que hizo Pablo. Testigo para siempre ante todos los hombres recorrería los caminos del mundo anunciando el  Evangelio, anunciando el nombre de Jesús ante el que hemos de doblar toda rodilla porque es el Señor, porque el único nombre en quien encontramos salvación.
Saquemos conclusiones para nuestra vida. Es necesario que nos dejemos encontrar por el Señor. Viene a nosotros, se nos manifiesta en acontecimientos, sale a nuestro paso en los caminos de la vida allí donde estamos con nuestras alegrías y con nuestros sufrimientos, nos deja su Palabra que quiere llegar a nuestro corazón, nos ofrece su gracia sacramental que quiere llenarnos de vida. ¿Seremos capaces de dejarnos encontrar por El? ¿Seremos capaces de ver las señales que va poniendo a nuestro paso de su presencia y de su gracia que son llamadas para nosotros? Abramos los ojos y los oídos del corazón. Seamos sensibles a esas llamadas del Señor y no huyamos, no nos cerremos, no tengamos miedo a lo que nos pueda decir o nos pueda pedir. Con nosotros estará siempre la fuerza de su Espíritu.
Hay algo que se repite en todos los textos oracionales de la liturgia de este día; nos recuerda que nosotros tenemos que ser testigos ante el mundo de esa fe que ilumina nuestra vida; que ‘nos ilumine el Espíritu Santo con la luz de la fe que impulsó siempre al apóstol San Pablo a la propagación de tu Evangelio’, pediremos en una de las oraciones. Que por la gracia de los sacramentos que estamos celebrando ‘se encienda en nosotros el fuego del amor que abrasaba el corazón de san Pablo y le impulsaba, solícito, al servicio de todas las Iglesias’.
Ha de ser nuestra oración, para que nos encendamos en el fuego de ese amor y para que todas las Iglesias vivamos en la unidad y comunión, como pedimos en esta semana de oración que hoy concluimos.

viernes, 24 de enero de 2014



Irnos con el Señor para sentirnos en su presencia e inundados en su amor

1Sam. 24, 3-21; Sal. 56; Mc. 3, 13-19
‘Jesús subió a la montaña, llamó a los que El quiso, y se fueron con El’. El texto del Evangelio de hoy lo podemos considerar la llamada del Señor a sus discípulos para elegir de manera especial a doce de entre ellos y constituir el grupo de los Apóstoles; aquellos que iban a estar más cerca de Jesús y a los que de manera especial les iba a confiar su misma misión. ‘A doce los hizo sus compañeros, para enviarlos a predicar, con poder para expulsar demonios’. Y nos da el evangelista la relación de los Doce que fueron elegidos.
Van a ser piedra fundamental de la Iglesia que Jesús está instituyendo y en ella van a ser sus especiales enviados; eso significa en sí misma la palabra ‘apóstol’. Veremos a ese grupo de los Doce estar de manera especial con Jesús, a quienes Jesús les explica con mayor detalle lo que a todos va enseñando y les dará incluso especiales instrucciones, pero en quienes primero ha de verse reflejada esa comunidad que Jesús quiere constituir que es la Iglesia.
Por eso será tan importante y significativo lo que a ellos en especial va enseñando y veremos como en ocasiones, incluso, se los lleva a lugares apartados para estar a solas con ellos, o como a ellos de manera especial les va instruyendo cuando van de camino o en casa.
Pero este es un texto del evangelio que a todos nos dice algo, porque el don de la fe que anima nuestra vida es también una llamada y elección especial que a nosotros también nos ha hecho el Señor. No es un texto que solo haga referencia a quienes han recibido una llamada, una vocación o una misión especial dentro de la Iglesia, como puedan ser sacerdotes, misioneros o quienes estén llamados a una consagración especial. Es cierto que para ellos tiene un significado bien especial este texto, pero a todos nos puede enriquecer.
‘Llamó a los que El quiso y se fueron con El’, vimos que decía el evangelista. Por la fe, que es un don y un regalo de Dios porque es un don sobrenatural, nosotros somos también especialmente llamados y elegidos por el Señor. Ser cristiano es un don de Dios, una elección y predilección especial del Señor que nos concede el don de la fe. Y la fe no es simplemente aceptar unas ideas o una manera de pensar, sino que la fe entraña una nueva manera de vivir. ¿Y sabéis cual es esa manera de vivir que entraña el tener fe? Sencillamente estar con el Señor. Los llamó y se fueron con El. Nos llama el Señor, despierta en nosotros ese don maravilloso de la fe y queremos vivir con El, queremos estar con El con todo lo que eso implica.
Recordamos lo que hemos venido viendo en estas primeras páginas del Evangelio de Marcos que ahora estamos escuchando. La gente poco menos que se daba de codazos por estar cerca del Señor. Recordemos lo que se nos decía ayer que Jesús les decía que tuvieran preparada una barca no lo fuera a estrujar la gente. Querían estar con Jesús. Se despertaba la fe en Jesús en aquellos corazones y el primer deseo era ese, estar con Jesús. Como ahora a los que especialmente llama, ‘se fueron con El’.
Por la fe, nosotros queremos estar con Jesús; y estar con Jesús entraña muchas cosas, porque no queremos perdernos ni una sola de sus palabras, porque queremos estar aprendiendo continuamente de su vida, porque deseamos parecernos a El, porque queremos gozar y disfrutar de su presencia continuamente y nunca queremos separarnos de El. 
Cuando hablamos de cómo hemos de vivir nuestra vida cristiana una de las cosas que enseguida decimos que nos es necesario es el orar; la oración como algo fundamental de nuestra vida. Tendríamos que decir es una necesidad, es algo sin lo que no nos podríamos pasar, porque orar no es solamente hacer unos rezos, recitar unas oraciones, sino que orar es estar con el Señor; y estando con el Señor le hablamos y le escuchamos, entramos en ese diálogo entrañable de amor. Eso tendría que ser siempre nuestra oración.
Ojalá nosotros sepamos hacer lo mismo que hicieron aquellos primeros llamados, de los que nos habla hoy el Evangelio, ‘se fueron con El’, sepamos irnos así con el Señor, para sentirnos siempre en su presencia e inundados de su amor.

jueves, 23 de enero de 2014



El Señor está en medio nuestro con su gracia y su salvación

1Sam. 18, 6-9; 19,1-7; Sal. 55; Mc. 3, 7-12
La escena que nos describe el evangelio podría parecer de película; y digo podría parecer de película porque con la hermosa descripción que nos hace podríamos quedarnos nosotros como meros espectadores contemplando admirados las multitudes que vienen hasta Jesús no solo de Galilea, sino también desde Judea y Jerusalén y hasta de más allá del Jordán con los apretujones correspondientes por querer todos estar cerca de Jesús, hacerle llegar sus enfermos para que los cure y todos los gritos y aclamaciones de admiración que salían de aquellas gargantas, incluso de los poseídos por espíritus inmundos.
Pero bien sabemos que el evangelio no es para que lo miremos así, como si de unas imágenes de película se tratara y pasaran delante de nuestros ojos entreteniéndonos o a lo más queriendo decirnos algo. Sí, quieren decirnos algo, pero no desde fuera, sino que podríamos decir nosotros hemos de meternos dentro de esa acción. No para soñar si nosotros hubiéramos estado allí y llenarnos de nostalgias y de buenos deseos. Es algo más el Evangelio para nosotros.
Es que allí hemos de estar nosotros. O mejor aún, eso mismo podemos vivirlo nosotros aquí y ahora, tenemos que vivirlo aquí y ahora. ¿Qué significa la presencia sacramental del Cristo? ¿Un recuerdo de algo sucedido en otro momento? Eso sería muy empobrecedor. Cristo está aquí y ahora con nosotros, de la misma manera que estaba allí entonces rodeado de toda aquella gente que acudía de todas partes queriendo escuchar su palabra, sentir su presencia, recibir la gracia de la curación de sus dolencias y enfermedades.
El  signo del  sacramento viene a significar que, aunque los ojos de nuestra cara no vean sino el signo, con los ojos de la fe vemos y sentimos su presencia; con los ojos de la fe, podemos afirmar que Cristo esté con nosotros, en nosotros,  y nos cura y  nos alimenta, y nos regala su Palabra y nos enriquece con su gracia. Y eso es lo que vivimos cuando celebramos la Eucaristía. Lo que necesitamos es abrir bien abiertos los ojos de nuestra fe.
También nosotros ahora venimos hasta Jesús para escucharle, para escuchar su Palabra. ¿Qué es lo que hemos venido haciendo en nuestra celebración? No hemos leído simplemente un texto de unas historias bonitas, se nos ha proclamado la Palabra de Dios, la Palabra que Dios aquí y ahora quiere dirigirnos, con la que quiere alimentarnos nuestra vida, que quiere ser luz para nuestro caminar, que despierta nuestra fe y nuestra esperanza,  que nos mueve cada día a más amor. No es una palabra cualquiera, es la Palabra de Dios. Así la hemos aclamado cuando se nos ha proclamado. Con fe hemos querido también nosotros alabar al Señor por la Palabra que hemos recibido. ¿Qué es lo que hemos dicho? ‘Te alabamos, Señor… gloria a ti, Señor Jesús’. Es nuestra confesión de fe en esa Palabra de Dios y nuestra alabanza al Señor.
Así seguiremos sintiendo y viviendo su presencia a través de toda la Eucaristía. No son unos simples ritos lo que hacemos. Estamos celebrando el Sacramento, el Misterio de nuestra fe. Estamos proclamando que Jesús está en medio de nosotros y es nuestro alimento y nuestra vida. Estamos proclamando nuestra fe en Jesús que es nuestro Salvador. Celebramos el memorial de su pasión, muerte y resurrección, el memorial de su Pascua, que no es un recuerdo o una memoria que hacemos, sino un hacer presente en medio nuestro, igual que si estuviéramos en la última cena o al pie de la cruz en el calvario, la presencia salvadora de Jesús.
Con qué entusiasmo tendríamos que vivir nuestras celebraciones; con qué fe tendríamos que expresar nuestra alegría y nuestro gozo por la salvación que el Señor nos ofrece. Pongamos a tope toda nuestra fe. No nos quedamos en contemplar una escena, como decíamos al principio, como si estuviéramos contemplando una película que pasa delante de nuestros ojos, sino que estamos viviendo la presencia salvadora y llena de gracia del Señor. Cuánto tenemos que amarle.

miércoles, 22 de enero de 2014

La gloria de Dios es el bien del hombre



La gloria de Dios es el bien del hombre

1Sam. 17, 32-33.37.40-51; Sal. 143; Mc. 3, 1-6
La gloria de Dios es el bien del hombre. Quizá alguno podría pensar que buscar la gloria de Dios es algo que solo atañe o hace referencia a la divinidad y nada tiene que ver con el hombre, con la persona,  con su bien. Es una confusión demasiado frecuente. Lo vemos en aquellos que quieren ser profundamente religiosos pero se desentienden totalmente de aquellas personas que están a su alrededor, con quienes conviven o los que están sufriendo cada día a su lado miles de problemas. No es ese el sentido de Jesús, de vida, de lo que hace o de lo que es su mensaje.
Podríamos comenzar por recordar aquello que nos dice el evangelio de san Juan, que tanto era el amor que Dios nos tiene que nos entrega a su Hijo único. ¿Para qué nos ha entregado a Jesús? ¿Para qué Dios se ha hecho hombre? En el credo confesamos que ‘por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación se hizo hombre’, por nuestra salvación. Esa salvación que el Señor viene a ofrecernos es la gloria de Dios. Luego lo que Jesús quiere siempre es el bien del hombre, el bien de la persona.
No podemos desentendernos nunca del bien de la persona, porque digamos que estamos buscando la gloria de Dios. Es más, el buscar la gloria de Dios nos obligará mucho más a buscar el bien de la persona, de toda persona. Es lo que vemos hacer a Jesús a lo largo del Evangelio. Cura, sana, llena de esperanza los corazones, busca y quiere la felicidad para todos, no quiere que haya sufrimiento de ningún tipo en nadie, va sembrando paz en los corazones, nos ofrece continuamente su perdón y nos enseña cómo nosotros hemos de hacer lo mismo con los demás, nos enseña cómo tenemos que amarnos buscando siempre el bien del amado, porque eso es verdadero amor, llegará hasta el amor supremo de dar su vida por aquellos a quienes ama, por nosotros. ¿Qué más pruebas queremos de que siempre quiere el bien del hombre, el bien de toda persona?
Es lo que hoy hemos escuchado también en el evangelio. Se crea el conflicto en algunos muy legalistas  para quienes el sábado, día del Señor, era tan sagrado, que les impedía realizar cualquiera cosa buena incluso en bien de los demás. Hoy nos puede resultar difícil de entender este episodio del evangelio, pero quizá mucho de esto pueda quedar aún en nuestro corazón.
Era un sábado y fue como de costumbre a la sinagoga. Era la hora de la oración y de la escucha de la Ley y los Profetas que cada sábado en la sinagoga se proclamaban. Ya iba siendo habitual que estando Jesús fuera El quien hiciera la proclamación de la Palabra y su comentario.  Pero en esta ocasión le estaban acechando, pendientes de lo que ya había hecho en otras ocasiones. Donde estuviera un hombre  lleno de sufrimiento, con sus enfermedades o limitaciones, allí estaba Jesús manifestando su poder y curando de toda dolencia y enfermedad. En esta ocasión hay un hombre con parálisis en un brazo. ¿Qué hará Jesús?
Jesús lo que quiere siempre es el bien del hombre. Allí, en el bien del hombre, estaba la gloria del Señor. Por eso notando que estaban esperando su reacción porque ya comenzaban a haber cosas en Jesús que a algunos no les gustaban,  como a los fariseos y otros grupos afines, Jesús le dice al hombre del brazo paralítico que se ponga en medio y hace la pregunta. ‘¿Qué está permitido en sábado? ¿hacer lo bueno o lo malo? ¿salvarle la vida a un hombre o dejarlo morir?’
No tenían nada que decir. No se atrevían. Y Jesús curó a aquel hombre. Así se estaba dando gloria a Dios. Aprendamos la lección. Lo que siempre tenemos que hacer es buscar el bien de la persona, de toda persona, sea quien sea. No es la muerte sino  la vida lo que tenemos que buscar; y buscar la vida es buscar el bien, hacer el bien, amar con toda generosidad y desprendimiento, como lo hizo Jesús y como tiene que ser nuestra vida siempre. Es el estilo de la vida de Jesús y será el estilo que ha de tener nuestro amor si en verdad nos llamamos sus discípulos.
Que con las obras buenas que vayamos haciendo en cada momento, vayamos dando gloria al Señor. Démosle el sentido más hondo a nuestra religiosidad y vivamos intensamente el amor de nuestra vida cristiana.

martes, 21 de enero de 2014



Encontré a David mi siervo y lo he ungido con óleo sagrado

1Sam. 16, 1-13, Sal. 88; Mc. 2, 23-28
‘Encontré a David mi siervo y lo he ungido con óleo sagrado; para que mi mano esté siempre con él y mi brazo lo haga poderoso…’ Así repetimos con el salmo. Una referencia clara a lo que hemos escuchado en la primera lectura. Comienza a narrarnos la historia de David, el que iba a ser un gran rey de Israel, en el que se fundaría la dinastía davídica en una importante relación con el mesianismo que marcaría toda la historia de Israel.
Hemos venido escuchando a grandes trazos desde su nacimiento la presencia y la figura del profeta Samuel que ante la petición del pueblo y, aunque él no lo veía claro, le había dado como rey a Saúl. Ya escuchamos en días anteriores cómo Saúl no fue agradable al Señor y fue reprobado por su desobediencia a la voluntad de Dios. ‘Obedecer al Señor vale más que un sacrificio, ser dócil más que grasa de carneros…’
Hoy escuchamos cómo Dios le dice a Samuel que les dé un nuevo rey y lo envía a Belén, a la casa de Jesé, para que entre sus hijos encuentre el elegido del Señor. Ya escuchamos con detalle el relato. Aunque pasan todos los hijos de Jesé por delante del profeta ninguno es el elegido del Señor, porque ‘la mirada de Dios no es como la mirada del hombre, pues el hombre mira las apariencias, pero el Señor mira el corazón’. 
Mensaje hermoso que nos daría para hacernos una hermosa reflexión y aprender a hacer esa mirada profunda cuando nos acercamos o nos relacionamos con los demás, para no quedarnos en las apariencias, ni para hacer el juicio fácil que con tanta frecuencia nos sale y nos lleva desde la apariencia a la crítica y a la condena sin conocer realmente lo que pasa dentro del corazón de cada persona. Cómo tendríamos que aprender para fijarnos en lo que de verdad vale en la persona, aunque esté oculto a nuestros ojos y no quedarnos nunca en lo superficial, porque lo esencial es invisible a los ojos, pero sí podemos percibirlo desde el corazón cuando nos acercamos con rectitud, sin malicia, con buenos ojos e intenciones al prójimo.
Pero centrémonos en el texto, aunque este comentario que hemos hecho ante esa sentencia también nos puede ayudar mucho. Será el más pequeño, el que parece que no es tenido en cuenta ni siquiera por su padre que ha convocado a todos sus hijos para participar en el sacrificio y posterior comida que se está haciendo con Samuel, el que va a ser el elegido del Señor. ‘¿No quedan ya más muchachos?’, le pregunta Samuel cuando han pasado todos los hijos presentes. ‘Todavía falta el más pequeño que está guardando el rebaño… Manda que lo traigan, le dice Samuel, que no comeremos hasta que haya venido’.
Es el elegido del Señor y sobre el que Samuel va a derramar la cuerna del aceite para ungirlo como rey de Israel. Así son los designios de Dios. Así hemos visto y seguiremos viendo a lo largo de toda la historia de la salvación cómo Dios elige a sus preferidos para los que tiene misiones especiales. Lo que puede parecer pequeño e insignificante no lo es para el Señor. La mirada del Señor no es como la nuestra, porque el Señor mira el corazón.
Y es que, como hemos repetido muchas veces con lo que nos dice el Evangelio, Dios se revela a los pequeños y a los humildes y a ellos se les manifiesta y les confía misiones especiales. Porque no será la acción humana la que realiza maravillas, sino es el poder y la gracia del Señor. Nunca podemos decir que no valemos para nada y que nada sabemos hacer porque si el Señor nos ha elegido El hará brillar su gracia sobre nosotros y podremos también realizar maravillas, no las nuestras sino las maravillas del Señor.
Aprendamos de María la que se sentía tan pequeña que se llamaba a sí misma la esclava del Señor y cuántas maravillas realizó el Señor en ella y a través de ella sigue realizando a favor nuestro. Dejémonos conducir por el Señor; dejémonos hacer por el Señor; que se cumpla siempre su voluntad sobre nosotros. Como hemos repetido estos días hemos de decir una y otra vez: ‘Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad’. Somos nosotros también los ungidos del Señor, elegidos y amados de Dios. Algo querrá el Señor de nosotros.

lunes, 20 de enero de 2014



Seguir a Jesús no es hacer remiendos sino comenzar a vivir una vida nueva

1Sam. 15, 16-23; Sal. 49; Mc. 2, 18-22
La  presencia de Jesús, su mensaje, sus obras y palabras van provocando diversas reacciones en aquellos que le contemplan y le escuchan. Ya vemos por una parte el entusiasmo de quienes le siguen llevando sus enfermos para que los cure o queriendo estar cerca de El para no perderse ni una palabra  de su mensaje que les va enardeciendo por dentro, sembrando esperanza de algo nuevo que anuncia y por ese mundo nuevo del que va hablando cuando anuncia la llegada del Reino de Dios.
Pero también vamos viendo que en otros se produce un desconcierto ante lo nuevo que va proponiendo y que va realizando, incluso por la manera cómo se va presentando. El que haya llegado a tocar con su mano a un leproso, que haya ofrecido primero que nada el perdón de los pecados al paralítico que le llevaron para curar atribuyéndose poderes divinos o se siente a la mesa rodeado de publicanos y pecadores serán cosas que muchos no entenderán y les hará surgir dudas e interrogantes en su interior.
Acostumbrados a oír hablar quizá de la vida extremadamente rigurosa  de los esenios que vivían entre penitencias y ayunos allá en el desierto en las orillas del mar Muerto, o recordando la figura del Bautista que había surgido allá junto al Jordán también con una vida austera y penitencial, y estando por otra parte la vida exigente en normas y preceptos y en ayunos rigurosos de los fariseos allí mismo en Jerusalén o a través de toda Palestina el estilo nuevo que Jesús va impregnando en aquellos que le siguen más de cerca, sus discípulos, hará que vengan hasta Jesús preguntando, como hoy hemos escuchado, por qué sus discípulos no ayunan como lo hacían los discípulos de Juan o lo hacen los discípulos de los fariseos.
‘¿Es que pueden ayunar los amigos del novio, mientras el novio está con ellos?’ Es una referencia que pone como ejemplo a lo que eran las fiestas de las bodas en la que el novio estaba rodeado de todos sus amigos en días felices para él y en los que precisamente lo que tenía que predominar era la fiesta y la alegría. Eso significa la presencia de Jesús. Con Jesús a nuestro lado nuestro corazón se tiene que llenar de fiesta y de alegría. Es la alegría de la fe, de la que tantas veces hemos hablado.
Es el gozo que sentimos en nuestro corazón cuando nuestra vida está impregnada por la fe y sentimos tan de cerca la presencia del Señor. El cristiano, el verdadero creyente en Jesús, tiene que tener siempre cara de fiesta. La fe que tenemos en Jesús es una riqueza grande para nuestra vida y nos hace mirar las cosas y la vida misma con un sentido nuevo del que tiene que estar alejada para siempre la tristeza y la amargura. No sé si esto lo habremos entendido bien muchos cristianos que parece que vamos por la vida siempre con cara de funeral.
Es por lo que a continuación Jesús nos habla de que no podemos andar con remiendos en la vida ni usando recipientes o estilos viejos, que no nos valdrían para nada. Es un vestido nuevo el que tenemos que vestir cuando nos revestimos de Cristo. Porque es un sentido nuevo de la vida lo que tenemos con El. Demasiadas veces vamos queriendo hacer componendas,  arreglitos por aquí y por allá, pero no llegamos a ser ese hombre nuevo de la gracia que tendríamos que ser a partir de nuestro Bautismo. Por algo Jesús le hablará a Nicodemo de nacer de nuevo, aunque a Nicodemo le cueste entender.
Nos habla hoy Jesús de vestido nuevo, no de remiendos, y de odres nuevos para el vino nuevo de la gracia que recibimos en nuestra vida. Si el vino nuevo lo queremos poner en odres viejos, estos se reventarán y de nada nos servirá el vino nuevo porque se  perderá. Es lo que muchas veces nos sucede en nuestra vida  cristiana, en nuestra vida de fe. No terminamos de entender y aceptar el mensaje de Jesús. Por algo ha comenzado su predicación invitándonos a la conversión; y la conversión no son unos arreglitos que tenemos que hacer en nuestra vida, sino un darle la vuelta al completo a nuestra vida, para vivir la vida nueva de la gracia. ‘A vino nuevo, odres nuevos’, nos dice el Señor.

domingo, 19 de enero de 2014




Es el Cordero de Dios, Hijo amado del Padre, que quita el pecado del mundo

Is. 49, 3.5-6; Sal. 39; 1Cor. 1, 1-3; Jn. 1, 29-34
Me atrevo a comenzar diciendo que siempre el Evangelio es Epifanía, porque siempre nos trasmite la Buena Nueva de Dios, siempre nos está manifestando quien es Jesús y nos ayudará siempre a hacer una profunda confesión de fe en Jesús. Aunque litúrgicamente terminamos el pasado domingo con la celebración del Bautismo de Jesús la celebración de la Epifanía y de la Navidad, hoy ya en el tiempo Ordinario se nos prolonga esa manifestación de quién es Jesús y seguimos sintiendo esa Epifanía salvadora del Señor para nuestra vida.
Podemos decir que se nos prolonga de alguna manera lo celebrado el pasado domingo porque en el Evangelio precisamente Juan Bautista está haciéndonos referencia a lo que él vivió y experimentó en el momento del Bautismo de Jesús en el Jordán. De alguna manera es el relato que el evangelista Juan nos hace de ese episodio del misterio de Cristo que los sinópticos nos lo describen más detalladamente.
Hoy escuchamos que ‘al ver a Jesús que venía hacia él, exclamó: Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo’. Más tarde empleará esa misma expresión para señalárselo a dos de sus discípulos que se irán con Jesús.
¿Qué podían entender los que estaban escuchando al Bautista con estas palabras? El Cordero tiene una gran resonancia bíblica y pascual para todo judío. La primera evocación podría llevarles a su liberación de Egipto y la noche de la primera pascua. Allí entonces se sacrificó un cordero con cuya sangre iban a ser marcadas las puertas de los judíos que les liberaría del paso del ángel exterminador. Pero sería el cordero, ya para siempre llamado cordero pascual, que cada año en la celebración de la pascua judía habría de sacrificarse y comerse recordando y celebrando aquella liberación de la esclavitud de Egipto.
El cordero era también uno de los animales que cada día se sacrificaba en las ofrendas del templo, como es la imagen con la que se compara al siervo de Yahvé que nos describe el profeta Isaías que ‘cargó con nuestros crímenes y pecados y no abría la boca, como cordero llevado al matadero, como oveja ante el esquilador, enmudecía y no abría la boca’, como se nos proclama en las lecturas del Viernes Santo.
Ahora Juan, quizá tomando la imagen de ese sentido bíblico y pascual, señala a Jesús como ‘el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo’. Es también un anuncio profético de pascua; es una manifestación de quién es Jesús que como Mesías de Dios, como el Ungido por la fuerza del Espíritu, en la imagen de la paloma que bajó sobre El, era el Hijo amado y preferido de Dios, cuya obediencia iba a llegar hasta el final, hasta el sacrificio de sí mismo para ser nuestra salvación. La Pascua siempre presente en la vida de Jesús, no en vano Jesús es ese paso permanente de Dios junto a nosotros para llenarnos de la salvación.
Así nos lo señala el Bautista. En pocos renglones, en apenas seis versículos nos hace una manifestación muy completa de quien es Jesús y cual es su misión. Ha comenzado llamándolo el Cordero de Dios, y ya vemos su significado; luego nos ha dicho que es el que está Ungido por el Espíritu, que es lo mismo que decirnos que es el Mesías de Dios esperado, que El nos había anunciado y cuya misión  - la suya - era  la de preparar los caminos para su llegada; pero nos señalará también entonces que será quien nos va a bautizar en el Espíritu, en un nuevo Bautismo, que como más tarde Jesús explicaría a Nicodemo significa comenzar a vivir una nueva vida; finalmente da testimonio Juan de que es el Hijo de Dios, porque así lo había señalado la voz desde el cielo, como el Hijo amado y preferido. ¿No podemos decir entonces con toda razón que estamos viviendo una nueva Epifanía?
Todo esto nos lleva a una confesión de fe en toda profundidad. Reconocemos quién es Jesús y estamos dispuestos a escucharle y a seguirle. Si el Bautista así nos lo señala es para que lo reconozcamos con toda nuestra vida como nuestro Señor y Salvador. Esto, repito, nos tiene que llevar a querer conocerle más, con mayor profundidad. Que crezca nuestra fe y crecerá nuestra vida cristiana. Conociendo cada más con mayor profundidad a Jesús más queremos parecernos a El, vivir su vida, vivir de su amor. Y eso se va a traducir en la intensidad de nuestra vida cristiana.
Juan el Bautista nos decía primero que ‘no lo conocía’, pero que se dejó guiar por el Espíritu del Señor y lo reconoció. ‘Aquel que me envió a bautizar con agua’, dice haciendo referencia a su propia vocación y haciendo referencia que de la misma manera que un día sintió en su corazón esa llamada para ser el precursor del Mesías, ahora le había revelado cómo habría de reconocerle. Por eso, tras contar su experiencia de lo sucedido allá en el Jordán en los momentos del Bautismo de Jesús con toda la teofanía que los otros evangelistas describen más detalladamente, ahora nos dirá: ‘Y yo lo he visto, y he dado testimonio de que es el Hijo de Dios’.
Como hemos venido diciendo toda esta experiencia de Evangelio y de Teofanía nos lleva a conocer más a Jesús, pero ha de llevarnos también, como le sucediera al Bautista, a que también nosotros hemos de dar testimonio de nuestra fe. También nosotros hemos de decir ‘yo lo he visto…’ con los ojos de la fe lo he visto y lo he sentido de verdad en mi corazón, y ahora puedo dar testimonio de lo que ha sido mi vida a partir de que he sentido a Jesús; doy testimonio de que El es el Hijo de Dios y mi Salvador; doy testimonio de que bautizado en el Espíritu ahora me hace participar de una vida nueva y yo también soy hijo de Dios.
Quien ha conocido a Cristo ya no puede callar su fe sino que tiene que proclamarla y testimoniarla. Como decía san Pablo ‘llamado a ser apóstol de Cristo Jesús por designio de Dios’. O como decía el profeta ‘desde el vientre me formó siervo suyo, para que le trajese a Jacob, para que le reuniese a Israel… te hago luz de las naciones para que mi salvación alcance hasta el confín de la tierra’. Y es que esa fe que tenemos en Jesús, ese regalo de Dios que es mi fe, me compromete, no puede dejar quieto, ni ocultar lo que es la mayor riqueza de mi vida. Tenemos que anunciar al que es la luz de las naciones.
Sí, tengo que dar testimonio de mi fe, de la vida nueva que hay en mí; tengo que dar testimonio cómo desde esa fe que tengo en Jesús mi vida se va transformando día a día y desde esa fe en Jesús quiero amar más y quiero vivir con mayor intensidad el compromiso de mi vida cristiana; desde esa fe que tengo en Jesús he aprendido lo que es el amor verdadero y aunque a veces me cuesto quiero ser capaz de desprenderme de mi para compartir más generosamente con los demás; desde esa fe que tengo en  Jesús lo siento siempre a mi lado, lo siento en mi corazón y ya no me siento solo, ya se acaban para siempre los temores en mi vida, y en mi corazón siento una nueva alegría y una nueva esperanza e ilusión; desde esa fe que tengo en Jesús me enfrento a los problemas de una forma diferente, porque siento la fuerza de su Espíritu conmigo y cuando los problemas se pueden convertir en dolor y en sufrimiento sé hacer de ellos también una ofrenda de amor a Dios.
Así queremos expresar y vivir con alegría y entusiasmo desbordante nuestra fe. Muchas veces nos cuesta, porque las tentaciones nos enfrían la intensidad de nuestra fe. Pero  queremos vivirla, queremos proclamarla. Queremos que el Espíritu del Señor venga sobre nosotros y nos llene de fortaleza y de entusiasmo. Que la alegría con que vivimos nuestra fe contagie a los demás. Nuestro compromiso y nuestra alegría tienen que ser siempre evangelizadores de nuestro mundo, que necesita de la luz de la fe.