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sábado, 15 de noviembre de 2014

Aprendamos a orar con fe, con humildad, con perseverancia, con gozo porque es dejarnos inundar por la presencia y el amor de Dios

Aprendamos a orar con fe, con humildad, con perseverancia, con gozo porque es dejarnos inundar por la presencia y el amor de Dios

3Jn. 5-8; Sal. 111; Lc. 18, 1-8
‘Para explicar a los discípulos como tenían que orar siempre sin desanimarse, les propuso otra parábola’. Vuelve Jesús a hablarnos de la oración.
Los discípulos le habían visto orar muchas veces, cuando se retiraba a solas a lugares apartados o cuando había subido con algunos de ellos a la montaña; les había enseñado a orar, cuando se lo habían pedido; les había puesto ejemplos y parábolas para decirles cuales eran las actitudes de humildad y confianza con que tenían que dirigirse a Dios, nunca con la actitud orgullosa y exigente del fariseo y siempre con la humildad del publicano que se sentía pecador oculto quizá en el último rincón; les había enseñado a llamar Padre a Dios y así podían dirigirse a Dios con la confianza de que serían escuchados siempre, porque solo era necesario llamar para ser respondidos y correspondidos.
Ahora vuelve a insistir porque sabía cómo entramos en rutina en nuestra oración, nos desanimamos y cansamos. Les propone una parábola. Es la viuda que insiste ante el juez que no quiere escucharla. Será su insistencia machacona la que moverá al fin el corazón de aquel juez injusto para escucharla y atenderla aunque solo fuera por quitársela de encima. Pero Dios no es así; no es el juez, por supuesto, imagen de Dios, pero sí la insistencia de aquella pobre viuda será imagen y modelo de cómo con insistencia, con confianza, con humildad hemos de orar a Dios.
Es mucho lo que nos está enseñando Jesús sobre cómo ha de ser nuestra oración. Cuando vamos a orar, primero que nada hemos de ir con fe. ‘Cuando venga el Hijo del hombre, dirá Jesús hoy, ¿encontrará esta fe en la tierra?’ Fe para sentirnos en la presencia de Dios. Por ahí tendríamos que comenzar siempre. No es ir de cualquier manera a hacer unos rezos. Estamos en la presencia de Dios, de su inmensidad y de su grandeza; estamos en la presencia de Dios, el Señor todopoderoso que lo llena todo con su presencia y con su amor. En ese acto de fe es como introducirnos en la inmensidad de Dios, ante quien nos sentimos pequeños y encima pecadores. Pero es que inmersos en Dios nos sentimos envueltos por su presencia y su amor.
Nada ni nadie nos tendría que distraer. Por eso hemos de poner toda nuestra fe, comenzar nuestra oración por una renovación de nuestra fe. Por eso también hemos de crear ese ambiente apropiado. Ya sé que donde quiera que estemos podemos y tenemos que sentir la presencia de Dios, pero eso no obsta para que cuando vayamos a hacer nuestra oración nos metamos de verdad en ese cuarto interior, como nos dirá Jesús en otro lugar del evangelio, para orar allí en ese silencio interior con Dios. Esa interiorización siempre es necesaria, también en nuestra oración comunitaria. Aunque estemos orando en unión y comunión con otros hermanos, no podemos estar como distraídos pendientes de todo lo que pasa a nuestro alrededor; estaríamos como dispersos, y así no podríamos disfrutar de la presencia de Dios, de la presencia de amor de Dios.
Oramos y entramos en diálogo de amor con Dios; no es solo que vayamos con nuestra lista de deseos y necesidades como quien va a despachar con un soberano poderoso al que le presentamos la lista de nuestras necesidades. Oramos y pedimos, pero también escuchando a Dios. Por eso, como decíamos, ese necesario recogimiento interior para poder sentir y escuchar a Dios que nos susurra allá en el corazón. Oramos dejándonos conducir por el Espíritu divino que nos hará presentar la mejor petición y la mejor oración a Dios. Oramos disfrutando de la oración, saboreando la presencia de Dios que llena e inunda nuestra vida y entonces nuestra oración no será una oración cansina y aburrida, será una oración llena de confianza y humildad, pero con la insistencia del amor.
Mucho tendríamos que recorrer las páginas del evangelio para aprender de la oración de Jesús. Mucho tenemos que dejarnos inundar por el Espíritu divino para hacer la mejor oración. Abramos nuestro corazón a Dios que es abrirnos al amor, es dejarnos inundar por su presencia y su amor, porque a quien oramos es a un Dios que nos ama y que es nuestro Padre. 

viernes, 14 de noviembre de 2014

Nuestra vida entre la responsabilidad del momento presente y la esperanza de la vida eterna

Nuestra vida entre la responsabilidad del momento presente y la esperanza de la vida eterna

2Jn. 4-9; Sal. 118; Lc. 17, 26-37
La vida del cristiano transcurre entre la responsabilidad del momento presente  y la esperanza de la vida futura, la vida eterna. Para algunos pudiera parecer una paradoja y algo imposible porque quizá piensan que si tenemos puesta nuestra esperanza en la vida eterna en su plenitud iríamos a abandonar este momento presente que vivimos, o si estamos caminando con los pies sobre la tierra responsabilizándonos de esta vida que ahora vivimos no necesitaríamos pensar en una vida futura y eterna. Sin embargo es lo que nosotros queremos vivir, lo que nos enseña nuestra fe y lo que queremos asumir con claridad y con responsabilidad.
Quieren achacarnos los que realmente no conocen nuestra fe que porque pensamos en el cielo y en su plenitud nos desentendemos de nuestro mundo, lo cual no es nada cierto. Nos enseña Jesús, como tantas veces habremos escuchado en sus parábolas en el evangelio, que ha puesto unos talentos en nuestras manos que no podemos enterrar sino que tenemos que negociarlos y hacerlos en verdad producir lo que mejor que podamos y si es posible hasta el ciento por uno.
Esos talentos que son nuestros valores o que es nuestra vida misma, que es ese lugar y responsabilidad que ocupamos aquí en esta sociedad que formamos los humanos, y que es la riqueza de la vida misma que poseemos o lo que es el mismo mundo en el que vivimos que tenemos que desarrollar con responsabilidad para hacer también que nuestra vida aquí en la tierra sea cada día mejor y así podamos contribuir al bien de todos. Ya escucharemos próximamente estas parábolas del evangelio.
No nos podemos desentender de esta vida ni de este mundo, que es para nosotros un don de Dios y del que un día también hemos de dar cuentas. Pero eso no nos hará olvidar esa vida en plenitud que es nuestra esperanza. Porque nuestra vida no se acaba con nuestra existencia terrena y por eso creemos en la vida eterna junto a Dios que tenemos prometida. Ahora caminamos como en un peregrinar sabiendo donde está nuestra patria definitiva en esa plenitud de Dios; pero ese camino terreno y ese peregrinar lo vamos viviendo en total responsabilidad buscando siempre el bien y lo mejor para nosotros y para nuestro mundo, que ahora por nuestras limitaciones humanas no lo podremos vivir en total perfección; pero tenemos la esperanza de que si ahora cultivamos bien esa semilla de nuestra vida un día podremos disfrutar de sus frutos en plenitud en la gloria del cielo junto a Dios.
Es cierto que vivimos en la incertidumbre de cuando llegará ese momento en que terminado este camino por este mundo entremos en esa plenitud de Dios. Pero eso hace por una parte más fuerte nuestra esperanza, se mantienen más vivos esos deseos de Dios y de su plenitud, pero al mismo tiempo nos hace vivir con mayor seriedad ese momento presente sin bajar la guardia de nuestra responsabilidad, sino más bien esforzándonos más y más, desde nuestras posibilidades y desde nuestros talentos y cualidades, por hacer cada día ese mundo mejor para nosotros mientras aquí vivimos, pero también en bien de los que con nosotros conviven o de los que seguirán el camino detrás de nosotros.
Jesús hoy en el evangelio con un lenguaje un tanto enigmático y en cierto modo apocalíptico nos habla de esa parusía final, de la venida del Hijo del Hombre que será cuando menos lo esperemos. Podemos pensar en la hora de nuestra muerte o en el fin del mundo. Nos pone como ejemplos momentos vividos a lo largo de la historia de la salvación que sucedieron cuando menos se lo esperaba la gente, pero que para aquellos que estaban preparados fueron momentos de gracia y de salvación. Fue Noé que se salvó del diluvio universal, o fue Lot el que se libró de la destrucción de Sodoma y Gomorra; habían vivido su vida en rectitud y se dejaron conducir por el Señor que fue para ellos su salvación.
Es la rectitud con que hemos de vivir nosotros nuestra vida, nuestro momento presente, atentos siempre a la voz y a la llamada del Señor. ¿Cuándo será el final de nuestro peregrinar por este mundo? No sabemos, pero eso nos hace vivir con mayores exigencias de rectitud y de fidelidad para que esa llamada del Señor al final de nuestros días nos encuentre preparados y podamos pasar a esa vida en plenitud que El nos tiene reservada para los que queremos ser fieles.
No podemos esperar a estar resolviendo los problemas de nuestra vida en el último momento sino que siempre hemos de vivir en esa fidelidad y esa acogida a la gracia del Señor. Ya nos dice que ‘si uno está en la azotea y tiene sus cosas en casa que no baje por ellas; si uno está en el campo que no vuelva’, para indicarnos cómo siempre tenemos que estar preparados.  Siempre hemos de estar preparados para ese encuentro definitivo con el Señor que sea siempre para la plenitud de la vida en Dios, para vivir en plenitud en la gloria del Señor.

jueves, 13 de noviembre de 2014

El Reino de Dios lo comenzamos a vivir dentro de nuestro corazón cuando nos dejamos transformar por la gracia de Dios

El Reino de Dios lo comenzamos a vivir dentro de nuestro corazón  cuando nos dejamos transformar por la gracia de Dios

Filemón, 7-20; Sal.145; Lc. 17, 20-25
‘Unos fariseos le preguntaban cuando iba a llegar el Reino de Dios’. Parece lógica la pregunta, aunque también podía significar que aún no habían entendido el mensaje de Jesús.
Algunas veces escuchamos las cosas por partes porque no estamos quizá siempre atentos a todo el conjunto del mensaje, o nos hemos perdido en un momento determinado alguna explicación porque quizá nosotros estábamos en otra cosa; o también lo escuchamos desde el prisma de lo que nosotros tengamos en la cabeza con lo que nos hacemos nuestras particulares interpretaciones.
El anuncio del Reino de Dios era una constante en la predicación de Jesús desde el principio. Ese había sido su primer anuncio porque llegaba el Reino de Dios. Con las parábolas, con las explicaciones que Jesús hacía, con las actitudes nuevas que El nos enseñaba, con una nueva forma de entender todo el misterio de Dios y nuestra relación con El Jesús hablaba continuamente del Reino de Dios.
Ahora vienen preguntando cuando va a llegar ese Reino de Dios anunciado. Pero no nos  ha de extrañar por diversas razones esta petición o pregunta de los fariseos, porque incluso sus discípulos más cercanos, incluso después de la Pascua y de la resurrección de Jesús, en el camino del monte de los Olivos para la Ascensión, aun andarán preguntando si es ahora cuando se va a restablecer la soberanía de Israel.
Ya sabemos cómo la función o misión del Mesías ellos lo entendían como un caudillo guerrero y victorioso que iba a liberar al pueblo judío de la opresión de los pueblos extranjeros devolviendo aquel brillo que tuvo en los tiempos del rey David. Recordemos incluso las peticiones de los propios discípulos de puestos de honor en ese reino.
Una vez más Jesús explicará que el Reino de Dios no lo hemos de buscar de esas espectacularidades ni desde cosas asombrosas. ‘El reino de Dios no vendrá espectacularmente, ni anunciarán que está aquí o está allí; porque mirad, el reino de Dios está dentro de vosotros’.
Si hemos ido escuchando bien y con atención toda la predicación de Jesús entendemos fácilmente estas palabras de Jesús. Reconocer el señorío de Dios sobre nuestra vida no está hecho de cosas externas o que podamos imponer. Tiene que partir de nuestro corazón, porque es ahí donde tenemos que poner a Dios, en el centro de nuestra vida. Y cuando reconocemos que El es nuestro único Dios y Señor haremos que toda nuestra vida gire en torno a Dios; todo en nuestra vida será siempre para la gloria de Dios.
Es una nueva manera de relacionarnos con Dios, porque al sentirnos inundados de su amor nos sentiremos amados y nos sentiremos hijos; al sentirnos amados de Dios comenzaremos a amarle a El con un amor sobre todas las cosas, pero porque le amamos a El comenzaremos a amar lo que Dios ama. Serán unas nuevas actitudes ante la vida misma, pero serán al mismo tiempo unas nuevas actitudes hacia los demás a quienes comenzaremos a amar como hermanos.
Y todo eso parte desde lo más profundo de nosotros mismos. Todo eso es querer vivir el reino de Dios desde lo más hondo de nuestra vida. Claro que eso se va a manifestar externamente porque habrá una nueva manera de ver las cosas, una nueva manera de actuar y de vivir la responsabilidad de la vida, una nueva manera de acercarnos a los demás para caminar junto con ellos. Y todo eso no se impone desde el exterior. Todo eso va a surgir en lo más hondo de nuestra vida porque nos sentimos transformados por la gracia del Señor. Todo esto no lo vamos a vivir con triunfalismos y al sonido de trompetas, sino que todo eso lo vamos a vivir desde la humildad y la sencillez de las cosas pequeñas.
A lo largo de la historia también hemos tenido la tentación de esos triunfalismos y hasta algunas veces como de querer imponer por la fuerza nuestras convicciones para así, decíamos, construir el Reino de Dios o hemos querido basar nuestra religiosidad en cosas grandiosas, en apariciones o en milagros; pero ese no será nunca el camino como hoy nos dice Jesús, sino que siempre ha de partir de una verdadera conversión del corazón que realizamos allá en el silencio del corazón y con la fuerza de la gracia del Señor.
Que el Espíritu del Señor nos ayude a descubrir como vivir el Reino de Dios sintiendo que El es nuestro único Señor, que nos hará amar con un amor nuevo a los demás.

miércoles, 12 de noviembre de 2014

Reconocimiento de la obras de Dios en la fe que se hace alabanza y acción de gracias que nos hace signos del amor de Dios para los demás

Reconocimiento de la obras de Dios en la fe que se hace alabanza y acción de gracias que nos hace signos del amor de Dios para los demás

Tito, 3, 1-7; Sal. 22; Lc. 17, 11-19
‘Yendo Jesús camino de Jerusalén pasaba entre Galilea y Samaria…’ comienza una vez más a decirnos el evangelista. Jesús va de camino pero no es ajeno a los sufrimientos y angustias de las gentes; Jesús va de camino y se va acercando a todos y va permitiendo que todos se acerquen a El con sus dolores, con sus angustias, con las sombras que lleven en el corazón, con lo que son los sueños y las esperanzas que se suscitan en sus corazones, pero también con cuanto de oscuridad o muerte lleven en sus vidas.
Muchas son las sombras y las angustias que hay en el corazón de los hombres. Jesús estaba atento; quizá tendríamos que comenzar por preguntarnos si quienes somos sus discípulos, quienes decimos que vamos con Jesús llevamos también los ojos y el corazón abiertos para ver y atender a cuanto de sufrimiento vamos encontrando a nuestro paso. Quizá ya podría ser un primer interrogante que se nos suscite con este evangelio; quizá podría ir por ahí alguno de nuestros compromisos de respuesta.
Se acercan unos leprosos. Bueno, lo de acercarse es relativo, porque realmente están condenados a estar lejos, segregados, de alguna manera discriminados. Ellos se hacen notar. ‘Se pararon a lo lejos y comenzaron a gritar’. ¿Están lejos de nosotros los que tienen el corazón cargado de sufrimientos o quizá nos resulten incómodos y somos nosotros más bien los que nos ponemos lejos?
‘A gritos le decían: Maestro, ten compasión de nosotros’. Allí estaba el amor y la misericordia para responder a aquel grito. Ojalá hiciéramos así presente la compasión y la misericordia con nuestra presencia junto al que sufre y poder responder igualmente de manera efectiva. Quienes curaban para poderse reincorporar a la comunidad habían de pasar por un protocolo, como ahora se dice. Era el sacerdote el que podía autorizarlos a volver a incorporarse a la familia. Cuando les dicen que se presenten a los sacerdotes para cumplir con ese protocolo, ya no pensaron en nada más, sino hacer las gestiones necesarias para poder volver a abrazar a los suyos. Nosotros hubiéramos hecho lo mismo.
‘Y mientras iban de camino se quedaron limpios’. La salud que habían pedido la habían recuperado. Era lo importante en aquel momento y lo que llenaría sus corazones de alegría. Corrían para cumplir con las normas.
Sin embargo ‘uno de ellos, viendo que estaba curado, se volvió alabando a Dios a grandes gritos, y se echó por tierra a los pies de Jesús, dándole gracias’. Era importante aquel protocolo para volver a reincorporarse con los suyos, o incluso para poder llegar hasta Jesús y su comitiva. Pero en su corazón sentía que había algo más importante que era el reconocimiento de la obra de Dios en su vida. ‘Se volvió alabando a Dios a grandes gritos’. No era solo el acudir a Jesús, el profeta de Nazaret, que con su gran poder había realizado el milagro. Tengamos en cuenta que aun no terminaban de reconocer en Jesús al Hijo de Dios hecho hombre. Pero para él a través de Jesús había llegado Dios a su vida que le había curado. ‘Se postró a los pies de Jesús dándole gracias’.
Ya escuchamos luego las palabras de Jesús como una queja de que los otros nueve no habían hecho lo que había hecho aquel samaritano. Pero la fe de aquel hombre le había hecho ver a Dios y su salvación. ‘Levántate, vete - ya puedes ir con los tuyos cumpliendo todos los requisitos -: tu fe te ha salvado’.
El reconocimiento de las obras de Dios nos hace crecer en la fe; y el reconocimiento es alabanza y es acción de gracias y es proclamar la gloria del Señor. ¡Qué presente tendría que estar en nuestra vida! Somos prontos para pedir desde nuestras necesidades; pero somos prontos para no ver y no reconocer, para olvidar o para dejar para otro momento esa acción de gracias por cuanto recibimos del Señor. Porque tantas veces todo ese proceso no lo hemos sabido hacer en nuestra vida, a pesar de tantas gracias que continuamente recibimos del Señor, no terminamos de vivir la salvación. 
Si tuviéramos fe, si actuáramos movidos por la fe, si con ojos de fe fuéramos capaces de todas esas acciones de Dios en nuestra vida, seguro que nos sentiríamos en verdad transformados por la salvación que Jesús nos ofrece. Y además seríamos signos de salvación por nuestra fe y nuestro amor para los demás. Aprenderíamos también a abrir nuestros ojos y nuestro corazón al clamor del sufrimiento de los que nos rodean.

martes, 11 de noviembre de 2014

Somos unos pobres siervos, hemos hecho lo que teníamos que hacer y lo que queremos siempre es la gloria del Señor

Somos unos pobres siervos, hemos hecho lo que teníamos que hacer y lo que queremos siempre es la gloria del Señor

Tito, 2, 1-8, 11-14; Sal. 36; Lc. 17, 7-10
Todos tenemos la experiencia de haber hecho alguna vez o muchas veces un camino con alguien, bien porque hemos ido a algún sitio que nos ha obligado a caminar juntos un largo trecho, o porque simplemente nos gusta pasear con personas que apreciamos; y la experiencia bonita son las conversaciones que se tienen en caminos así hechos juntos, donde mucho se comparte, se dialoga y se llegar en cierto modo a entrar en una intimidad y confianza que nos hace expresar mucho de lo que llevamos en el corazón.
He querido comenzar con esta experiencia del camino juntos, que nos puede valer para muchas cosas, porque en cierto modo es lo que vemos haciendo Jesús con sus discípulos a lo largo del evangelio. En los textos que incluso ahora estamos escuchando se nos va describiendo ese camino que va haciendo Jesús desde Galilea a Jerusalén; ahí Jesús va abriendo su corazón a los discípulos, de manera especial a aquellos que había escogido para tener más cerca de sí; a ellos les va anunciando y explicando lo que va a suceder en Jerusalén, pero a ellos les va ensañando de manera especial en muchos aspectos de lo que ha de ser la vida de un discípulo. Es lo que venimos escuchando en estos días.
Hoy una vez más les habla de la necesaria actitud de servicio que tiene que haber en el discípulo y de la disponibilidad generosidad del corazón para estar dispuesto a hacer siempre el bien o al cumplimiento de sus responsabilidades simplemente por el gozo y la satisfacción del servicio o del deber cumplido. ‘Cuando habéis hecho lo mandado, decid: somos unos pobres siervos, hemos hecho lo que teníamos que hacer’.
No hacemos el bien buscando reconocimientos humanos o que nos pongan medallas por lo bueno que hacemos. No hacemos las cosas buenas y somos serviciales por lo que los demás digan de nosotros. Ya nos enseñará en otro momento que no sepa la mano izquierda lo que hace la derecha, para indicarnos cómo no hemos de ir nunca tocando la campanilla delante de nosotros cuando vayamos a hacer una cosa buena. Ya nos previene bien Jesús para que no tengamos las actitudes llenas de vanagloria de los fariseos. No he de importarnos que nos lo reconozcan o no; ya sé que ahí dentro de nosotros están esos orgullos y ese amor propio donde nos sentimos tentados a esa vanagloria de los reconocimientos humanos, pero ese no ha de ser el estilo de un cristiano. Nuestra recompensa la tenemos en el Señor.
No nos quiere decir hoy con lo que nos expresa el evangelio que no seamos agradecidos a los demás. Ni mucho menos. Es de nobleza de corazón el ser agradecido hacia aquellos que nos hacen algún bien, tienen una palabra buena para nosotros o nos ayudan en algo. Tenemos, es cierto, que aprender a valorar a las personas y a cuanto bueno hacen, o cuanto bueno recibimos de los demás. Tenemos, es cierto, que ser agradecidos. Eso será algo que nos saldrá en el evangelio en los próximos días y tendremos también ocasión de reflexionarlo.
Hoy más bien nos quiere hablar el evangelio de esa actitud de humildad y de ese espíritu de servicio y disponibilidad que ha de haber en nosotros sin importarnos las recompensas o los reconocimientos humanos, o que sean agradecidos con nosotros por lo que hacemos. Ha de primar mucho en nuestra vida ese espíritu de humildad para que no nos importe si son o no son agradecidos con nosotros. ‘Somos unos pobres siervos…’ y nuestra misión es servir. Y con nuestro servicio lo que queremos siempre es dar gloria al Señor.
Aprendamos de María, la humilde esclava del Señor, siempre disponible para los demás, y cuando reconocen en ella las maravillas que Dios va haciendo en su vida, ella lo revierte todo en alabar al Señor, en cantar la gloria del Señor. Así  nosotros tenemos que saber decir, desde lo más hondo del corazón, que todo lo hacemos siempre para la gloria del Señor

lunes, 10 de noviembre de 2014

Apoyándonos en la fe podemos hacer cosas tan grandes como ser capaces de ser comprensivos y misericordiosos con los demás

Apoyándonos en la fe podemos hacer cosas tan grandes como ser capaces de ser comprensivos y misericordiosos con los demás

Tito, 1,1-9; Sal. 23; Lc. 17, 1-6
Ojalá pudiéramos caminar en la vida sin tropiezos. Y no son ya solo los tropiezos con que nos podamos encontrar a causa de las discapacidades físicas que van apareciendo en nuestro cuerpo que nos van produciendo limitaciones para nuestra movilidad y nuestra vida, sino que quiero referirme, aunque estas tengan su importancia, a otros tropiezos más profundos que nos pueden poner en peligro quizá hasta nuestra fe y a la larga nuestra salvación.
Son las dificultades que nos pueden aparecer por nuestra propia debilidad espiritual, pero también pueden ser las influencias negativas que podamos sufrir desde quienes nos rodean que nos pueden llenar de dudas, que nos pueden hacer que nos sintamos más fuertemente inclinados al mal por algo que nos dicen y que nos hagan sentirnos débiles y tentados o incluso también por los malos ejemplos que nos pueden dar que nos inciten al mal. Es lo que llamamos escándalo. La palabra precisamente significa piedra de tropezar; y efectivamente un mal ejemplo que recibamos o una incitación al mal de quien puede influir en nosotros es una piedra que nos hace tropezar, una zancadilla a nuestra fe.
Jesús nos previene para que por una parte no nos dejemos arrastrar nunca por esos malos ejemplos que nos pueden llevar al camino mal, pero también para que nunca nosotros seamos causa de escándalo para los demás por nuestros malos ejemplos o porque con nuestra manera de actuar o de vivir arrastremos a otros al pecado. Y habla el Señor fuerte y duro en este sentido.
Pero a continuación sigue hablándonos de esas actitudes buenas y positivas que siempre hemos de tener en nuestro corazón para saber acoger a los demás con una capacidad de comprensión y de perdón muy grande. Sí, comprensión y perdón, que son actitudes muy importantes y fundamentales en nuestra vida y que como cristianos han de resplandecer de manera muy brillante en nosotros.
‘Dichosos los misericordiosos porque ellos alcanzarán misericordia’, nos dice Jesús en las bienaventuranzas. ¿No le decimos al Señor cuando rezamos el padrenuestro que El sea misericordioso con nosotros porque nosotros somos misericordiosos con los demás? ¿Qué es lo que pedimos? ¿No le pedimos que nos perdone porque nosotros perdonamos las ofensas que nos puedan hacer los demás? Pero es que además, cuando somos compasivos y misericordiosos nos estamos pareciendo al corazón de Dios, que es compasivo y misericordioso.
Sin embargo, reconocemos, que es algo que nos cuesta ser. Somos más dados al juicio y a la condena. Yo diría que en principio es una falta de humildad por nuestra parte. Porque cuando juzgamos y condenamos a los demás, pareciera que nosotros somos tan perfectos que nunca fallamos. Y ‘el que esté sin pecado que tire la primera piedra’, como nos dice Jesús en otro lugar del evangelio.
Por eso, aunque nos cueste, escuchemos con corazón abierto lo que nos dice Jesús hoy en el evangelio. No estemos como Pedro preguntándonos cuantas veces tenemos que perdonar. ‘Tened cuidado, nos dice, si tu hermano te ofende, repréndelo; si se arrepiente, perdónalo; su te ofende siete veces en un día, y siete veces vuelve a decirte: lo siento, lo perdonarás’.
Es cierto que con la corrección fraterna - y subrayo esta palabra ‘fraterna’ - tenemos que ayudar al que falla o incluso nos pueda ofender, a que se corrija, reconozca su mal, y ayudarle con nuestra comprensión y cercanía a que haga las cosas bien; pero siempre tiene que estar en nosotros esa capacidad de comprensión y de perdón; la misericordia tiene que brillar en nuestro corazón.
A los discípulos estas cosas que les iba diciendo Jesús les costaba entenderlas y se les hacían difíciles. Ya recordábamos como Pedro hacia aquella pregunta de cuantas veces tenia que perdonar al hermano. Ahora los discípulos le piden al Señor que les aumente la fe. Y el Señor les señala cuantas cosas grandes pueden hacer si tienen fe aunque sea tan pequeña como un granito de mostaza. Y no es que vayamos arrancando moreras para que se planten en el mar, o moviendo las montañas de un sitio para otro. Pero sí, esas cosas que nos parecen difíciles o incluso imposibles en ese camino de superación y crecimiento en nuestra vida cristiana se pueden realizar.
Cuantas veces decimos que no podemos perdonar, que no podemos hacer tal o cual cosa que sentimos que el Señor nos pide en nuestra vida cristiana. ¿Has rezado? ¿Has contado con el Señor? ¿Has puesto a juego tu fe? Esa fuerza divina que el Señor nos da con su gracia, si ponemos toda nuestra fe en El, hará que podamos hacer grandes cosas que nos podrían parecer imposibles.

Que el Señor nos aumente la fe.

domingo, 9 de noviembre de 2014

Una confesión de fe con profundo sentido eclesial pero una manifestación de que somos signos de la presencia de Dios

Una confesión de fe con profundo sentido eclesial pero una manifestación de que somos signos de la presencia de Dios

Ez. 47, 1-2.8-9.12; Sal. 45; 1Cor. 3, 9-11.16-17; Jn. 2, 13-22
‘He aquí la morada de Dios entre los hombres: ellos serán su pueblo y “Dios con ellos” será su Dios… Pueblo convocado por el Verbo de Dios, pueblo reunido en torno a Cristo, pueblo que escucha a su Dios: Iglesia del Señor. Templo construido por profetas y apóstoles,  templo en que Cristo es la piedra angular… Iglesia del Señor…’
Es un canto que quizá muchas veces hemos cantado y que nos ha introducido hoy a la celebración de la Eucaristía del domingo, día del Señor, pero en que tenemos como celebración especial la Dedicación de la Catedral de Roma, la Basílica de san Juan de Letrán y que es la Sede del Obispo de Roma, en consecuencia la Sede del Papa. Por eso la liturgia de la Iglesia lo quiere celebrar con especial solemnidad por todo lo que significa esta fiesta para toda la cristiandad.
Aparte de la profunda connotación eclesial que tiene esta celebración donde queremos sentirnos en comunión con la Iglesia universal y en consecuencia sentirnos en comunión con quien en nombre de Cristo es el Pastor toda la Iglesia es un momento propicio para hacer una profunda profesión de fe en Cristo y en su Iglesia. Como Pedro en aquel momento que lo reconoció como el Mesías de Dios, el Ungido del Señor, el Hijo de Dios en quien teníamos toda nuestra salvación. Y no podemos olvidar que tras esa confesión de fe de Pedro está el anuncio de Jesús de la constitución de la Iglesia. ‘Tú eres Pedro y sobre esta piedra construiré la Iglesia’.
Por eso la fe de Pedro nos mantiene unidos y en comunión con los hermanos; la fe de Pedro nos llama y nos congrega; la fe de Pedro va a ayudarnos a mantener y conservar nuestra fe como le dijo Cristo que había de animar la fe los hermanos. Por eso sentirnos en comunión con la Iglesia es garantía de mantenernos en fidelidad, de seguir los caminos que nos señaló el Señor. Si estamos con Pedro, Cristo estará con nosotros, nos atrevemos a decir. ‘Mantente firme para que confirmes en la fe a tus hermanos’, que le diría Cristo.
Somos el pueblo convocado por la Palabra del Señor, reunido en torno a Cristo, que quiere escuchar a su Dios, como señalábamos con el canto que recordábamos al principio de nuestra reflexión. Somos ese templo de Dios, ese edificio de Dios, como nos dirá san Pablo en sus cartas, edificado sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, pero donde Pedro es esa piedra que nos une, pero en donde Cristo es la verdadera piedra angular.
En el evangelio hemos escuchado ese episodio de la expulsión de los mercaderes del templo, como un signo de esa purificación que quería Jesús para la casa del Señor, que ha de ser casa de oración, casa de lugar de encuentro con Dios. ‘Morada de Dios entre los hombres’, se ha de convertir el templo santo, todo templo consagrado al Señor, como un signo en medio de los hombres, en medio del mundo de esa presencia de Dios. Eso han de significar nuestros templos levantados en medio de la comunidad, como ese lugar también donde hemos de acudir para sentir una especial presencia de gracia, presencia del Señor.
Por una parte nos reconforta el contemplar nuestros templos cristianos en medio de las ciudades y de los pueblos, siempre con su cruz levantada en lo alto de tus torres y campanarios, porque nos están señalando ese lugar sagrado donde podemos vivir un encuentro especial con el Señor, donde podemos encontrar la paz y el silencio para nuestro recogimiento en la oración al Señor; pero también por otra parte porque sabemos que allí, en las celebraciones que en ellos realicemos, mana para nosotros la fuente de gracia del Señor que nos llena de vida y nos tonifica y fortalece en ese camino de nuestra vida cristiana.
Recordemos aquel manantial de agua que brotaba del templo del Señor, como nos hablaba el profeta, y que allí por donde pasaba todo lo llenaba de vida y hacía que brotaran los frutos. Así contemplamos también a nuestros templos como esos manantiales de gracia y de vida para alimentarnos y que demos frutos de vida eterna. ¿No es allí donde celebramos los sacramentos, caudales y canales de gracia para nosotros y donde escuchamos la Palabra de Dios?
Pero eso nos lleva a algo más. La santidad de ese templo material, de ese edificio construido para albergar al pueblo de Dios reunido para el culto del Señor, para la escucha de su Palabra, para la celebración de los sacramentos, para nuestra oración y nuestro cántico de alabanza al Señor, nos tiene que conducir a descubrir el verdadero templo del Señor.
Primero, es Cristo mismo, el Emmanuel,  presencia de Dios de Dios en medio de los hombres; Cristo es el lugar, por decirlo de alguna manera, de nuestro encuentro con Dios. En El encontramos la gracia y la vida; por El, con El y en El daremos gloria y honor al Padre para siempre, como lo hacemos siempre en la Eucaristía; a través de El conocemos al Padre, porque quien le ve a El ve al Padre, y porque es El quien nos revela para siempre el misterio de Dios ya que es el Verbo de Dios, la Palabra y revelación de Dios. Y siempre será por Cristo por quien oremos al Padre, porque nos garantiza que cuanto pidamos en su nombre, siempre lo alcanzaremos de Dios. Podríamos recordar muchos textos del Evangelio.
Pero luego nosotros por nuestra unión con Cristo somos, nos hemos convertido en ese templo del Señor. Para eso fuimos ungidos y consagrados en nuestro bautismo, para ser verdadera morada de Dios y para ser templos de su Espíritu. ¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?’ nos ha dicho hoy san Pablo en la carta a los Corintios. Nuestros cuerpos, nuestra vida toda ha de ser esa ofrenda que unidos a Cristo hagamos al Padre para su gloria.
Si de nuestros templos materiales decíamos que se convertían en signos de la presencia de Dios en medio de nosotros, si de Cristo mismo, verdadero y real templo de Dios, decíamos también que es la señal cierta de esa presencia llena de gracia de Dios en medio de nosotros, ¿qué tendríamos que decir de nuestra vida si también decimos que somos templo y morada de Dios? De igual manera, tendríamos que decir, nuestras vidas han de ser signos de esa presencia de Dios en medio del mundo.
Allí donde vaya un cristiano se ha de notar que va lleno de Dios y está Dios; allí donde está un cristiano con la santidad de su vida, con sus buenas obras de amor, con su compromiso por la paz y la justicia para hacer un mundo nuevo y mejor, se ha de decir también que es una señal de Dios, un signo de Dios en medio de sus hermanos los hombres y mujeres de nuestro tiempo. Nuestras obras de amor han de significar y hacer presente a Cristo en medio del mundo.
Lo fueron los santos porque la santidad de sus vidas hacía presente a Dios. Lo hemos de ser nosotros porque el mundo necesita de esos signos, necesita esos testigos que con sus vida manifiesten el amor y la presencia de Dios en medio nuestro.
Hoy nos alegramos en esta fiesta de la dedicación de la Catedral del Papa. Como decíamos al principio nos ha de llevar a una proclamación de nuestra fe y a una manifestación de nuestro sentido eclesial por nuestra comunión con toda la Iglesia. Pero la consideración de la santidad de todo templo consagrado al Señor se convierte para nosotros en un compromiso serio de santidad en nuestra vida, porque siendo por nuestra consagración bautismal templos vivos de Dios, así hemos de convertirnos en signos de la presencia de Dios en medio de nuestros hermanos los hombres y mujeres de nuestro tiempo.
Que el Espíritu del Señor que nos consagró y mora en nosotros nos dé la fuerza de la gracia para vivir esa necesaria santidad en nuestra vida y poder ser digno signo de la presencia de Dios. Que se pueda decir de nosotros también: He aquí la morada de Dios entre los hombres’.