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viernes, 6 de octubre de 2017

Seamos agradecidos a tanto amor del Señor que de tantas maneras se ha desbordado en nuestra vida y correspondamos con las obras de nuestro amor


Seamos agradecidos a tanto amor del Señor que de tantas maneras se ha desbordado en nuestra vida y correspondamos con las obras de nuestro amor

Baruc 1,15-22; Sal 78; Lucas 10,13-16

¡Qué desagradecido! Con todo lo que han hecho por él. Así reaccionamos cuando vemos gestos de deslealtad, de desagradecimiento en alguien que, quizá por su necesidad, han hecho mucho por él, pero luego no sabe corresponder. Y no es solamente decir la palabra ‘gracias’, que pareciera que algunas veces cuesta no solo pronunciar sino tenerla como actitud en la vida, sino que las muestras que se dan es como si no sirviera para nada aquello que se ha hecho por esa persona porque sus actitudes y posturas no solo van por otro lado sino que muchas veces se ponen en contra. Lo menos que se le pidiera es que al menos por lealtad no se pusiera a hacer la guerra por su cuenta y en contra.
Pero bueno, ¡cuidado!, que nos es muy fácil juzgar lo que vemos o nos parece ver en los demás, pero que quizá no somos capaces de verlo en nosotros mismos. Tenemos que confesar que no siempre correspondemos al bien que nos hacen. Y no es que yo dé porque tu me diste antes, parecería un intercambio comercial lo bueno que hacemos, pero si es bueno corresponder y necesario saber expresar nuestra gratitud con las actitudes de nuestra vida. Y muchas veces, lo reconocemos, no correspondemos debidamente en nuestras mutuas relaciones, empezando por la misma familia, y luego en todo el ámbito de amistades y gente con la que convivimos de quienes, si somos sinceros, recibimos muchas cosas buenas.
Esto nos lo tendríamos que plantear también de nuestra relación con Dios. ¿Cómo correspondemos a cuanto recibimos de Dios empezando por el don de la vida misma? Es en lo que nos hace pensar lo que escuchamos hoy en el evangelio; la queja, podríamos decir, dolorosa de Jesús contra aquellas ciudades de Galilea donde se había prodigado en sus obras y en sus enseñanzas. Aparece así la debilidad del hombre, pero también el orgullo del que llenamos nuestro corazón para no saber o no querer reconocer las obras de Dios.
Jesús les habla de las enseñanzas, de los milagros, de todo cuanto bueno ha hecho en aquellas ciudades. Cada uno tendríamos que pensar en nosotros mismos para humildemente saber reconocer ese paso y esa presencia de Dios por nuestra vida de tantas maneras. Cada uno ha de pensar en lo que ha sido su experiencia religiosa a través de su vida, desde su niñez, en su juventud, en tantos aspectos de nuestra vida. Seguro que sin con sinceridad miramos nuestra vida tenemos experiencias hermosas que recordar. Momentos quizá que nos motivaron y fueron motor de nuestra vida, pero que luego quizá olvidamos porque nos vemos envueltos en tantas cosas que nos atraen por aquí y por allá que dejamos a un lado a Dios.
Pensemos en esa Palabra de Dios que tantas veces hemos escuchado y que ha llegado a nosotros a través de tantas personas o tantos acontecimientos. Han sido esos profetas, esos hombres de Dios, esos Ángeles del Señor, esos signos de la presencia y de la llamada del Señor que ha llegado a nosotros. ¿Cómo hemos respondido? ¿Acaso la hemos olvidado?
Seamos agradecidos a tanto amor del Señor que de tantas maneras se ha desbordado en nuestra vida.

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