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sábado, 12 de agosto de 2017

La fe es una planta muy delicada que hay que saber cuidar mucho y bien para tener fuerza para mirar a lo alto, vivir nuestro compromiso de amor y arrancarnos de nuestros apegos y debilidades

La fe es una planta muy delicada que hay que saber cuidar mucho y bien para tener  fuerza para mirar a lo alto, vivir nuestro compromiso de amor y arrancarnos de nuestros apegos y debilidades

Deuteronomio 6, 4-13; Sal 17; Mateo 17, 14-20
‘¿Y por qué no pudimos echarlo nosotros?’ Se sentían impotentes. Habían traído hasta Jesús a un niño que estaba enfermo; en la ausencia de Jesús el padre les había pedido a los discípulos que lo echaran; ya Jesús cuando un día los había enviado a anunciar el Reino les había dado poder para curar y echar demonios; ahora no habían podido. Se sentían impotentes.
Como nos sentimos nosotros en tantas ocasiones. Queremos pero no podemos, no somos capaces. Será en momentos de nuestra propia lucha personal de superación; quisiéramos superarnos, vencer aquellas situaciones que son como tentaciones para nosotros, pero no somos capaces porque volvemos una y otra vez, como suele decirse, a las andadas.
Será en momentos en que queremos hacer cosas buenas, ayudar a los demás, pero nos sentimos incapaces, se nos atraviesan tantas cosas en el corazón que debilitan nuestra voluntad; nos fijamos quizá primero en las debilidades del otro que no nos gustan que se nos quitan las ganas quizá de ayudarle.
Será en los momentos de compromiso en nuestro trabajo social, en nuestro querer hacer que nuestra sociedad sea mejor, pero nos cuesta avanzar porque no siempre la gente colabora, porque son tantas las cosas que habría que enderezar que ya no sabemos como hacerlo.
Será en el camino de nuestra vida espiritual, en nuestra santidad personal, en nuestra lucha contra el pecado, pero son tantos los apegos, son tantas las cosas que nos arrastran por este mundo tan materialista y sensual, serán esas rutinas y malas costumbres que hay en nuestra vida y que nos cuesta cambiar, que nos sentimos tan débiles que hasta sentimos la tentación de tirar la toalla, porque nos parece que esa vida espiritual no es para nosotros. Tentaciones de una forma o de otra que nos van apareciendo en la vida.
Nos hace falta un motor que nos de fuerza en ese camino de la vida para seguir caminando, para seguir superándonos, para seguir queriendo hacer cosas buenas, para mantenernos en ese compromiso por hacer que nuestro mundo sea mejor. ¿Dónde encontraremos esa fuerza?
Cuando los discípulos le comentan a Jesús que por qué ellos no pudieron curar a aquel muchacho, les dijo solamente una cosa, la falta de fe. La fe mueve montañas. Como nos dice Jesús hoy, como un granito de mostaza. Parece algo pequeño e insignificante, pero es el arranque de nuestra fe, la fortaleza de nuestra vida. Nosotros creemos, decimos, pero nuestra fe es débil. Parece en ocasiones que no estuviéramos convencidos porque dudamos de nuestra fe.
Es cierto que es una planta muy delicada que hay que saber cuidar mucho y bien. Y la fe se fortalece con la fe, sí, creyendo cada vez más en Jesús y sintiéndonos de verdad unidos a El, queriendo escuchar su Palabra y poniendo toda nuestra fe en esa Palabra que llega a nuestro corazón. Será entonces nuestra oración, nuestra unión con el Señor para sentirle, escucharle y vivirle desde lo más hondo de nuestro corazón. Y nos sentiremos fuertes, y creeremos en aquello que estamos haciendo, y superaremos todos los obstáculos que vamos encontrando, y nos arrancaremos de todas esas rémoras y todos esos apegos que no  nos dejan avanzar, y levantaremos nuestros ojos a lo alto para darle un verdadero sentido espiritual a nuestra vida.
Que crezca de verdad la fe en nuestro corazón y nuestra vida estará llena de fuerza y de plenitud.

viernes, 11 de agosto de 2017

Dejémonos sorprender por las palabras de Jesús que abren ante nosotros horizontes de plenitud para ser verdaderamente felices siempre con los demás

Dejémonos sorprender por las palabras de Jesús que abren ante nosotros horizontes de plenitud para ser verdaderamente felices siempre con los demás

Deuteronomio 4,32-40; Sal 76; Mateo 16,24-28
Hay cosas, palabras, hechos que nos resultan muchas veces paradójicos; nos cuesta entenderlos, porque puede parecer que se contradicen en si mismas. Y algunas veces el mensaje del evangelio choca con nuestra manera de pensar o de ver las cosas; en nuestras lógicas humanas nos parece que las cosas han de transcurrir por un camino, pero viene Jesús y nos dice algo que nos deja desconcertados, porque es una nueva visión, un nuevo sentido a aquello que nos parecía que teníamos muy claro. Y os digo una cosa, si en verdad queremos seguir el camino de Jesús, dejémonos sorprender.
Hoy Jesús nos habla de cruz y eso nos puede parecer una ignominia; en la cruz morían los peores malhechores, esa muerte no se deseaba a nadie. Hablarnos de cruz nos hace pensar en sufrimiento y en muerte. Pero la paradoja está que cuando Jesús nos habla de cruz nos está hablando de vida, nos está hablando de amor.
¿Es necesario buscar la cruz y la muerte como si fuera un destino fatídico y algo sádico a lo que hemos de someternos? Pero  no es así como tenemos que hacernos la pregunta. La pregunta sería si somos capaces de amar, de darnos, de entregarnos por ese amor hasta las últimas consecuencias. Amamos y queremos vivir; amamos y queremos trasmitir vida; amamos y queremos la vida para aquel a quien amamos; amamos y por quien amamos somos capaces de todo en nombre de ese amor.
Y cuando amamos de verdad – no solo con bonitas palabras como si todo fuera un sentimentalismo y un romanticismo – somos capaces hasta de olvidarnos de nosotros mismos por ese amor. ¿No es eso lo que hace el enamorado de verdad? Tendrá momentos de romanticismo, de bonitas palabras, de poesía y música por así decirlo, de emociones y sentimientos, pero no nos quedamos ahí, ese amor va mucho más allá porque se convierte en vida y en sentido de vida. No importa ya que haya momentos en que haya que sufrir por ese amor, en que nos neguemos muchas cosas para nosotros porque queremos darlo todo por quien amamos.
Es lo que nos está queriendo decir Jesús hoy. Tomar la cruz, tomar el camino de la cruz es tomar el camino del amor y de la vida; ese camino de amor y de vida que nos lleva a la mayor plenitud, a la mayor felicidad. Porque en la verdadera felicidad no nos buscamos a nosotros mismos; la verdadera felicidad no la vivimos en solitario, la verdadera felicidad la viviremos siempre con quien amamos; vivir la verdadera felicidad siempre nos llevará a los otros, porque de lo contrario no seriamos verdaderamente felices.
Claro que eso no siempre será fácil, porque tendremos que aceptar muchas limitaciones en nosotros o limitaciones que veamos en la persona amada; pero es que estamos emprendiendo un camino de superación, de crecimiento y eso siempre cuesta. En la superación y en el crecimiento se está abriendo ante nosotros nuevos caminos, nuevas posibilidades, nuevos horizontes en los que buscamos siempre la plenitud.
Para alcanzar esa plenitud tendremos que desprendernos quizá de muchas cosas que como rémoras nos pueden impedir avanzar. Será controlar violencias y orgullos que aparecen en el corazón, será controlar malos sentimientos que puede florecer en cualquier momento por nuestros celos o desconfianzas, será comenzar a mirar con mirada nueva porque quitemos las oscuridades de las envidias o los resentimientos, y así tantas cosas. Camino de cruz, de purificación, pero que es camino de vida que hacemos por amor.
¿Paradojas, como decíamos al principio? No, es descubrir el verdadero camino que nos conduce a la vida en plenitud y que verdaderamente nos hará felices viviendo esa felicidad siempre con los demás.

jueves, 10 de agosto de 2017

Cuando Lorenzo presenta a los pobres como la verdadera riqueza de la Iglesia está gritándonos a los hombres de nuestro tiempo que hemos de manifestarnos auténticos en el amor y la misericordia

 Cuando Lorenzo presenta a los pobres como la verdadera riqueza de la Iglesia está gritándonos a los hombres de nuestro tiempo que hemos de manifestarnos auténticos en el amor y la misericordia

2Corintios 9,6-10; Sal 111; Juan 12,24-26
Hoy celebramos la fiesta de san Lorenzo, mártir y es una lástima que los cristianos nos quedemos muchas veces en lo superficial y menos importante de lo que es hacer memoria y celebrar a un santo. ¿Qué sabemos la mayoría de la gente de san Lorenzo? Porque contemplamos su imagen con una parrilla junto a su figura recordamos la forma de su martirio y por aquello de que estamos en verano con tiempos calurosos, nos quedamos simplemente en el hecho de su martirio quemado en una parrilla, pero poco más conocemos de él.
Lorenzo era diácono de la Iglesia de Roma, aunque el procedía de España; al diácono, servidor, le estaba encomendada la misión de administrar los bienes de la Iglesia a favor de los pobres. Había sido martirizado el Papa Sixto y ahora el emperador quería apoderarse de lo que decían que eran las riquezas de la Iglesia. Eran tiempos duros de persecución. Y el emperador le pide a Lorenzo que entregue las riquezas de la Iglesia. Y allá se presenta Lorenzo ante el emperador con los pobres de las calles de Roma, a los que atendía en sus necesidades, diciéndole que esa eran las riquezas de la Iglesia. Podemos imaginar fácilmente la reacción del emperador y de ahí el martirio de Lorenzo.
Las riquezas de la Iglesia son los pobres a los que atiende en su misericordia. No lo olvidemos. Así fue entonces, así ha sido y así tiene que ser siempre. Ahí está nuestra verdadera riqueza, nuestra gloria. El servicio a los más necesitados. Algunas veces nos cuesta entenderlo. Muchas veces caemos en el pecado de la confusión, de la apariencia y vanidad y hasta de la avaricia queriéndonos rodear de riquezas materiales. En nombre quizá de la promoción de la cultura, lo que está muy bien también, quizá en la historia hemos caído en ese pecado de rodearnos de demasiados signos de riqueza y de poder.
La lección de Lorenzo sigue siendo actual hoy y es un grito que tenemos que escuchar en lo más hondo de nosotros mismos y en lo más profundo de la Iglesia. Esos signos de poder mundano no son los que nos dan credibilidad sino el amor, la atención a las necesidades de los pobres, la caridad y la justicia para con aquellos que sufren y es donde de verdad hemos de manifestar nuestra grandeza.
Sigue costándonos despojarnos de esos oropeles mundanos que siempre han sido una tentación para todos, y también para la Iglesia. Fue la tentación de Santiago y Juan cuando pedían primeros puestos  en el reino futuro de Jesús, y era también la tentación de Pedro cuando preguntaba qué les iba a tocar a ellos que un día lo habían dejado todo por seguir a Jesús.
Será necesario que nos interroguemos con toda sinceridad qué estamos haciendo del evangelio de Jesús cuando actuamos con demasiados criterios mundanos. Porque el mundo dice, porque la gente dice, porque las leyes del mundo reclaman, olvidamos el evangelio del amor y de la misericordia.
Será a través de un amor verdadero, auténtico sin engañosas apariencias, será a través de una misericordia que exprese con todos los pecadores, sea cual sea su pecado, la ternura y el amor de Dios que sigue confiando y contando con nosotros, como verdaderamente nos haremos creíbles, porque seremos auténticos en la vivencia del evangelio. Todavía en muchas ocasiones hacemos cosas para contentar al mundo, y no terminamos de expresar lo que es el amor, la misericordia y la ternura de Dios. Y eso todavía nos cuesta entenderlo.

miércoles, 9 de agosto de 2017

Cuando entramos en diálogo no nos ponemos los unos frente a los otros, sino que comenzamos a ponernos a su lado comprendiendo sus razones o sus motivaciones mas profundas

Cuando entramos en diálogo no nos ponemos los unos frente a los otros, sino que comenzamos a ponernos a su lado comprendiendo sus razones o sus motivaciones mas profundas

Núm. 13, 2-3. 26-14, 1. 26-30. 34.35; Sal. 105; Mt. 15, 21-28
Cuántas veces nos sentimos incómodos cuando tenemos a nuestro lado a alguien que no hace sino contarnos sus penas, sus agobios o sus problemas. Quizá de entrada queremos sentirnos buenos y lo escuchamos, pero cuando vemos que sus explicaciones se multiplican, que nos repite una y otra vez lo mal que está o los problemas que tiene, que quizá nosotros nos sentimos inútiles porque no sabemos qué hacer o cómo ayudarle, la situación se nos vuelve incómoda y ya quizás no pensamos sino como vamos quitarnos de encima a aquel que nos repite una y otra vez sus penas.
No está posiblemente en nuestras manos el darle una solución definitiva a su situación, pero ya no sabemos que palabras decirle o cómo darle algo de esperanza. Nos lo quisiéramos quitar de encima y comenzamos a poner barreras.
Así vamos a veces por la vida queriendo hacernos oídos sordos porque si conocemos la situación de tantas que pasan dificultades eso nos va a producir una inquietud interior que pudiera quizás amargarnos el día. Pensamos en posibles grandes soluciones y quizá todo lo que necesita esa persona es que la escuchen y estén a su lado. Nos queremos desentender para no complicarnos la vida y pensamos que así seriamos más felices, pero nos queda quizá un poso amargo en nuestro interior porque sabemos que no estamos dando la respuesta que tendríamos que dar. Y quizá las respuestas que nos piden son más sencillas de lo que imaginamos.
Jesús se había salido de lo que seria propiamente tierra judía. Andaba por tierras de Fenicia, en las cercanías de Tiro y Sidón. Y una mujer de aquella tierra, a la que quizá le habían llegado  noticias de aquel profeta de Galilea tiene una hija enferma para la que no encuentra solución a su mal y acude a Jesús. Sabe bien quien es Jesús o al menos piensa en él como la solución taumaturguita para la enfermedad de su hija y va detrás de Jesús gritando y pidiendo compasión.
Parece que Jesús no quisiera escuchar. Aquella mujer no es judía. Sin embargo grita tras Jesús. Serán los discípulos los que ahora insistan e intercedan. Quizá por quitársela de encima porque ya es una lata aquellos gritos continuados detrás de Jesús. ‘Atiendela que viene detrás gritando’ y esto no hay quien lo aguante, parece que le dicen a Jesús.
Y comienza el diálogo entre Jesús y aquella mujer aunque de principio pareciera que las palabras son duras. Era el lenguaje distante y cortante que empleaban habitualmente los judíos en sus relaciones con los paganos. Pero aparece la humildad de aquella mujer, aparecen las mas preciadas flores de su corazón con un fe intensa en Jesús. Las palabras que nos trasmite el evangelista son escuetas, como es normal en los diálogos del evangelio, pero podemos pensar en una comunicación más extensa entre aquella mujer y Jesús para que aflorara así la fe de aquella mujer que Jesús terminará alabando. ‘Mujer, qué grande es tu fe’.
Cuantas veces un dialogo sincero y humilde hace aflorar lo mejor que hay en nuestro corazón. Quizá nuestras diferencias nos hacen estar distantes, pero esos muros se pueden caer cuando hay sinceridad en el corazón y sabemos entrar en autentica comunicación con el que está al otro lado al que ya no tendríamos que mirar enfrente.
Cuando entramos en diálogo ya no nos ponemos los unos frente a los otros, sino que comenzamos a ponernos a su lado. Y ponernos a su lado es comprender sus razones, sus motivos, el por qué de lo que dice o de lo que hace, lo que motiva de verdad su vida o sus peticiones. Es una nueva comunicación. 

martes, 8 de agosto de 2017

Aunque en la vida tengamos muchas veces el viento en contra la presencia de Jesús que no nos abandona y no olvidemos que hemos que ser signos de esperanza para los demás

Aunque en la vida tengamos muchas veces el viento en contra la presencia de Jesús que no nos abandona y no olvidemos que hemos que ser signos de esperanza para los demás

Num. 12, 1-13; Sal. 50; Mt. 14, 22-36
La vida en muchas ocasiones nos zarandea. No faltan dificultades y problemas. En ocasiones nos vemos como aturdidos y nos parece que estamos solos y sin que nadie nos eche una mano. O quizá nosotros nos encerramos y no sabemos acudir a quien pueda ayudarnos. Es duro sentirse así en soledad, provocada quizás porque nadie esta a mi lado o buscada por nosotros mismos cuando no sabemos acudir a quien nos eche una mano o al menos podamos sentir la fuerza de su presencia.
Tendríamos que decir que no tenemos por qué sentirnos solos, por qué agobiarnos; siempre podemos encontrar esa persona amiga, esa persona buena que nos ofrece su mano para ayudarnos a caminar, que nos ofrezca su hombro sobre el que llorar quizá nuestras penas, nos ofrezca su oído y su corazón para escuchar nuestras angustias, nos ofrezca una sonrisa que nos levante el ánimo y nos dé fuerza para seguir caminando con entusiasmo a pesar de las tormentas.
Claro que quiero pensar en como somos nosotros en nuestra relación con los demás, si somos capaces de tener esos ojos abiertos, ese corazón atento, esa mirada luminosa que nos haga descubrir quien a nuestro lado necesita nuestro aliento. De lo que nosotros pasamos tendríamos que aprender para actuar de una mejor manera con los demás, porque demasiado nos desentendemos de lo que puedan ser los problemas de los que caminan cerca de nosotros y pasemos a su lado sin enterarnos de lo que pasa. Igual que nosotros podemos encontrar una luz en los otros también podemos ser ese faro de esperanza y de nueva ilusión para los demás.
Hoy en el evangelio contemplamos a los discípulos que están atravesando el lago; aquel lago que tantas veces habían atravesado y que sobre todo los que eran pescadores conocían tan bien. Pero ahora se encuentran en dificultades; por mas que querían no terminaban de avanza, tenían el viento en contra. Y se sentían solos. Jesús se había quedado allá junto a la llanura donde había sido la tarde anterior la multiplicación de los panes y a ellos los había enviado a embarcarse mientras El se quedaba despidiendo a la gente. Aunque sabemos que no solo se había quedado para eso, se había retirado al monte para pasar la noche en oración.
¿Tendría un significado aquella ausencia de Jesús? Tendrían que aprender la lección, porque la travesía se les hacia difícil. Algún día tendrían que caminar por la vida sin Jesús. Claro que El les prometería la presencia de su Espíritu para que siempre lo sintieran a su lado. Pero ellos, como nosotros, podemos olvidarlo.
Ahora andaban asustados porque les parecía que veían un fantasma caminando sobre las aguas. En la ceguera que se les estaba metiendo en el alma no eran capaces de distinguir que era Jesús a pesar de que les decía que no temieran que era El quien estaba a su lado en aquellos momentos. Pedro pide pruebas, quiere caminar también sobre el agua, pero duda y ante la menor brisa que parecía que se le ponía en contra comienza a hundirse en el agua. Lo que nos pasa a nosotros tantas veces; tenemos fe pero exigimos pruebas; tenemos fe pero dudamos y nos agobiados ante la menor cosa que nos parece que tenemos en contra.
Pero Jesús está ahí. Toma de la mano a Pedro, aunque les reprocha su falta de fe. Nos toma de la mano a nosotros también, aunque no sepamos verlo. De muchas maneras y no como fantasmas llega Jesús a nuestra vida. No es necesario buscar cosas extraordinarias y fantasmales, porque llega a nosotros también en esa mano amiga que tantas veces nos levanta.
Reconozcamos nuestra debilidad, nuestros temores, nuestras dudas, y seamos capaces de pedir ayuda. Como Pedro, ‘¡Salvame, Señor!’. Pero miremos a Jesús que se retiro al monte a orar. También no está diciendo algo. Queremos caminar demasiado en la vida tan solos que hasta nos olvidamos de Dios o lo relegamos a un segundo lugar. Pensemos en el lugar que le damos a la oración en nuestra vida. Cuántas cosas nos hace pensar y reflexionar ese episodio del evangelio. Tengamos la certeza de que por muchos que sean los vendavales de la vida, Jesús siempre está ahí, no nos faltará su presencia y su gracia.

lunes, 7 de agosto de 2017

No estemos siempre esperando a que las soluciones las den los otros sino aprendamos a tomar la iniciativa y sepamos contar siempre con los demás, sean quienes sean

No estemos siempre esperando a que las soluciones las den los otros sino aprendamos a tomar la iniciativa y sepamos contar siempre con los demás, sean quienes sean

Números 11,4b-15; Sal 80; Mateo 14,13-21
Pero ¿es que nadie hace nada? Es un comentario que es fácil oír cuando vemos que hay problemas, pero estamos esperando que sean otros los que pongan mano para resolverlos. Muchas no es que seamos insensibles, porque somos capaces de ver el problema o la necesidad, pero lo que no damos el paso para implicarnos, dejamos que sean otros los que le den solución, nos quedamos en el comentario. Así vamos por la vida, rehuyendo el compromiso, esperando siempre que comiencen los demás. Estamos prontos para hablar, para denunciar, para quejarnos, para criticar lo que los otros hacen o no hacen, y nos quedamos en palabras, en muchos casos con posturas bien negativas.
‘Estamos en despoblado y es muy tarde, despide a la multitud para que vayan a las aldeas y se compren de comer…’ le dicen los discípulos a Jesús. Se habían venido alejándose de todos porque Jesús quería estar a solas con ellos, pero al llegar se encontraron una multitud que les esperaba. Y Jesús se puso a enseñarles. Se pasó el tiempo, se hacia tarde y aquellas gentes estaban lejos de sus poblados. Los discípulos ven el problema, pero no saben como afrontarlo, por eso le dicen a Jesús que mejor es despedirlos para que se vayan a sus casas.
Pero la respuesta de Jesús fue bien distinta. ‘No hace falta que vayan, dadles vosotros de comer’, les dice Jesús aunque ellos siguen encontrando dificultades. ¿Donde van a comprar pan para toda esa gente?
Jesús quiere que se impliquen; Jesús quiere que nos impliquemos; no solo es necesario que abramos los ojos para ver los problemas, lo cual ya es un paso importante en la vida, sino que además busquemos solución; busquemos quizá ayuda, colaboración, pero entre todos podemos encontrar caminos para avanzar en la vida; no podemos ir de negativos viendo solo las dificultades, sino que hemos de saber abrir nuestro espíritu para ver otras realidades, ver caminos que se nos pueden ir abriendo delante de nosotros, si sabemos contar con los demás.
Es lo que sucede en aquel momento. Alguien tiene por allí cinco panes y dos peces, aunque parezca que es nada para toda aquella multitud. Se producirá el milagro, todos podrán comer hasta hartarse y hasta sobrará pan que Jesús querrá que los recojan para que no se desperdicie.
Cuando en la vida sabemos contar con los pequeños granos que los demás puedan aportar cuantas cosas podemos hacer. Tenemos que saber valorarlo todo, saber valorar a todas las personas para saber contar siempre con los demás. No podemos ir de sobrados, pensando que nosotros solos son los que valemos. Cada uno tiene sus valores, sus cualidades, sus granitos de arena que aportar, sus cosas buenas, la generosidad de su corazón y así podemos avanzar de verdad y solucionar tantas cosas de nuestro mundo.
Pero hay un último detalle en el que quiero fijarme. Jesús no quiere que se desperdicie nada. ¿Así hacemos en la vida en este mundo tan derrochador en que vivimos? Pensamos materialmente en tantas cosas que desechamos en el consumismo en que vivimos, y en que lo que nos parece que no vale por su insignificancia o porque ahora no lo necesitemos, lo descartamos, pero no nos quedemos solo en lo material porque fácilmente pueden ser actitudes que nos aparezcan en nuestras relaciones con los demás. A cuantos descartamos en la vida, porque nos puede parecer que no valen. Creo que todo esto tendría que hacernos pensar mucho. Y hoy hablamos tanto de un mundo sostenible y no sé cuantas cosas más, pero que se nos puede quedar todo en bonitas palabras para la galería.

domingo, 6 de agosto de 2017

En la transfiguración de Jesús en el Tabor hay una fuerte llamada para que comencemos a ver y a escuchar con ojos nuevos y con oídos distintos bien abiertos y atentos

En la transfiguración de Jesús en el Tabor hay una fuerte llamada para que comencemos a ver y a escuchar con ojos nuevos y con oídos distintos bien abiertos y atentos

Daniel 7, 9-10. 13-14; Sal 96; 2Pedro. 1, 16-19; Mateo 17,1-9

Vemos las cosas que suceden a nuestro alrededor, vemos las personas que están a nuestro lado, vemos acontecimientos o sucesos pero no siempre terminamos de ver, terminamos de comprender, de conocer, de enterarnos de verdad lo que sucede. La costumbre quizá de lo que vemos todos los días hace que nos quedemos en la mirada de siempre y no seamos capaces de ir más allá para un conocimiento más profundo de las personas, para hacer una lectura exacta de cuanto sucede, para llegar a comprender el por qué de las cosas, las finalidades ultimas o los objetivos o metas que realmente tienen.
Hará falta quizá un parada en un momento determinado, que suceda algo especial quizá que nos llame la atención, o que un día prestemos más atención a cuanto sucede para comprender el sentido de las cosas, de los acontecimientos o el ser de las personas. Hará falta quizás que escuchemos una palabra que nos llame la atención y nos haga mirar con una mirada distinta, o que nosotros tengamos la suficiente calma y serenidad para ponernos a pensar y a preguntarnos por el sentido de todo.
Hoy el evangelio no ofrece un momento de la vida de Jesús que les cambió la mirada a los discípulos, aunque de manera especial a aquellos tres escogidos que Jesús se llevó a la montaña. Habían visto a Jesús muchas veces que se retiraba para orar o contemplarían su oración en el templo o en la sinagoga; quizá también le habrían acompañado en tantas ocasiones como en la vida religiosa de un israelita les ofrecía el día para sus oraciones personales o comunitarias.
Pero ahora había sido todo distinto. Aunque se caían de sueño como tantas veces les sucediera – como también nos sucede a nosotros en tantas ocasiones – cuando se retiraban a la paz y al silencio de la oración, ahora habían contemplado algo distinto. Jesús les parecía distinto tanto que se despertaron de su sopor para atender con más detalle. El rostro de Jesús resplandecía, resplandecían de blancura también sus vestidos, se veían nimbados por una gloria que los envolvía, y aparecieron también otros personajes símbolos de la historia y de la fe de Israel. Eran la ley y los profetas los que normalmente guiaban la oración de todo judío piadoso, y ahora aparecían Moisés y Elías junto a Jesús.
Aquello eran la gloria, allí si merecía la pena estar, querían quedarse allí para siempre, estaban descubriendo el misterio de Jesús. ‘Hagamos tres tiendas…’ una para Moisés, otra para Elías, otra para Jesús, y hasta se olvidaban de ellos mismos. Ahora era Pedro el que intentaba hablar desde la emoción de lo que estaba contemplando que era una visión totalmente nueva de Jesús. El había hecho hermosa confesión de fe en Jesús y por El estaba dispuesto a dar la vida, pero lo que ahora estaban contemplando le llevaba a una fe distinta sobre Jesús. Era la gloria del Señor.
Y la gloria del Señor los envolvió como aquella nube que envolvió la montaña. Pero en aquella contemplación tenían que aprender también a escuchar. Se oyó una voz que venia del cielo, ‘Este es mi hijo muy amado, en quien me complazco, escuchadle’. No podían soportar nada mas y cayeron de bruces.
La luz y la oscuridad se mezclaban, porque ahora ya no vieron nada de todo aquello que habían visto y contemplado, sino que estaba Jesús solo. Pero habían visto la gloria de Dios en Jesús, sabían que tenían que escucharle, seguirle, vivir su vida. Habrían de bajar de la montaña pero aquella experiencia tenia que bastar para que se sintieran transformados, aunque quedaran muchas preguntas por dentro. Después de la resurrección lo comprenderían todo. Por eso Jesús les dice que de eso no hablen hasta que haya resucitado de entre los muertos. Ahora bajarían de la montaña de la gloria para volver al llano de la vida. ¿Tendrían ya para siempre una mirada distinta?
Nosotros hoy tendríamos que estar pasando por una experiencia similar. Como decíamos antes miramos tantas veces y no conocemos, ni aprendemos, ni comprendemos. Así vamos por la vida aunque nos llamemos y proclamemos creyentes y cristianos. Pero quizá no se nos han abierto los ojos, seguimos mirando pero no vemos. Seguimos diciendo que tenemos fe en Jesús pero no terminamos de comprender hasta donde tiene que llevarnos esa fe.
Seguimos quizá envueltos en rutinas o en la manera de ver de siempre que no llegamos a descubrir de verdad el rostro de Jesús que llega a nosotros de tantas maneras. ¿Tendremos que hacer una parada en la vida? ¿Tenemos que aprender a subir a la montaña con Jesús como aquellos discípulos? ¿Tendremos que saber estar atentos y con una mirada para como el señor llega a nuestra vida y se nos manifiesta?
Tenemos que aprender a mirar con esa mirada nueva, a contemplar con unos ojos distintos, a escuchar con una atención distinta lo que Dios nos dice, nos señala, nos está indicando continuamente. Sabemos – al menos teóricamente – donde podemos encontrar a Jesús pero no lo vemos. Tenemos que ir al encuentro de la vida, al encuentro con los demás con una mirada distinta, una mirada de autentica fe para ir viendo al Señor que llega a nosotros en los que sufren, en los que son marginados, en los pobres, en los emigrantes que llegan a las puertas de nuestras ciudades, en los que nadie quiere porque son despreciados por todos. Escuchemos con atención las palabras que Jesús tantas veces nos ha repetido. Nos sabemos muy bien lo que Jesús nos dice del juicio final pero seguimos sin ver, sin creer, sin amar, sin encontrarnos con Jesús de verdad en esos hermanos que nos van saliendo al paso en el camino de la vida.
Hoy es el día de la transfiguración del Señor, pero no busquemos esos resplandores ni rostros brillantes sino miremos donde Jesús hoy se nos transfigura, para que transfiguremos a esos hermanos con que nos encontramos porque seamos capaces de poner tanto amor que también sus vidas puedan cambiar, para sus sufrimientos tengamos un consuelo y un alivio o para necesidad ese compartir que en justicia necesitan y tantas veces le negamos.
En la transfiguración de Jesús en el Tabor que hoy celebramos hay una intensa llamada a nuestra vida para que comencemos a ver y a escuchar con ojos nuevos y con oídos bien abiertos y atentos.