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domingo, 11 de febrero de 2018

Aquel hombre cuando se encontró sanado por Jesús saltaba de alegría y no podía callar porque a todos tenia que comunicar la gracia que en Jesús había encontrado

Aquel hombre cuando se encontró sanado por Jesús saltaba de alegría y no podía callar porque a todos tenia que comunicar la gracia que en Jesús había encontrado

Levítico 13, 1-2. 44-46; Sal 31; 1Corintios 10, 31 - 11, 1; Marcos 1, 40-45

‘Si quieres, puedes limpiarme’, fueron las palabras del leproso que se atrevió a acercase a Jesús. Es la súplica humilde pero llena de esperanza. Confiaba que Jesús podía hacerlo, pero sabía que solo estaba en su mano el hacerlo o no hacerlo. Pero allí estaba él con su necesidad, con su pobreza, con su soledad, con su lepra con todo lo que significaba. Y se postró ante Jesús. Se había atrevido a llegar hasta Jesús, abrirse paso entre la gente, que seguramente se apartaba para evitar contaminarse.
¿Nos sucederá algo de esto alguna vez? No nos atrevemos a terminar por suplicar desde nuestra necesidad, desde nuestros problemas ante quien sabemos que nos puede ayudar. O quizá alguien necesita algo de nosotros y no se atreve a pedírnoslo. Barreras de miedo que nos creamos, barreras de desconfianza, o barreras quizá de orgullo porque no queremos postrarnos, porque no queremos rebajarnos a mostrar nuestra necesidad. Y nos aislamos o aislamos a los demás poniendo distancias.
Todo nos enseña, todos los gestos que vemos en el evangelio nos hacen pensar en cosas que nos pasan o que les pasan a los otros con nosotros. No siempre tenemos la suficiente sintonía para comunicarnos con sencillez y con humildad, para reconocer nuestras debilidades porque quizá queremos mantener la fachada aunque por dentro estemos pasándolo mal. Y nos preguntan que como estamos y decimos que bien, aunque haya una buena tormenta dentro de nosotros.
Aquel hombre, sin embargo, acudió a Jesús, reconoció su enfermedad, su debilidad, su pobreza. Por si mismo no podía hacer nada para curarse; en aquella época la lepra era una enfermedad terrible e incurable, que además podía contagiar a los demás; los leprosos tenían que vivir aislados, lejos de todos, lejos de su familia, sin participar en la vida de la comunidad; eran unos malditos.
Pero la fe se había despertado en su corazón. Otros quizá se abandonaban a su suerte perdida toda esperanza; su muerte era en vida, porque aquello no era vivir. ¿Resignación? ¿Desesperación quizá? Era difícil encontrar un sentido y un valor a aquella forma de vivir. Pero a los oídos de aquel hombre había llegado una buena noticia que le llenaba de esperanza. Podría curarse, si aquel profeta quería curarlo. Algo comenzaba a apoyar su vida que era algo más que una muleta para caminar en su imposibilidad y en la debilidad de una enfermedad que le destruía por fuera en su cuerpo, pero dentro también en su espíritu. Por eso había acudido a Jesús.
Como decíamos, necesitamos aprender, todo nos enseña. Y en esos vaivenes de la vida donde tantas veces nos sentimos desalentados quizá en nuestra soledad, en nuestras angustias, cuando nos sentimos abandonados quizá de los menos que esperábamos que nos abandonaran o se pusieran en contra nuestra, necesitamos despertar nuestra fe. No todo es oscuro, no todo es negro, una luz tras cualquier recodo del camino puede despertar de nuevo nuestra esperanza.
Y Jesús nos está esperando, saliendo a nuestro paso en cualquier rincón de nuestro camino. Deja que nos acerquemos a El, o El viene a nuestro encuentro de muchas maneras. Siempre habrá alguien que nos tienda una mano, nos diga una palabra de ánimo, encienda una luz en nuestro oscuro camino. Tenemos que sintonizar con esos signos que nos pueden ir apareciendo en la vida.
Es la mano de Jesús que nos toca, que nos levanta, que nos sana, que pone nueva luz en nuestro camino. Necesitamos encontrar un sentido para no simplemente resignarnos; tenemos que descubrir el valor de nuestra vida aunque nos sintamos llenos de miseria y pensemos que no valemos nada; tenemos que descubrir las mil razones que tenemos para seguir luchando; hemos de darnos cuenta que también nuestra vida, nuestra decisión de seguir adelante, de no quedarnos tumbados a la vera del camino puede ser una señal para otros que estén igual o peor que nosotros.
Aquel hombre cuando se encontró sanado por Jesús, porque Jesús sí quería y se había adelantado incluso a tocarle a pesar de la miseria de su lepra, saltaba de alegría y no podía callar porque a todos tenia que comunicar la gracia que en Jesús había encontrado.
Cuántas veces Jesús nos sana pero no somos capaces de manifestar esa alegría. Cuántas veces hemos recibido una gracia especial del Señor y ni siquiera hemos sabido dar gracias; cuántas veces hemos sentido el regalo y la alegría del perdón, pero no hemos saltado de alegría porque Jesús nos ama y nos ha perdonado para ponernos en camino de nuevo.
No somos agradecidos, no correspondemos a tanto amor como el Señor de mil maneras manifiesta en nuestra vida. Por eso no terminamos de convencer a nadie y estamos encerrados siempre en el mismo círculo. No crece el número de los que vienen hasta Jesús porque no terminamos de ser con la alegría de nuestra fe esos signos de evangelio para que el mundo crea.
Pensemos en tantos que están a la vera del camino de la vida esperando ver ese signo que levante su espíritu, que les llene de nueva esperanza, que les impulse de verdad a caminar y a transformar nuestra vida. Nosotros tenemos que ser ese signo. Nosotros tenemos que ser esa mano tendida de Jesús que llegue a tocar el corazón de los otros.
¿Qué nos pasa que vivimos de manera tan aburrida nuestra fe? ‘Si quieres…’ nos está diciendo también nosotros ese mundo que nos rodea. ¿Cuál es la respuesta que le vamos a dar?

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