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sábado, 24 de febrero de 2018

Cambiemos la óptica de nuestros ojos para que ya para siempre miremos con la mirada de Dios poniéndonos el colirio del amor


Cambiemos la óptica de nuestros ojos para que ya para siempre miremos con la mirada de Dios poniéndonos el colirio del amor

Deuteronomio 26,16-19; Sal 118; Mateo 5,43-48

Mi padre decía… mi padre me enseñó… mi padre haría… son como muletillas que decimos cuando tenemos que enfrentarnos a una situación o un problema y recordamos aquello que recibimos en una buena educación. Nuestro padre fue sembrando unos principios en nuestra conciencia que luego nosotros asumiremos y haremos nuestros y marcarán nuestra forma de actuar. Recordamos a nuestro padre y recordamos cuantas enseñanzas recibimos de él en una buena educación que formó nuestras conciencias y nos dio principios para nuestro actuar. Unos buenos lentes para mirar la vida que no deberíamos desechar.
Podríamos decir que seguimos viendo la vida con los ojos de nuestro padre, aunque luego le vayamos haciendo matizaciones o añadiendo convencimientos que vamos adquiriendo en la vida. Es cierto también que tenemos el peligro o la tentación de tirar todo por la borda y no querer aceptar aquellos principios, aquellas normas de vida que de ellos recibimos.
Hoy Jesús en el evangelio nos enseña a mirar la vida con los ojos de Dios. Tenemos que aprender a hacerlo porque bien sabemos que cuando lo hacemos solo con nuestra propia o particular visión fácilmente se nos ponen borrosas esas lentes de nuestra mirada con nuestras ambiciones, nuestros orgullos, nuestros egoísmos, y quizá también a través de las cicatrices que hayan ido quedando marcadas en nuestra vida con aquellas cosas que nos hayan podido hacer sufrir y nos hayan podido malear el corazón.
¿Cuál es la mirada con la que Jesús nos enseña a mirar a los demás? No es otra que la mirada de Dios, y la mirada de Dios es siempre una mirada de amor. ¿Y cómo nos enseña Jesús que es el amor de Dios? Un amor universal, un amor a todos sin distinción. Hace salir el sol sobre malos y buenos y hace caer la lluvia sobre justos e injustos nos dice.
Ya sabemos que si por nosotros fuera quitaríamos de un plumazo a todos aquellos que no nos caen bien, que nos hayan podido ofender en alguna ocasión, a todos aquellos que no son de los nuestros, a todos los que pudiéramos considerar contrincantes o enemigos. Y es que tenemos la tendencia o la maldad de destruir todo aquello que nos pueda impedir lo que son nuestros deseos o ambiciones.
Pero no es esa la mirada de Dios. Por eso tajantemente nos dirá Jesús que tenemos que amar también a nuestros enemigos. Y para comenzar a amarlos rezar por ellos; y rezar por ellos significará intentar comenzarlos a ver con los ojos de Dios. Y nos dirá que si no somos capaces de hacerlo así ¿en que nos vamos a diferenciar de los que no creen en Dios?
Creer en Dios no es solo un concepto que podamos tener en nuestra cabeza. Decir que queremos creer en Dios es querer decir que queremos vivir su vida, que queremos vivir en su amor, que queremos mirar la vida con los ojos de Dios. Por eso decimos que en Dios encontramos el sentido de nuestra vida. Y es que quien nos creo es el mejor que nos puede decir para qué nos ha creado.
Cambiemos la óptica de nuestros ojos para que ya para siempre miremos con la mirada de Dios. Aquello que decíamos que habíamos aprendido de nuestro padre y que con su mirada contemplamos la vida y el mundo, desde nuestra fe hagámoslo con Dios. No nos dejemos que se  nos enturbien los ojos, pongámonos el colirio de Dios que es el colirio del amor.

viernes, 23 de febrero de 2018

No nos acostumbremos a escuchar el evangelio para no hacerle perder su sabor y su novedad salvadora para cada día y situación de mi vida

No nos acostumbremos a escuchar el evangelio para no hacerle perder su sabor y su novedad salvadora para cada día y situación de mi vida

Ezequiel 18,21-28; Sal 129; Mateo 5,20-26

Qué malo es acostumbrarse a las cosas. Le hacemos perder sabor a la vida. Como la comida que repetimos una y otra vez, que un día nos causó un una enorme satisfacción, pero que al comerla todos los días al final le perdemos el sabor, ya no la saboreamos. Cuando no somos capaces de saborear las cosas que nos suceden con la novedad de que cada día son como  nuevas y distintas les perdemos el gusto. Por eso nos vienen las rutinas, caemos en una vida amorfa que nos puede hacer perder el sentido de lo que hacemos, aunque sea muy bueno lo que estamos haciendo. Es difícil aprender a ese saborear como nuevo lo que es la vida de cada día, pero no es necesario.
Lo tenemos que hacer con la vida que cada día vivimos para vivir cada momento como único y eso tendría que ser siempre el evangelio para nosotros. Si no es una buena noticia cada día en nuestra vida, o cada vez que nos acerquemos a él, yo diría que tendríamos que cambiarle el nombre; el evangelio significa buena noticia, y las noticias son noticia cuando son novedad para nosotros cuando se nos comunican porque si es cosa que ya sabemos no son noticia; y además es ‘buena’ noticia, algo no solo novedoso sino bueno que llega a nuestra vida.
Pero nos acostumbramos al evangelio y entonces ya parece que no nos dice nada. Por eso hemos de oírlo y escucharlo con los ojos y los oídos del alma bien abiertos. Para descubrir su novedad salvadora para nosotros; para que sea en verdad gracia en nuestra vida; para que asombrándonos cada día ante el evangelio podamos en verdad transformar nuestras vidas.
Nos puede suceder con el evangelio que hoy escuchamos con la liturgia en este camino cuaresmal que estamos  haciendo. Nos habla de amor, de reconciliación y de perdón y nos decimos en una apresurada escucha que ya todo eso nos lo sabemos. ¿Por qué no nos detenemos un poquito y nos ponemos a leerlo o a escucharlo despacio?
Seguramente en una segunda lectura más pausada comenzaremos a fijarnos en detalles, en aspectos que se nos pudieran haber pasado desapercibidos. Nos daremos cuenta, por ejemplo, que nos está diciendo que el no matar va mucho mas allá del físicamente quitarle la vida a alguien; que podemos estar dañando la vida de los demás con otras actitudes negativas que tengamos hacia la otra persona, desde nuestras desconfianzas o nuestras discriminaciones, desde el ignorar a las personas o como el querer anularlas con nuestras manipulaciones, desde las palabras ofensivas que pronunciamos contra los otros con nuestros insultos o las descalificaciones que tantas veces hacemos de los que no son de los nuestros, no piensan como nosotros o tienen otra manera de ver la vida; y así muchas cosas más.
Si nos seguimos deteniendo en la reflexión y en la escucha interior comprenderemos de verdad lo que significa perdonar y reconciliarnos con los otros. Tiene que haber un nuevo encuentro, un reencuentro donde nos sepamos aceptar mutuamente poniendo capacidad de comprensión en nosotros para seguir mirándolos con los mismos ojos de amor con los mirábamos antes de cualquier ofensa que nos hayamos podido hacer. Perdonar no es solo una palabra que decimos para justificarnos sino una actitud nueva que he de tener para con esa persona a la que tengo que seguir amando con el mismo amor. Porque si me he distanciado de alguien porque no llego a aceptarlo de nuevo en el corazón, ¿cómo me puedo atrever a acercarme a vivir en comunión con Dios si no amo de verdad a los que también son sus hijos?
Descubramos cada día el evangelio como esa buena noticia de salvación que llega de una forma concreta a mi vida, en lo que son mis luchas y batallas, mis dudas y mis debilidades, en mi trabajo o en las cosas que hago cada día. Para cada situación de mi vida siempre llega la luz y la gracia del evangelio.

jueves, 22 de febrero de 2018

No vivo mi fe a mi aire, sino que vivo mi fe en comunión, en comunión de Iglesia y es lo que hará grande mi fe

No vivo mi fe a mi aire, sino que vivo mi fe en comunión, en comunión de Iglesia y es lo que hará grande mi fe

I Pedro 5,1-4; Sal 22; Mateo 16,13-19

La fe cristiana es algo que  no se puede vivir en solitario. Algunos dicen, yo sí creo en Dios, yo sí creo en Jesucristo, pero vivo mi fe a mi manera, no necesito pertenecer a ningún grupo a ninguna iglesia, porque la fe es algo mío, muy personal, no necesito de la Iglesia.
Para mi eso no tiene sentido, la fe no la puedo vivir de esa manera, aislada y solo por mi cuenta. Es cierto que es un acto personal, porque yo con mi ser, con mi persona y con mi vida tengo que dar una respuesta. Pero la respuesta de la fe en un sentido cristiano es una respuesta al amor y una respuesta de amor. Y el amor no es algo que pueda vivir en solitario, porque amamos a alguien, al amar entramos en relación y comunión con alguien, con el otro, con los otros.
Todo lo que nos viene a manifestar Jesús es el amor que Dios Padre nos tiene. Jesús es la presencia de su amor. Y a ese amor de Dios respondemos con nuestro sí, el sí de la fe, pero el si del amor para entrar en una comunión de amor. Jesús nos invitaba desde el principio a creer en la Buena Noticia del Reino de Dios que llegaba; y creer en esa Buena Noticia, aceptar esa Buena Noticia para vivir en el Reino de Dios significaba entrar en una nueva comunión con Dios y con todos los que pertenecemos a ese Reino, con todos los hombres porque para todos los hombres es ese Reino de Dios.
Creer, entonces, no es para vivir aislado o yo solo por mi cuenta, sino para entrar en una comunión de amor. Y en esa comunión de amor mi fe se va a sentir fortalecida, la voy a vivir y a expresar precisamente en ese amor que le tengo a Dios y que he de tener también a los demás. Necesito de esa comunión de hermanos para mantener viva mi fe; mi fe va a ser también alimento y fortaleza para los hermanos que a mi lado caminan con esa misma fe y en ese mismo amor.
Y esa comunión de los hermanos es lo que llamamos la Iglesia. No olvidemos el significado de la palabra en sí, porque Iglesia significa asamblea, significa los convocados a vivir en asamblea, los congregados en esa comunión de fe y de amor.
Muchas veces nos creamos confusiones en el uso repetido de las palabras y hacemos que pierdan su verdadero sentido. Por eso demasiadas veces al pensar en Iglesia pensamos en institución, o pensamos en poder, y nada más lejos. Somos los hermanos que por esa misma fe que tenemos en Jesús nos amamos y queremos permanecer unidos, para unidos caminar en la vivencia del Reino de Dios y su salvación.
¿Por qué me estoy haciendo hoy esta reflexión?, me preguntaréis. Lo que la liturgia nos ofrece hoy para nuestra celebración es algo que tiene ese profundo sentido eclesial. Es una fiesta litúrgica llamada la Cátedra de san Pedro y que de alguna manera nos está recordando esa comunión eclesial que todos los cristianos hemos de tener con aquel que Jesús quiso poner como piedra de unión de toda la Iglesia.
‘Mantente firme para que confirmes en la fe a los hermanos’, le decía Jesús a Pedro a quien un día le había dicho, como escuchamos hoy en el Evangelio ‘tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia’. Y Pedro y en él sus sucesores, a los que llamamos el Papa, tienen esa misión con ese magisterio de amor para mantenernos unidos en esa misma fe. Cátedra, como bien sabemos, viene a significar la autoridad del que es maestro y desde su cátedra nos enseña. Es a lo que hoy nos queremos referir en esta fiesta litúrgica. Y su misión es precisamente mantener esa unidad en la fe y en el amor.

Damos gracias a Dios porque esa comunión en la fe y en el amor me ayuda a poder vivir esa fe y ese amor con toda integridad y con toda intensidad. No vivo mi fe a mi aire, sino que vivo mi fe en comunión y es lo que hará grande mi fe.

miércoles, 21 de febrero de 2018

Solo los humildes y sencillos de corazón serán capaces de descubrir el misterio de Jesús, caminemos por esos caminos y encontraremos a Dios que nos sale al encuentro en la vida

Solo los humildes y sencillos de corazón serán capaces de descubrir el misterio de Jesús, caminemos por esos caminos y encontraremos a Dios que nos sale al encuentro en la vida

Jonás 3,1-10; Sal 50; Lucas 11,29-32

¿Pedir señales y milagros? Reconozcamos que todos lo hacemos. Queremos que las cosas se nos den hechas y nosotros no tengamos que poner mucho esfuerzo. Algunos lo pueden llamar casualidades, suerte, pero en el fondo estamos deseando el milagrito fácil. Que se nos resuelvan los problemas así por si mismos, que nos toque la lotería o que aunque tengamos que pasar por marejadas y peligros que no nos pase nada. Así andamos muchas veces en las cosas cotidianas de la vida.
Pero para convencernos de algo, queremos razones; es lógico andamos en un mundo racional que tiene sus lógicas, donde tenemos que andar con razonamientos, donde buscamos pruebas poco menos que científicas para todo.
Pero ¿y cuando tenemos que creer en las personas? ¿Cuándo tenemos que aceptar una palabra que nos dicen? ¿Cuándo tratan de darnos un planteamiento, unos principios y valores que pueden afectar a nuestra vida? Queremos que nos lo prueben. Sin embargo hay razones que aunque las tengamos delante de los ojos algunas veces no somos capaces de verlas o no queremos verlas. Y surgen desconfianzas, y decimos que no comulgamos con ruedas de molino, que si ellos creen que somos tontos que vamos a aceptar las cosas así por que sí, porque nos lo digan. Parece que esa sea la tónica de nuestro actuar o de nuestros planteamientos y puede que nos ceguemos.
Cuando entramos en el ámbito de la fe parece que las cosas se nos complican todavía más. O somos unos crédulos, así al menos nos lo echan en cara, y tenemos la fe del carbonero como suele decirse que todo lo aceptamos, nos creemos cualquier cosa extraordinaria que nos digan que sucedió aquí o allá – cómo vamos corriendo tras las cosas asombrosas y los milagritos - o nos volvemos unos incrédulos o unos incordios que siempre le estamos dando vueltas y vueltas al asunto, pidiendo razones y no terminamos de hacer que esa fe afecte y envuelva totalmente nuestra vida. Es complejo todo esto.
Es necesario, sí, una búsqueda intensa y sincera, pero es necesario un dejarnos sorprender por el misterio de Dios que llega a nuestra vida y se nos puede manifestar de muchas maneras; es necesaria una apertura del corazón y confiar. Y aprenderemos a confiar cuando seamos capaces de dejarnos sorprender por el amor, sensibilizar nuestro corazón al amor. Cuando nos falte esa capacidad de amor estamos como encallecidos, y cuando ponemos una costra sobre nuestro espíritu poca cosa podrá penetrar en él.
Es cierto que la vida muchas veces nos endurece por las mismas dificultades que en la vida vamos encontrando, luchas por todas partes, cosas que nos hieren y nos hacen daño, y esas cicatrices nos pueden jugar, es cierto malas pasadas. Hay un bálsamo que tenemos que seguir usando siempre, que es el bálsamo del amor, para que se suavice nuestro corazón, para que aprendamos a valorar la ternura que podamos encontrar, y todo eso  nos irá ayudando a que nos abramos a Dios, y dejemos que el misterio de Dios penetre en nuestra vida.
En el evangelio de hoy vemos la reticencias que tantos tenían ante Jesús y se habían cerrado tanto en si mismos que no eran capaces de ver las obras de amor que Jesús realizaba. Por eso seguían pidiendo signos y más signos y nunca se dejaban convencer por el amor. Solo los humildes y sencillos de corazón serán capaces de descubrir el misterio de Jesús. Ya escuchamos en otro momento como Jesús da gracias al Padre que se revela a los humildes y sencillos de corazón. Caminemos por esos caminos y encontraremos a Dios que nos sale al encuentro en la vida.

martes, 20 de febrero de 2018

Hagamos silencio en el corazón y sintamos siempre la presencia de Dios que nos inunda de amor y así será hermosa nuestra oración

Hagamos silencio en el corazón y sintamos siempre la presencia de Dios que nos inunda de amor y así será hermosa nuestra oración

Isaías 55,10-11; Sal 33; Mateo 6,7-15

Quienes se aman de verdad aunque en ocasiones su palabras se vuelven intensas de amor y romanticismo para expresar su amor, hay momentos sin embargo en que no se necesitan palabras sino solo la presencia, disfrutar de la presencia y con una mirada se dicen cosas que ninguna palabra por muy bella que sea será capaz de expresar. Sentir cerca de ti al amado es una experiencia que te llena del alma y casi  no necesitas nada más.
¿No tendría que ser así cuando nos sentimos en la presencia de Dios? No terminamos de aprender a disfrutar de su presencia; no terminamos de comprender toda la maravilla de su amor. Tenemos que aprender a sentir en silencio su presencia y así disfrutaremos más de su amor; un silencio en Dios que no es agobio sino que es paz, un silencio que nos envuelve pero no  nos anula sino que nos llena de plenitud, porque nos llena de Dios. Saborear en silencio el amor de Dios, sentirnos cogidos de su mano que nos hace llenarnos de seguridad frente a todos los peligros, dejar caer su mirada sobre nuestro corazón que nos impulsa más fuertemente al amor para ponernos en caminos de más amor.
Por eso Jesús nos dice que no necesitamos muchas palabras para hablar con Dios. La oración que nos enseña es concisa, breve, intensa; tenemos que aprender a saborearla. Pero las prisas con que tantas veces la repetimos hacen que no aprendamos a gustar de verdad todo lo que es el amor de Dios y el amor con que tenemos que corresponder y le hacemos perder sentido a la hermosa oración del padrenuestro que nos enseñó Jesús..
Quienes se aman, como decíamos antes, no necesitan muchas palabras, y así cuando están viviendo la intensidad de su amor el tiempo desaparece, las prisas son el peor enemigo. En nuestras prisas para rezar no terminamos de saborear la presencia de Dios. Por ahí tendríamos que comenzar siempre que vamos a la oración. No vamos a repetir unas palabras aprendidas de memoria, vamos a gozar de la presencia de Dios y a disfrutar de su amor.
Los discípulos contemplaban a Jesús en la oración y le piden que les enseñe a orar. No uséis muchas palabras, les dice Jesús. El amor de Dios sabe lo que necesitamos. Aprendamos a ponernos en su presencia, a hacer silencio en nuestro corazón para sentir el latido del amor de Dios. Dejemos que nuestro corazón se inunde de su amor y fluirán nuestras palabras, saldrán a flote los mejores sentimientos, querremos sentirnos para siempre unidos a su amor.
Nos sentiremos entonces fuertes, es la gracia del Señor; es su amor que nos da fuerza y nos hace invencibles en la tentación y en el peligro; nos sentiremos llamados a amar y amar siempre, amar a todos, desaparecen resentimientos, se resquebraja la insolidaridad o el orgullo, nos derretimos en ternura, nos sentiremos transformados por la misericordia y la compasión para así serlo siempre con los demás.
Hagamos silencio en el corazón y sintamos siempre la presencia de Dios que nos inunda de amor.

lunes, 19 de febrero de 2018

La santidad a la que somos llamados es reconociendo el amor que Dios nos tiene ponernos a hacer nosotros caminos de amor que nos llenan de plenitud

La santidad a la que somos llamados es reconociendo el amor que Dios nos tiene ponernos a hacer nosotros caminos de amor que nos llenan de plenitud

Levítico 19,1-2.11-18; Sal 18;  Mateo 25,31-46

‘Habla a la asamblea de los hijos de Israel y diles: "Seréis santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo’. Así escuchamos hoy en el libro del Levítico. Quizá sea una expresión que hoy no entre en los parámetros de la mayoría de la gente que nos rodea, la gente del mundo de hoy y no sea bien entendida. No entra en la manera de pensar de la mayoría de la gente, incluso entre los que nos decimos creyentes, no solo porque no entra entre las metas de la mayor parte de las personas, sino porque incluso no es realmente entendida. Para muchos se queda en esa imagen o escultura colocada en una hornacina para la veneración o incluso para la adoración según el entender de algunos. ¿Ser santo para que me coloquen ahí inmóvil en una hornacina? Esta forma de entender no atrae ni se entiende.
Incluso, como decíamos para los que nos llamamos creyentes e incluso cristianos nos parece algo muy lejano, acaso de otro tiempo, porque ya me contento con intentar ser bueno, no querer hacerle daño a nadie de una forma intencionado, y portarme bien con los que se portan bien conmigo. Hoy no se puede ser santo, nos decimos. Parece, hemos de reconocerlo, una forma muy raquítica de vivir nuestra religiosidad y nuestra manera de entender lo de ser cristiano. Pero hemos de reconocer que por ahí andamos, son muchos, muchísimos, los que no llegan más allá de esa forma de entender su cristianismo, y se consideran cristianos de toda la vida y nadie es mas creyente que ellos.
Sin embargo, tenemos que decir que ahí está el mandato del Señor que sigue siendo actual y que en el hoy de nuestra vida tenemos que seguir escuchando y dándole respuesta. Es lo que tenemos que interiorizar de verdad en este camino de desierto, de silencio interior, como decíamos ayer, de cuaresma que estamos iniciando. Por eso casi en el pórtico de este camino aparece claro este mensaje.
¿Qué significa ser santo? Es un camino de plenitud, donde nos sentiremos realizados plenamente. No es camino de anularnos sino de plenificarnos. Dios siempre nos conduce por caminos de plenitud porque el Creador siempre quiere el bien del hombre, de la persona. En el amor de Dios nos sentimos en plenitud; en el amor de Dios nos sentimos grandes. La persona que se siente amada se siente feliz, siente la paz en su interior, se siente impulsada a amar con el mismo amor. Por eso siempre el primer paso será reconocer ese amor que sentimos, ese amor de Dios que se derrama inmensamente sobre nosotros.
Y así comenzaremos a amar con un amor semejante. El amor no nos encierra sino que nos abre horizontes, nos abre a los demás, a querer siempre el bien, lo bueno, lo justo no solo para si sino para los demás. Por ahí va todo lo que nos señala el texto sagrado. No son mandatos por mandatos, sino pautas de ese camino de amor que hemos de seguir.
Es lo que nos señala Jesús también en el evangelio. En el atardecer de la vida vamos a ser examinados de amor, como expresaría bellamente san Juan de la Cruz. Es de lo que nos está hablando Jesús cuando nos habla del juicio final hoy en el evangelio. ¿Te sentiste amado por el amor de Dios Padre? ¿Has amado de la misma manera? Pero ese amor ha de hacerse concreto, no son solo palabras bonitas, palabras llenas de poesía y romanticismo; el amor se traduce en las obras que realizamos con los demás. Es lo concreto que nos dice hoy Jesús.
Por eso nos dice Jesús que cuando hemos estado haciendo el bien a los demás estábamos mostrando el amor que le teníamos a El. Lo que hicisteis con uno de estos humildes hermanos conmigo lo hicisteis, nos dice Jesús. Ese es el camino de la santidad que hemos de vivir. No es quedarnos en una imagen hierática e inmóvil en una hornacina, sino desde ese amor de Dios que sentimos ponernos a hacer caminos de amor.

domingo, 18 de febrero de 2018

Emprendamos el camino, vayamos a ese desierto, busquemos esa soledad y ese silencio para que solo nos llenemos de Dios y podamos vivir esa libertad interior

Emprendamos el camino, vayamos a ese desierto, busquemos esa soledad y ese silencio para que solo nos llenemos de Dios y podamos vivir esa libertad interior

Génesis 9, 8-15; Sal 24; 1Pedro 3,18-22; Marcos 1, 12-15

Al menos en el ambiente en que nos movemos la sensación de desierto no es algo que habitualmente podamos tener. Vivimos en un mundo de ajetreos, carreras, ruidos de todo tipo y por todas partes aún en lo que tendría que ser el silencio de la noche. En algún momento en que merma la actividad diaria porque en nuestro entorno haya un cierto parón de movimientos parece que nos sentimos sordos cuando cesan en parte los ruidos pero no es fácil llegar a ese silencio completo. Salvo que nos vayamos a lugares apartados y solitarios y no nos encontremos a alguien por allí que quizá lleve la música a toda pastilla no nos es fácil encontrar ese silencio y creo que bien lo necesitamos.
Sin embargo muchas veces lo rehuimos, nos incomoda la soledad, buscamos la manera de escuchar algo, porque quizás sintamos cierto temor a ese silencio que se pudiera realizar dentro de nosotros y que quizá nos enfrentaría a nosotros mismos. En ese silencio en que nada nos distrae, en que nos pudiera parecer que no pensamos en nada sin embargo nos sentimos como inducidos a un pensamiento interior que ahí en esa soledad nos ayuda a encontrarnos con la verdad de nosotros mismos.
Y eso es algo que necesitamos en la vida aunque no nos sea fácil o le tengamos cierto temor. En ese silencio miramos hacia dentro de nosotros y miramos hacia arriba, buscamos una verdad y nos volvemos hacia algo que nos trasciende, que nos impulsa a ir mas allá del momento presente y nos puede ayudar a valorar las cosas de otra manera, a encontrar un sentido de nuestro vivir, a descubrir otros valores que nos levanten el espíritu de ras de tierra, de todas esas materialidades en las que ocupamos por así decirlo cada minuto de nuestra vida. Es cierto que puede ser un momento para que aparezcan dudas, interrogantes dentro de nosotros pero siempre esa duda o ese interrogante nos hace preguntarnos por la verdad de nuestro vivir y nos puede ayudar a encontrar lo de más valor.
Por las carreras en que vivimos la vida a alguno le pudiera parecer una pérdida de tiempo ese silencio que aparentemente nos lleva a una cierta inactividad. Y digo una cierta inactividad porque realmente ahí vamos a encontrar un motor para nuestra vida y para las actividades que en verdad merecen la pena. Es momento de interioridad, de interiorización, de trascendencia, en fin de cuentas para el creyente de encontrarse más cara a cara con Dios.
La Biblia toda ella está llena de experiencias de desierto y de silencio. En Abrahán, Moisés, Elías, los profetas, en lo que es una parte fundamental de la historia del pueblo de Dios vamos encontrando diversos episodios de tiempo de silencio, de soledad, de desierto. Es la búsqueda interior, es la búsqueda de Dios, es el silencio en que Dios se les va manifestando en la soledad, en el desierto o en la montaña.
Podríamos detenernos en muchos episodios de unos y otros que fue el camino en que los grandes patriarcas o profetas se abrían al misterio de Dios o el pueblo de Dios se fue haciendo verdadero pueblo en la medida en que encontrándose consigo mismo se purificaba y se abría mas y más a los caminos de Dios. No podemos detenernos a hacer un repaso de muchos de esos episodios que nos podrían servir para ricas reflexiones.
El nuevo testamento también comienza con un tiempo de desierto y soledad en la figura de Juan el Bautista que vivia austeramente en el desierto y que fue el precursor del Mesías y al comienzo de la actividad publica de Jesús le vemos también conducido por el Espíritu al desierto, como nos dice hoy el evangelio. Marcos es muy escueto en su relato mientras los otros dos sinópticos nos describen con mayor detalle incluso las tentaciones sufridas por Jesús en ese tiempo de desierto. Es el evangelio que en uno u otro evangelista siempre escuchamos en este primer domingo de Cuaresma.
A lo largo del evangelio nos encontraremos también con otros momentos en que Jesús busca la soledad, el silencio y el desierto. Pero nos vale quedarnos en este episodio del principio del evangelio. Podríamos decir que es una buena pauta para este tiempo también de cuarenta días, como los que Jesús estuvo en el desierto, Moisés en la montaña, o el pueblo de Israel que estuvo durante cuarenta años, de la Cuaresma que estamos iniciando como camino que nos conduce a la celebración y a la renovación de la Pascua en nuestra vida.
Creo que tenemos que buscar esa interiorización y ese silencio de desierto en este camino cuaresmal. Para una buena vivencia de la Cuaresma en todo su sentido tenemos que saber encontrar ese tiempo de silencio, ese escaparnos de tantos ruidos con que rodeamos nuestra vida para que haya una verdadera interiorización en nosotros. Lo necesitamos. Es la forma de encontrarnos con nosotros mismos para realizar esa purificación interior; es la forma de poder abrirnos de verdad al misterio de Dios que se nos manifiesta y con el que tenemos que dejar que se inunde nuestra vida.
Nos dan miedo los silencios y podríamos decir que esa es una de las primeras tentaciones que tenemos que intentar superar para que podamos en verdad escuchar y alimentarnos de la Palabra de Dios. No solo de pan vive el hombre, no solo hemos de estar preocupados por tantas cosas materiales, no tenemos por que sentirnos agobiados en medio de los problemas de la vida, no tenemos que dejarnos arrastrar por tantas vanidades como nos acechan y nos cautivan tantas veces.
Adorarás al Señor tu Dios, le replicaba Jesús al tentador y es lo que nosotros tenemos que hacer arrancando de nosotros tantos falsos dioses, tantos señuelos de los que llenamos nuestra vida, tantas cosas que nos atan restándonos la verdadera libertad interior, tantas cosas que nos distraen de lo que tiene que ser lo fundamental de nuestra vida.
Emprendamos el camino, busquemos esa soledad y ese silencio para que solo nos llenemos de Dios; vayamos a ese desierto en el que no podemos cargar tantas cosas de las que vamos llenando nuestra vida para vivir esa libertad interior. No tengamos miedo a la soledad ni a las preguntas o interrogantes que nos puedan surgir, encontraremos la luz y la respuesta en la Palabra de Dios si con corazón sincero nos disponemos a escucharla.