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sábado, 26 de julio de 2008

Abuelos qué importante sois para nosotros!

Abuelos ¡qué importantes sois para nosotros!
Ecles. 44, 1. 10-15
Sal. 131
Mt. 13, 16-17

‘Aguardaban el Consuelo de Israel y el Espíritu Santo moraba en ellos’. Esta es la antífona de la aclamación del Aleluya al Evangelio. Estas palabras están tomadas del evangelio de san Lucas, cuando nos habla de los ancianos Simeón y Ana, que estaba en el templo glorificando al Señor noche y día y en el momento de la presentación de Jesús en el templo bendijeron a Dios porque les había permitido ver al Salvador de Israel, como les había prometido el Espíritu Santo.
Palabras que la liturgia aplica hoy a los Santos Joaquín y Ana, los padres de la Virgen María, que hoy estamos celebrando. En verdad esperaban el Consuelo de Israel; como buenos judíos sus corazones estaban llenos de esperanza en la venida del Mesías y cómo prepararían a su hija, la Virgen María, en el conocimiento de las Escrituras y en la santidad de vida, que vemos cómo luego en ella resplandecería. La santidad de María reflejaría su fe y su esperanza, porque los padres sabemos bien que se ven reflejados en los hijos. Si tal era la santidad de María, así sería la madera de la que fue sacada tal imagen de la santidad de Dios.
‘Hagamos el elogio de los hombres de bien, de la serie de nuestros antepasados... su esperanza no se acabó, sus bienes perduran en su descendencia, su heredad pasa de hijos a nietos..’ Así nos hablaba el libro del Eclesiástico en esta liturgia de la fiesta de los abuelos de Jesús.
Algunas veces nos afanamos por dejar herencias materiales a los hijos, y no pensamos en la mejor herencia que podemos dejarles en una educación en valores y en unos principios morales para que guíen su vida. Es la mejor heredad, que bien sabemos cómo muchas veces las herencias de los bienes materiales ocasionan en muchos discordias y divisiones. Pero esa sabiduría de la vida que dejemos a los que nos siguen nunca será para la discordia, sino para el crecimiento de la persona y para la paz y el bien de todos.
Unida a esta celebración de los padres de la Virgen, los abuelos del Señor, queremos celebrar también hoy una Jornada de fiesta para nuestros abuelos, para nuestros mayores, los que ya ancianos nos han precedido en el camino de la vida y de los que tanto hemos recibido. Es justo y necesario ese reconocimiento. Es justo y necesario que le sepamos ofrecer nuestro amor y nuestro cariño. Malo es que muchas veces los aparquemos a un lado de la vida, para nosotros seguir nuestra vida y los condenemos a la soledad y al silencio.
Pero yo también quería decir una palabra a nuestros mayores, a nuestros abuelos como cariñosamente quiere llamarlos a todos. Tenéis que seguir amando la vida, no perder de ninguna manera la ilusión y la esperanza, dándole la mayor plenitud a vuestra vida, aunque ya hayáis tenido que dar paso a las generaciones que os sigues, habéis dejado a un lado trabajos y responsabilidades. Pero vuestra vida no puede ser ni pasiva, ni ociosa ni inútil. Darle verdadera plenitud a todo lo que hagáis. Tiempo para la reflexión, para la lectura los que conserváis aun buena vista, tiempo para ocuparos de vuestras aficiones que quizá en la época de trabajo no podíais darle todo el tiempo que quisierais. Todo, menos una vida ociosa y pasiva.
En vuestra vida hay una sabiduría acumulada con los años muy grande. Una sabiduría que la experiencia de la vida os ha ido dando, para dar valor a lo que verdaderamente importa. Una sabiduría que no podemos enterrar sino que tenéis que saber trasmitirnos, porque mucho podemos y tenemos que aprender de vosotros. Seguís siendo importantes para nosotros los que os seguimos en la carrera de la vida.
No os encerréis en vosotros mismos aislándoos de los demás que formáis parte también de nuestra vida. Y de ninguna manera os hagáis egoístas y exigentes con los que os rodean. Se dice que de nuevo sois niños, pero con lo que habéis aprendido de la vida no os llenéis de caprichos, sino aprended a valorar todo lo que hacen por vosotros los que os cuidan, se preocupan por vosotros y os prestan tantos servicios. Sed agradecidos que también nosotros queremos ser agradecidos por tanto que nos habéis dado a lo largo de la vida.
Mucho podéis seguir haciendo también por los vuestros, por la Iglesia y por el mundo – ese mundo en el que veis tantas contradicciones y tantas cosas que no os gustan y que queréis de otra manera – con vuestros sacrificios, la ofrenda de vuestra vida y vuestra oración.
Muchas más cosas me gustaría decir, pero para no alargarme quisiera terminar mis palabras con una oración; una oración que puede ser vuestra oración y que yo he tomado de diferentes autores.
Señor Dios, Padre mío,
Enséñame a reconocerte en mi historia, en mi presente y en mi futuro.
Muéstrame por cuáles caminos puedo encontrarte cerca de mí.
Revélame el amor que me tienes por mis años, por el peso del tiempo, por mi andar lento...
Sostenme en mi caminar inseguro, en mis momentos de soledad y bendíceme en la compañía de quienes quiero y de quienes me quieren.
Enséñame a ver la vejez como una etapa de la vida... y no, de la muerte... permíteme, también, aprender a vivirla dignamente.
Regálame tu presencia amorosa en quienes me rodean, en quienes me dedican un tiempo para escuchar, aunque más no sea, un rezongo o un recuerdo.
Enséñame a envejecer en cristiano y quítame el orgullo de la experiencia pasada, el sentimiento de creerme indispensable.
Que en este gradual despego de las cosas yo sólo vea la ley del tiempo, Señor, y considere este relevo en los trabajos como manifestación interesante de la vida que se releva bajo el impulso de tu providencia.
Pero ayúdame, Señor, para que todavía pueda yo ser útil a los demás contribuyendo con mi optimismo y mi oración a la alegría y al entusiasmo de los que ahora tienen la responsabilidad; viviendo en contacto humilde y sereno con el mundo que cambia, sin lamentarme por el pasado que ya se fue; aceptando mi salida de los campos de la actividad como acepto con naturalidad sencilla la puesta del sol.
No permitas que pierda la fe, más bien, acreciéntala cada día, porque en esta etapa de mi vida, más que nunca, necesito creer en tu promesa de descubrirte vivo, compañero, sostén, protector y en el lugar que, yo sé, atesoras para mí a tu lado.
Te pido que me perdones si sólo en esta hora tranquila caigo en la cuenta de cuánto me has amado; y concédeme que, a lo menos ahora, mire con gratitud hacia el destino feliz que me tienes preparado y hacia el cual me orientaste desde el primer instante de mi vida.
Enséñame, Señor, a envejecer.
Sigue protegiéndome y haciéndome sentir amado por ti, que me regalas la entrega de Jesús por mi vida y la oración materna de María.

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